“La casa de Shahrak-e Elahiyeh”: un cuento de Marxitania Ortega

Ago 6 • destacamos, Ficciones, principales • 1446 Views • No hay comentarios en “La casa de Shahrak-e Elahiyeh”: un cuento de Marxitania Ortega

 

Este cuento es parte del libro Luz Brillante, ganador del V premio internacional “Bitácora de Vuelos” de cuento 2021

 

POR MARXITANIA ORTEGA
La poligamia tiene en el Polo Norte, en el desierto y en las montañas del Himalaya, una clara utilidad social. Las mujeres solas no sobrevivirían. No podría una mujer sola, con una cría al hombro, cazar una foca, ni atravesar un desierto para intercambiar mercancías, ni cruzar montañas escarpadas bajo nevadas intensas. Sus hijos morirían. La mujer sola moriría.

 

¿Quién se atrevería a argumentar a un Inuit que no puede tener dos mujeres? La legitimidad de la poligamia es la supervivencia. Eso pensaba Kourosh argumentar frente a su padre y a su madre cuando, durante el té, les anunciase que tomaría una segunda esposa. Aunque él todavía no tuviera ni una sola esposa y aunque ellos, su madre, su padre, él, y sus futuras esposas, viviesen bien lejos de Groenlandia. Ni siquiera estaban cerca del desierto de Jorasán. Acomodados, moraban en una antigua casa en Shahrak-e Elahiyeh, el barrio más elegante de Teherán.

 

Kourosh observó a su madre acercarse con una bandeja de vasos para el té. Vasos de cristal cortado cubiertos de plata calada. La bandeja también era de plata. En sus bordes Kourosh leyó la inscripción que había leído desde que tuvo conocimiento del alfabeto, en bellas letras árabes inscritas con ácido nítrico: “El alma siempre será insondable”. Su abuela decía que era un verso de Jayyam, pero él sospechaba que la frase ni siquiera era persa.

 

Escuchó el hervor del agua en el samovar. Lo habían reemplazado tres veces y éste ya no era el elegante artefacto de la abuela, sino un simple receptáculo eléctrico de acero inoxidable. La tetera de cerámica seguía siendo la misma, pero era el agua tibia del samovar el corazón de la casa, el símbolo de intimidad familiar, aunque Kourosh no se sentía protegido ni relajado, más bien tenso estaba cuando se levantó del sillón.

 

Se acercó a la cómoda de arce en dónde su madre tenía sus fotos familiares. El marco más reciente, de una aleación nueva de metales que simulaba la plata, sostenía la foto de su hermana, sonriente con sus enormes ojos almendrados. En sus brazos cargaba a un bebé recién nacido al que apenas se le veía el rostro; un niño pequeño, estaba sentado al lado, sobre las piernas de Hussein, su padre, quien había peinado para esa ocasión sus enormes bigotes hacia arriba, como lo hacía en momentos importantes. Kourosh sonrió, su cuñado era una caricatura de la dinastía de los Kayar. Le caía bien, lo quería, pero jamás dejaría de pensar que era la evocación simplificada de sus ancestros.

 

Al lado estaba la foto de Farah, sostenida por un marco labrado de madera. La tomó con ambas manos. Era una foto reciente y ya se había tornado sepia. Farah tenía los labios entreabiertos, sus dientes frontales apenas se veían en un gesto que la hacía parecer niña, aunque su mirada estuviese repleta de melancolía. Una niña melancólica, parecía en aquella foto. La luz que caía sobre su cabello lo había vuelto claro, pero en realidad, Kourosh lo sabía muy bien, era negro, negrísimo, como sus ojos, como sus cejas, como el vello de sus piernas y el de entre sus piernas. Farah era la hija menor de los amigos más cercanos de sus padres y había sido elegida para ser su esposa doce años antes. Como ellos, la familia de la muchacha procedía de la dinastía Kayar, lo cual si bien en la práctica no les otorgaba ninguna prebenda económica ni política, culturalmente, decían, eran el contrapeso del usurpador Pahlavi. Culturalmente, al menos, eso era importante.

 

Kourosh volvió a dejar la foto de su prometida sobre la cómoda de madera. Al nivel de sus ojos estaba la fotografía de su bisabuelo; él sí había sido un poderoso Kayar cuya riqueza se había fragmentado antes incluso de llegar a manos de su padre. Había tenido veintidós hijos con tres mujeres distintas, que a su vez habían tenido entre siete y once cada uno. No hay riqueza que alcance con tanta fertilidad. Kourosh tenía tres hermanos y ya quedaban sólo dos casas para heredar.

