Regreso a Bellas Artes
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POR IVÁN MARTÍNEZ
Regresé a Bellas Artes. La última vez que estuve en un concierto presencial fue en febrero del año pasado, ahí mismo en la Sala Principal del Palacio. En esa ocasión, Iván López Reynoso le dirigió una muy justa Sexta de Beethoven a la Sinfónica Nacional, que por las razones musicales y luego por las obvias, quedó gratamente como referente en mi recuerdo.
Es verdad que en estos 16 largos meses ha habido conciertos y que rompí en un par de ocasiones la larga cuarentena para asistir a experimentos teatrales (Elena en el Milán resultó eso, experimental, y luego Blindness, en el Insurgentes, logró remover todo tipo de emociones y sensaciones), pero me resistía a los conciertos. Una cosa es el entusiasmo por el teatro y otra el compromiso con la música. Ni lo poco que hubo en el otoño en el Cenart ni la reactivación en los vestíbulos que había comenzado días antes en Bellas Artes o en el Munal me animaba.
Ya aquí mi compañera Alida Piñón narró lo desangelado que había sido un mes antes el concierto de Solistas Ensamble del INBA, con el que reabrieron las puertas de nuestro máximo recinto, “la fiesta no termina por comenzar”. Con ella misma, había comentado también en privado la reticencia a regresar, ¿nos vamos a arriesgar para ver cualquier cosa?
Tenía que haber algo que llamara completamente mi atención (y haberme vacunado): al menos como antes me habían provocado las actrices Aitza Terán y Marina de Tavira. Y lo encontré en el ensamble del Centro de Experimentación y Producción de Música Contemporánea, el Cepromusic, que dirige José Luis Castillo.
El Cepro se había mantenido activo por meses, sus producciones audiovisuales han sido enriquecedoras por donde se les vea, y un mes antes comenzaron una temporada por foros de toda la ciudad con un repertorio amplio, variado y combinable (participa toda su plantilla, pero ningún concierto dura más de una hora) alrededor de aniversarios de compositores que van de Rodrigo Sigal y Matthias Pintscher a Federico Ibarra y Toru Takemitsu. El 25 de junio lo llevaron a Bellas Artes.
Y ahora sí, la fiesta comenzó. No fui consciente en 16 meses de la vida que me faltaba. Y que ahora volvía.
Para el registro: el protocolo sanitario da una sensación de seguridad de la que nadie se queja: cubrebocas obligatorio, tapete, gel, espray rociado a todos y asientos cancelados (se supone que también hay espacio en la fila para entrar, pero no lo respetamos); para los artistas en el escenario: distancia, cubrebocas para todos y, para quienes no (los alientos) pantallas de plexiglás; y supe que, adentro, los camerinos no se comparten como antes.
Había dicho yo aquí que el público regresaría a los conciertos (o a funciones de cualquier disciplina) a los que iba antes en cuanto pudiera, y lo comprobé: mucha gente se quedó fuera. Adentro sólo saludé al compositor Leonardo Coral, pero ahí estaba también Federico Ibarra y no pocas de esas caras conocidas de desconocidos con las que uno se topa regularmente en los teatros: hasta los detalles mínimos que hacen de la vida una constante van regresando. El público de Cepro suele ser en su mayoría de jóvenes y se sentía esa expectación de energía juvenil, pero supe que antes (y lo vi cuando regresé después) ha sido variado.
Para este concierto, el ensamble tocó la Concordanza de Sofia Gubaidulina (1931), Catana de Michael Finnissy (1946), Rain coming de Toru Takemitsu (1930-1996), éstas tres de estreno en México a pesar de ser algunas ya clásicas como la de Gubaidulina (1971); y las Cuatro imágenes coreográficas de Federico Ibarra (1946), obra notablemente menos sofisticada intelectualmente en el contexto de las anteriores. Detalle que puede parecer mínimo, o de mención innecesaria, pero me pareció raro dadas experiencias anteriores en que la programación del Cepromusic siempre resulta muy redondeada y en esta ocasión, esta obra salía distintivamente del contexto sonoro de las primeras tres.
Como siempre, el nivel de ejecución de los solistas del Cepro fue el superior esperado. Su energía y compromiso con cada repertorio que abordan se respira y no está de más, tampoco, mencionar que al igual que la Compañía Nacional de Ópera o, aunque no con completa regularidad, la Sinfónica Nacional, se mantuvieron activos y en relación estrecha con sus públicos a través de la virtualidad. Deben mantenerla. Serán recompensados todos por sus públicos conforme las actividades continúen normalizándose.
Fue precisamente a la Compañía Nacional de Ópera a la que regresé a escuchar una semana después, el domingo 4 de julio, para lo que significó su primer concierto presencial tras al receso, y, a la vez, el debut en este su escenario de Iván López Reynoso, ahora en su papel de director titular.
La relación de cercanía y confianza que López Reynoso ha construido con sus atrilistas a lo largo de los años, permitió que la naturalidad permeara al abordar un repertorio, si bien italiano y en su mayoría de compositores “operísticos” por antonomasia, lejano a su habitualidad: además de Il Tramonto de Respighi, donde la mezzosoprano Rosa Muñoz se lució en voz y dramatismo musical, la pieza Crisantemi de Puccini y la Sinfonía en Re de Verdi, ambas versionadas para orquesta de cuerdas desde su original para cuarteto; siendo el de Verdi, según suelen contar cuartetistas, de especial dificultad técnica y arquitectónica.
FOTO: Compañía Nacional de Ópera / Crédito: INBAL
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