Beatriz Seigner y el interregno fantasmal
Después de la desaparición de su marido, una mujer huye hacia el Amazonas acompañada de sus hijos, pero una comunidad los someterá a terrores sociales que pondrán sus vidas en peligro
POR JORGE AYALA BLANCO
En Los silencios (Brasil-Colombia-Francia, 2018), inextricable pero fascinante film 2 de la autora total brasileña Beatriz Seigner (tras Bollywood Dream 10, en coproducción con la India), la robusta matrona colombiana desplazada Amparo (Marleyda Soto) arriba de noche en barca a la isla mínima Ilha en un punto de la Amazonia donde la frontera de Brasil confluye con las de Colombia y Perú, viene huyendo de la extenuante extenuada lucha contra la guerrilla a la que pertenecía su esposo desaparecido, es bien recibida por una tosca abuela pescadora enteca (Doña Blanca), se instala en una cabaña ribereña al lado de sus hijos Nuria de doce años (Paula Tabares Peña) y Fabio de apenas seis (Adolfo Savilvino), y entonces todos deben iniciar un duro proceso de adaptación, en espera de que se resuelvan los trámites de visas para emigrar a Brasil y una demanda judicial contra la compañía petrolera que ordenó el exterminio del contingente armado del marido que sin contar con el cadáver del desaparecido resulta una acción legal prácticamente imposible incluso para el abusivo coyote supertransa encargado del caso (Yerson Castellanos), pero mientras el niño es bien recibido en su nueva escuela (lo cual no lo libra de incubar un inmotivado rencor acerbo contra su progenitora) y la niña congenia de inmediato con una compañerita de juegos María (Álida Pandurro) que la previene contra los habitantes del pueblo que suelen convivir con los difuntos (lo cual no exime a Nuria de estar a punto de sufrir una violación), la madre costurera Amparo debe acometer un verdadero calvario para proveer de los onerosos uniformes exigidos a su hijo, pedir trabajo en vano al presidente de la comunidad pesquera (Heider Sánchez) y acabar cargando pesados costales con pescados como cualquier macho rudo, hasta que el marido Adao (Enrique Díaz) reaparece misteriosamente sin más cierta noche, se precipitan las asambleas de vivos en defensa de las propiedades comunitarias codiciadas por los gestores de un magno conjunto turístico en la isla y las asambleas de muertos en pos de la memoria que debe guardárseles, previo a la entrega a la inconsolable Amparo de los restos de sus fieles difuntos Nuria y Adao que fallecieron violentamente aunque abrazados, en dos pequeñas cajas que serán depositadas en el mar de acuerdo con un rito ancestral, antes de que la viuda pueda cobrar las indemnizaciones correspondientes y que acompañada de su único hijo sobreviviente Fabio decida abandonar ese devastado e inolvidable interregno fantasmal.
El interregno fantasmal saca el máximo partido a su prurito de extraterritorialidad bien calculada en todos los órdenes posibles, una extraterritorialidad dramática muy tensa e intensa y sintética que se desahoga en secuencias moralmente crueles como la del niño caminando desdeñosamente muchos pasos por delante de su sacrificada madre a través del pueblo (“Hueles a pescado”), una extraterritorialidad discursiva que reserva toda su retórica en las multívocas asambleas de los vivos a la defensiva y la de los muertos en pos de reivindicación perpetua, una extraterritorialidad fuliginosa con una bella aunque lúgubre fotografía de Sofia Oggioni, una extraterritorialidad resbaladiza y laberíntica para la que importa menos la apagada música original de Nascuy Linares que el exuberante diseño sonoro al mejor estilo vanguardista del Zama de Lucrecia Martel (17) perpetuamente diseminador de ruidos acusmáticos y visualizador de acciones aún o potenciales e insospechadamente terroríficas, una extraterritorialidad estructural cinemáticamente mutable cuya editora artífice Renata María puede pasar de un arranque lentísimamente hipnótico a un hechizo tajante cada vez más elíptico hasta volver a ralentizarse en el ritualizado final, una extraterritorialidad que cierra en anillo para desembocar en las mismas imágenes de arribo-despedida a la otra orilla donde comenzó todo para dar vuelta ficcionalmente y enroscarse en su propia danza serpentina y funeral.
El interregno fantasmal se intitula condensada y programáticamente Los silencios, pero muy bien podría denominarse Los murmullos, pues la impronta expresiva y metafísica del Pedro Páramo de Juan Rulfo se descubre y asalta, se revela y se rebela por todas partes en la índole literaria y narrativa del film, más un toque de la lúcida desolación crispada del Gran sertón: veredas de Guimaraes Rosa y otro de las esperas eternas tanto del funcionario varado Zama de Antonio di Benedetto como de su derivado hereditario El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, ahí en una perversa e infestada tierra de nadie donde los niños y los adultos guardan un silencio temeroso más que reverente o respetuoso a la espera de poder dialogar y discutir ahora a sus anchas con los muertos.
El interregno fantasmal funciona como una metáfora reducida, retorcida y prolongada de Latinoamérica, una perfecta alegoría de Latinoamérica en su conjunto, es Latinoamérica como una isla cargada de espectros vivientes y promiscuos, donde los vivos cohabitan sin término ni sentido aparente con los muertos, dentro del ámbito hostilmente devastado de una elegía árida y sorda sobre la oscura naturaleza ambigua y contradictoria de esa característica conjunción de la violencia incontrolable con el inextirpable mal inherente al ser humano.
Y el interregno fantasmal culmina sencillamente como la profunda y larga exteriorización del trabajo de duelo de la admirable heroína estoica, a su manera empoderada, en una ficción épica, ética, estética e incluso cosmética tan abstracta cuanto sublime delirante en tono menorcísimo, pues durante la mortecina y alongada ceremonia del entierro marítimo sólo destellan y relumbran los maquillajes fosforescentes que portan y parecen exhibir con orgullo de casta las asesinadas y los diezmados, como una última e inagotable burla sarcástica desde el más acá del más allá, exacto en la isla inmanente como trascendental terra incognita.
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