 

Su madre había ido a la cocina en busca de un frasco de té. Lo colocó al lado de los vasos, junto a una cuchara redonda, cuya concavidad era más profunda que las demás. Se sentó en el sillón más próximo al samovar.

 

—Entonces ¿De qué quieres hablarnos, querido?

 

—Prefiero esperar que llegue papá y comunicárselo a los dos.

 

—¿Es sobre tu graduación? No debes preocuparte por eso, Kourosh, iremos todos: Shamin y Hussein con los dos niños, Mehdi y Marzieh, y por supuesto, Josrow ya está dejando todo listo en la empresa para poder salir de viaje. No debes preocuparte por nada, las reservaciones están listas. Tu tío acondicionó su casa. Los niños dormirán en la sala, pero será divertido.

 

—Me parece excesivo que vayan todos, mamá, en realidad no es tan importante.

 

—¡Claro que lo es! No todos los días se gradúa un hijo de la Universität für Musique and Darstelde Kunse Vien.

 

“Universität für Musik und Darstellende Kunst Wien”, corrigió Kourosh a su madre en su cabeza.

 

—Esperaré a tu padre para preparar el té, pero come algo de fruta —dijo la madre— “¿Anar?”

 

—“Na, partaghaal” —respondió Kourosh.

 

De entre dos granadas la mujer sacó una naranja, con un cuchillo pequeño hizo cuatro incisiones sobre la cáscara y peló la fruta. Kourosh observó el procedimiento. Verificar que cada pedazo de piel arrancada del cítrico formaba una casi invisible nubecita de zumo, le producía el placer que da la revelación de los misterios. Hannia en cambio, no pelaba las naranjas, las partía a la mitad, como salvaje. “¿Por qué quieres trozarla cuando puedes pelarla y comer cada uno de sus gajos? Cortar una naranja a la mitad es como asesinarla” le dijo él un día. Pero no importaba lo que dijeran, ella partía las naranjas a la mitad y las chupaba con todo y cáscara, aunque terminara con los labios rojos e irritados por el zumo del cítrico. Si Kourosh la hubiese besado entonces, sabría que hay buenos motivos para destazar las naranjas, morderlas salvajemente y dejar que el jugo resbale de la boca.

 

Kourosh había visto cómo los labios de su madre, carnosos en su juventud, se iban adelgazando con el tiempo y se preguntaba cómo serían los labios, ya delgados, de su novia polaca en veinte o treinta años. Apenas una línea. Una línea tan delgada que Hannia, con sus trazos gruesos y oscuros, jamás podría pintar. Así era su trabajo en la Akademie für Angewandte Kunst, demasiado fuerte, demasiado rápido, obras que parecían casi siempre bocetos, estudios, nunca nada acabado. Kourosh pensaba que en algún momento debería aprender a suavizar sus líneas, su carácter. Debería aprender a trabajar en una sola obra durante varias semanas. Levantarse cada mañana con la duda de si tendrá la entereza de poder continuar el trabajo del día anterior y enfrentar el miedo de echar a perder lo alcanzado. A él le ayudaba sentir todos los días esa tribulación.

 

Farah en cambio, pintaría los labios de una Hannia vieja sin ninguna dificultad; desde chica había encontrado refugio en la miniatura, trabajaba sus líneas con pinceles delgadísimos. Buen pulso, pensaba Kourosh al verla persistir durante meses en una sola pieza como iluminista de un antiguo manuscrito, hasta desaparecer todo el blanco del pliego.

 

Cuando su madre terminó de pelar el cítrico puso frente a él, en un plato pequeño, los gajos separados. Entre el dulzor del cuarto gajo y el sabor apenas más dulce del quinto, Kourosh trató de recordar en dónde había sido la primera vez que se sintió empapado por el orgasmo tibio y cristalino de Farah. Fue en invierno, en su segundo año en Viena, no recordaba qué habían hecho antes ni qué después, sólo la contundencia de que no volvería a sentir culpa por penetrarla nunca más. Deseó que Farah estuviera ahí, con su mirada transparente, con sus fantasías, con su presencia diáfana, para alentarlo. Siempre habían sido amigos, desde pequeños, pero Kourosh sólo se concibió como su marido cuando ella empapó su vientre con el líquido claro que salió a presión de su vulva. Evitó mirar a su madre cuando se descubrió preguntándose cómo perdura una pareja sin la certeza del placer del otro.

