Baz Luhrmann y la elvismanía fáustica

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Filme biográfico del legendario Elvis Presley, que retrata su camino a la fama, el precio que pagó por ella y sus fatídicos días finales como showman de Las Vegas

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Elvis (Australia-EU, 2022), bombástico opus 6 del veterano australiano siempre trepidante musical de 59 años Baz Luhrmann (Quiero bailar contigo 91, Romeo + Julieta 96, Moulin Rouge 01), con guion suyo y de Jeremy Doner, Sam Bromell y Craig Pearce, el apócrifo holandés errante y papujado empresario de espectáculos adicto al juego que se hacía llamar Coronel Tom Parker (un big boy eterno Tom Hanks en verdad repelentemente irreconocible) rebate con voz en off casi post mortem a quienes lo acusan de haber matado a Elvis Presley, aduce que por el contrario lo inventó y, para demostrarlo, hace revivir a tambor batiente la historia del ídolo iniciador del rock’n roll (Austin Butler carismático y convincente) desde que se enteró de su originalísima existencia prometedora de “blanco que canta como negro” y lo cercó de mil formas para arrancarlo al dominio de la madre alcohólica Gladys (Helen Thomson) y del patético padre desglandulado Vernon (Richard Roxburgh) que se conformarían con salir timoratamente de la pobreza, su escándalo inagotable, su exilio profiláctico en Alemania, su romance y su divorcio con la hija del comandante Priscilla (Olivia DeJonge), su drogadicción final en Las Vegas vuelto caricatura grotesca de su propio personaje, y su indisoluble simbiosis existencial con el atrabiliario hacedor que le garantizaría una exitosa y eterna elvismanía fáustica.

 

La elvismanía fáustica opera a contrasentido, por hallazgos expresivos y derivativas estrategias rutilantes, a modo de un megagigantesco videoclip hipostasiado que, en vez de ampliar el panorama visualista, lo acorta a saltos/asaltos y por rangos limitativos, con brincos abismales entre plano y plano inclusive al interior de una misma secuencia común de vil sitcom y diálogo expositivo, como en un vertiginoso maelström de arrasador e imparable continuum facilitado por una fotografía milenfoques de Mandy Walker y propiciado por una música vibrante sin cesar reinventada de Elliott Wheeler y una turbulenta edición de Matt Villa y Jonathan Redmond con lógica de impactos aspirantes al electroshock audiovisual, como si para Luhrmann se tratara sólo de un nuevo Romeo + Julieta antirromántico o de otro Moulin Rouge acrobático y rebosante de estroboscópicos despliegues y alardes de hipertecnológica grúa aérea jamás etérea, porque cierta noche crucial de asomos por una ventana el legendario bluesista B. B. King (Kelvin Harrison Jr.) aconsejó a Elvis volar con sus propias alas, volar y volar en libertad, sin que el Rey del Rock lograra nunca hacerlo ni al cabo de un pugilato permanente con su manager y consigo mismo.

 

La elvismanía fáustica redefine así lo fáustico desde el más acá del más allá y desde el punto de vista de Mefistófeles, lo fáustico como un encuentro romántico al revés y lleno de reveses entre el diablo explotador y el mortal explotado, lo fáustico del encontronazo chisporroteante del cuerpo decadente de Tom contra el alma rutilante de Elvis, lo fáustico a la estridente defensa irónica del indeleble maligno, lo fáustico cual viaje a la frontera de la conciencia de Fausto/Elvis sin penetrar realmente en su oquedad, lo fáustico del realista e infame acuerdo siempre tirante entre el abusivo aunque sumiso pragmatismo conservadurista de MefisTom y la voluntarista necesidad urgente de expresión artística por parte del creador rebelde frustrado FaustElvis, lo fáustico a partir de lo infáustico y nefástico que llevaría inherentes como factores de creación y destrucción anticipada y fatal, lo fáustico de la fabricación del auge y caída de un lamentable ídolo de masas que cambiaría para siempre el rumbo de la música por encima de un mero sincretismo del género góspel con el country y el rhythm’n blues.

 

La elvismanía fáustica puede tener entonces cual magnos e insuperables hitos espectaculares a episodios confortantes a contracorriente tales como la fusión-ejecutoria por montaje aglutinador de una infancia empobrecida en Mississippi con la olvidada historieta del imbatible paradigmático e inigualable Capitán Maravilla Junior y su coruscante canción-tema acerca del Hombre de Nieve, el fascinado voyerismo ubicuo a la genuina música afroamericana de la calle Beale de Memphis, la epifánica revelación apenas atisbada de su indomable meneo sexual en pleno escenario del Louisiana Hayride que pronto causaría escándalo, la alternancia artificialmente montada entre un aullante show multitudinario de Elvis con una condenatoria perorata del senador segregacionista Jim Eastman (Nicolas Bell) que se prolongaría hasta el interrogatorio del intimidado Tom rastrero sobre su turbio pasado de apátrida, el deslumbramiento mudo en campo-contracampo ante el vulgar discurso incallable de la seudoaventada Priscilla, la distante admiración inmarcesible en planos subjetivos transformadoramente lanzados hacia el verdadero innovador inalterable Little Richard (Alton Mason), el dilatado suspenso hitchcockiano del visceral sabotaje a un TVprograma navideño para destruir la imagen masiva de un ficticio nuevo Elvis domado, el demencial crecimiento del señuelo millonario con aires de triunfo permanente para anclar de por vida al abotagado ícono vacío en el recién inaugurado Hotel Internacional de Las Vegas por más de cuatro años, el fallido intento de ruptura imposible con el manager inextirpable porque acabaría a la vez tanto con las finanzas y con la figura del ídolo en declive, o la desgarradora resurrección del auténtico Elvis y su “Melodía desencadenada” a manera de estridente epitafio premonitorio.

 

Y la elvismanía fáustica se torna postrimería mortuoria para consignar la forzada falsa tragedia del ocaso como scorsesiana ánima en pena del voluminoso Tom víctima precarista de su ludomanía compulsiva por los casinos de Las Vegas, en edificante contraste con la melodramática convicción insensata de que la voz de Elvis, por encima de su récord vendediscos mundial, sigue cantando al infinito su amor no correspondido y en abstracto.

 

FOTO: Austin Butler fue elegido para dar vida a Elvis, trabajo que el actor ha descrito como realmente espiritual/ Especial

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