 

Desde Viena ese mismo invierno Farah y Kourosh anunciaron la fecha de su matrimonio. El plan había sido hecho antes, pero todos los miembros de la familia celebraron que nada en el destino de los niños comprometidos se hubiera interpuesto a la feliz culminación.

 

El padre llegó a la sala descalzo, no lo escucharon entrar. Se sentó en su silla de piel y Kourosh se levantó para besarle las dos mejillas. La madre se apresuró a acercar los dulces, la fruta y un vaso de té. Él tomó un cubo de azúcar, lo colocó en su boca y dio un sorbo a la bebida caliente.

 

—Kourosh-yun, ¿qué es lo que tienes que hablar con nosotros que no pue-de esperar al fin de mes, ni siquiera al viernes?

 

“Me he enamorado de otra mujer”. Debió haber salido de los labios del hijo, pero sólo salió una excusa y una pregunta formulada rápidamente sobre los negocios del padre.

 

No le convenía desviar la conversación, su comunicación perdería firmeza, notarían su inseguridad y si sus padres no veían la determinación necesaria en él, se opondrían de tajo. Pero quizás convenía relajarlos, que bajaran la guardia. Quizás no había sido tan buena estrategia viajar así a Teherán, tan de improviso. Si tan sólo estuviera Farah. El rostro de Farah, su carácter, su melancolía, su obra, estaban para todos llenos sombra, sólo Kourosh tenía la capacidad de volver ese misterio, transparente.

 

La madre evitó que la mano del hijo llegara al plato de frutas. Esta vez seleccionó una granada y mientras la pelaba y desgranaba la fruta, se sintió complacida al ver cómo Kourosh disolvía la tensión del padre con anécdotas simples sobre sus compatriotas en Austria, “levantan las alfombras para contar los nudos y cerciorarse de su calidad” y breves historias sobre el choque cultural que llevaban al padre a revivir sus años de estudiante extranjero en Europa. Ella no sabía por qué su hijo había venido sin aviso a hablar con ellos, quizás ahora que su boda con Farah estaba tan cerca, había reflexionado. Quizás finalmente aceptaría su oferta, el préstamo que le habían ofrecido para iniciar un negocio en Viena, si él se comprometía a retribuirlo con un pequeño interés. No esperaba que Kourosh pusiera una tienda de tapetes persas, Viena estaba llena de ellas, pero quizás podía establecer una dulcería de los manjares iraníes, de las fragancias de rosas y jazmín, de azafrán y pistaches, adornada con antigüedades de Shiraz e Isfahán, muy en el gusto de lo oriental romántico que nunca pasaría de moda en Europa; así lograría algo redituable. Por lo pronto el hijo hacía reír al padre y eso la llenaba de felicidad. El chico era el más talentoso de todos, sabía bien hacer lo suyo, sólo que con la música difícilmente podría vivir bien, como a ellos les gustaría que sus hijos vivieran, con solvencia, con libertad, con capacidad para hacer la vida placentera.

 

Mientras su padre reía y contaba las anécdotas que todos se sabían de memoria, el joven persa observó a su madre. Sus cejas se hubieran juntado en una si la cera caliente no hubiese establecido un espacio pertinente entre ellas. Su nariz nacía desde el cráneo, así era la estructura ósea de la dinastía. Tan derechita ella, con el mentón pequeño perfectamente al frente, con su sonrisa elegante, su madre estaría ya golpeando su frente en la mesa varias veces, como la había visto hacerlo de pequeño, desesperada, frente a su padre enojado, si le hubiera escuchado decir lo que había venido a decirles.

 

Hannia. Quizás pronunciar su nombre era una forma de empezar. Hannia. Hannia. Hannia de Polonia, de piel blanca y delicada, propensa a romperse. Hannia pinta. Es libre. Hannia no dibuja, pinta y pinta mejor que Farah. Pinta ventanas y mujeres en ventanas, pinta en lienzos de dos y tres metros, pinta grandes espacios, ventanas reales. Farah también pinta ventanas, pero pequeñas y bien enmarcadas. Sus ventanas son incomparables y, aun así, las dos mujeres son el reflejo una de la otra. Sus ventanas son espejos desde los cuales se miran. Hannia se mira en Farah y Farah se mira en Hannia o quizás ambas se miran a través de él. Quizás él es la ventana desde la cual las dos mujeres se observan.

 

“No es el momento de pensar en ventanas. La noche tiembla. Más allá de mi ventana algo desconocido nos aguarda” escuchó una vez recitar a una chica de minifalda en un café de Teherán. En Irán todos escriben poesía, seguramente hay menos lectores que poetas. Quizás si hubiera abierto a Hafez esa mañana sabría qué ruta tomar en su argumentación. Debía ser cuidadoso, las palabras pesan y cuentan en la vida real tanto como en la poesía. No era lo mismo decir, “me enamoré de una mujer polaca y cristiana”, que “no puedo privarme el derecho de amar a una mujer como Hannia”. Eso funcionó con Farah, pero no funcionaría con su madre. Hablar de su felicidad, de su felicidad como persona, como hombre, como músico, no funcionaría con sus padres. Esa idea occidental de satisfacción narcisista y egoísta estaba lejos de ser un valor para una familia como la suya. El bienestar familiar, la conservación del patrimonio, los hijos, los padres, son más importantes que la pequeña felicidad individual, aunque Kourosh sabía que su vida con Hannia no era una pequeña felicidad, era la diferencia entre estar con libertad y amplitud en un mundo y el simple estar. Su vida con Farah y con Hannia era la posibilidad de tener la mirada atenta, un filtro, una retícula, la herramienta que él había escogido para permanecer en la vida sin asfixia.

 

La conversación había cambiado de rumbo peligrosamente sin que Kourosh pudiera hacer nada al respecto. Perder el control no había sido parte de sus planes. Ahora la madre repartía pistaches y hablaban de la salud de la abuela, de su larga insuficiencia renal, del dolor crónico. Hipertensión, diabetes, luego seguirán los dulces clásicos, de agua de rosas, de azafrán, de nueces, de nougat blanco, que uno a uno la madre sacaría de su bolsa de celofán antes de llevarlos a la boca, primero, del marido, luego, del hijo.

 

Plenitud, esa era la palabra. Quizás el nombre de Hannia no quería decir nada en lengua persa, pero en un lenguaje privado, en la lengua que Kourosh compartía a veces con Farah, Hannia se llamaba plenitud.

 

El padre aprovechó una larga pausa en la conversación para levantarse del sillón y dirigirse al piano. Kourosh anticipó las piezas que su padre tocaría. Empezará con una mazurca, luego una polonesa y al final un nocturno. Interpreta a Chopin sin acentos ni virtuosismo, pero con emoción propia. Kourosh sonríe, no le molestan los errores, disfruta y reconoce que esas notas de aficionado de su padre generaron sus ambiciones musicales, su fascinación por Polonia, el invierno helado, la muerte, la sombra y los labios delgados y rojos de Hannia. Si bien el pie derecho del padre pisaba los pedales del piano, el izquierdo bailaba sobre la alfombra. Kourosh también disfrutaba ese cosquilleo que produce frotar los pies contra la seda tejida de la alfombra.

 

De pequeño había aprendido el valor de estar cerca, todo el tiempo, del refugio seguro de los tapetes. Ahora casi lo había olvidado. Cuando viviera en su casa, en la propia, con sus mujeres, ¿cuántas alfombras tendría? ¿Cuántos alfombras tenían sus padres en su casas? ¿De dónde eran cada uno? Su madre las cuidaba, vigilaba personalmente a la servidumbre encargada de aspirar, sacudir y sacar al sol las alfombras una vez a la semana. Pero el cuidado de su madre no se comparaba al gusto de su padre. Con la precisión del testigo le había descrito a Kourosh cuando era niño, hasta los gestos de las muchachas que habían tejido los hilos de lana, nudo a nudo. Sabía también qué parte del tapete había sido trenzado por unas manos, veía el momento en que la irregularidad de los nudos mostraba el cansancio de la artesana y sabía detectar la línea en la que otras manos la habían reemplazado. Kourosh entendía entonces que cada mano anuda distinto y había aprendido a distinguir en los mercados el hilo teñido con indigofera tinctorea de aquel sumergido en un cromo suizo. Las alfombras teñidas con pigmentos minerales eran ya una joya. Ellos poseían algunos. En el estudio de su padre, justo delante de la silla para posar sus pies tenía un tapete mediano, de seda, cuyo verde era de malaquita y el azul de lapislázuli. Pero en el bazar de Isfahán les seguían hablando a los extranjeros de las piedras preciosas que desde hace mucho habían dejado de utilizar.

 

Una mazurca, una polonesa y un nocturno, y la serie se repetía. Kourosh casi pudo escucharse a sí mismo pronunciando todas las palabras y los nombres juntos, con el tono terco en el que comunicaba todas sus decisiones, con la mala dicción con la que les había anunciado que estudiaría música en Viena y no comercio en Londres. “Estoy enamorado de otra mujer. Sí me casaré con Farah, pero también me voy a casar con Hannia. Hannia es polaca y cristiana. Hannia y Farah”.

 

Los últimos acordes de la pieza que tocaba su padre se prolongaron y él aplaudió y no dijo nada.

 

¿Por qué era tan difícil? Hubo una época en la que todos lo hacían. Su bisabuelo lo había hecho. Había estadísticas al respecto. “¡Kourosh, hijo! Eso es cosa de campesinos, de ignorantes. ¡Seremos la burla de todos!” casi escuchó decir a su madre.

 

“¿Por qué quieres regresar a los tiempos oscuros, Kourosh? Este país no necesita hombres con dos esposas, necesita hombres y mujeres libres. ¿Eso es lo que les enseñan ahora a los artistas?” le reprocharía su padre y saldría de la sala sin que sus pasos hicieran ningún ruido. Ellos, sus padres y sus amigos, a pesar de ser los herederos de los Kayar, a pesar odiar al Sha, alentaban la modernización de Irán. La poligamia y la vestimenta islámica se habían convertido desde hacia años en tabú.

 

“Y ¿qué harás? ¿Vivirás en Irán toda la vida para que tu extraña familia no se convierta en delito? Sepultarás tu vida creativa por dos mujeres, hijo. Tú, que tanto te has defendido de tu madre y de su pragmatismo, te sepultarás por una necedad”, pensó que diría su padre. No es que Kourosh no lo hubiera pensado, con sus dos esposas sólo podrían vivir en Irán.

 

“¿Vivirán en Viena?” preguntó su madre como si adivinara sus pensamientos, y luego explicó con emoción sus avances en la planeación del evento. Farah era una verdadera artista, ella misma había escrito, con su espléndida caligrafía, cada una de las invitaciones para su boda.

 

Quizás si le prometía a su madre que primero se casaría con Farah y luego, unos meses después con Hannia. Quizás si le prometía que se casaría con Hannia un año después de la boda con Farah. Quizás si en lugar de té estuvieran tomando coñac, o vino. Pero era el momento del té y no se podía tomar otra cosa.

 

“¿Por qué Farah y Hannia quieren estar juntas? ¿Qué le hiciste a Farah, Kourosh, cómo va a soportar esa muchacha que vivas con otra mujer sin morir de celos y de rabia? ¿Qué llevan adentro esas mujeres?” le preguntaría su madre.

 

Ellas son el espejo una de la otra, mamá, contestaría.

 

Nadie en pleno siglo veinte lo hace, Kourosh. Escuchó su propia voz en la cabeza. Nadie aquí, en Teherán, en Shahrak-e Elahiyeh. Pero lo siguen haciendo en Tabríz y hay casos en Shiraz. No se puede modificar la inercia de muchos siglos en unos años. La gente está enojada. Los clérigos salen al exilio, las mujeres lloran porque su chador es arrebatado por la policía, las jóvenes van a la universidad en minifalda y ellos, los herederos de los Kayyar creen que el Sha es un mercenario pero aplauden la modernización de Irán.

 

Ese no era el camino correcto, Kourosh lo sabía. No debería tocar el tema de las inconsistencias y contradicciones. Imaginó a Hannia riendo. Los minutos pasaban y no había logrado decir nada. Kourosh imaginó a Farah riendo. Luego quizá ella plasmaría esa escena de la tarde en la casa de Shahrak-e Elahiyeh, en la que se hablaba mucho pero nada de lo que se quería decir se decía. Kourosh se imaginó a sí mismo riendo, en el futuro, en otra casa en Teherán, con sus esposas, las dos mujeres más libres que conocería, envueltas cada una en su chador negro. El mundo cambiaba a cada rato, y ellas dos y él, ese matrimonio de tres que ya eran, pertenecían al pretérito y eran a la vez el anuncio del futuro de Irán.

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega/ El Universal

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