Brasil o la imposición de la alegría
POR BRENDA RÍOS
Autora de Empacados al vacío. Ensayos sobre nada (Calygrama, 2013)
Llegué a Río. Me habían dicho, me había imaginado, había leído. Pero nada nos prepara para Río. Belleza exquisita. Un vaivén de personas cruzando calles de azulejos que hacen curvas en blanco y negro. La gente en la playa. El cliché de postal y más. Es invierno, el agua está helada, y hay pocos, muy pocos en la playa. Camino al hostal, hay mucho viento y la lluvia escarcha y se va colando al interior de mi chamarra. Pensé en Londres. Río es como Londres. No, en realidad es como San Francisco, con el viento que viene del mar. De la marea.
Gente en las lonchenetes que funcionan como espacios de alimentación y a la vez como expendios de cerveza barata. Los viejos del barrio en las mesas de afuera tomando cervezas de un litro. Toman por costumbre porque no hay nada que disfrutar hoy, mi primer día. Está por caer la tarde, no hay chicas de Copacabana en poca ropa moviendo caderas y cabelleras, no hay música en la calle. El espíritu carioca duerme en invierno. Las fiestas se organizan por inercia y porque creen que va a pasar, que todo esto del día nublado y la lluvia va a pasar. El carioca no se acostumbra a que le muevan su idea de belleza. Pero, con todo, hay pocos en la calle. Unos perdidos y otros pocos turistas como yo tratando de hallar algo, cualquier cosa, en las calles, en los anuncios, en las fachadas de Copacabana que diga estoy aquí, es Brasil. Y me esperaba.
Río fue un amante distante. Hermoso, se dejaba ser visto pero no dio más de lo que quiso dar. No me sentí parte nunca. Me entró una angustia que ya conocía de antes. No había cafés para trabajar. La gente toma jugos y cerveza pero el café se lo toma en tragos pequeños e hirvientes y se larga a continuar su día. No hay internet en las calles. Los cariocas llenan los silencios con música. No es una especie reflexiva, de ahí su encanto, de ahí su espíritu. Pero la angustia no se iba. Y me quedé de más en esa ciudad lluviosa. El día que salí rumbo a São Paulo salió el sol y dejó de hacer frío. Irónico Río. Además de desdeñoso. No hubo amor entre nosotros, sólo este reconocimiento cortés y mi aceptación rendida de su belleza fría. El mejor día que vi en Río fue el día que me fui. Ironía o último regalo de la ciudad, aún pienso en eso.
Brasil no es un lugar. Es una imaginación de lugar. Donde sea que uno esté los brasileños llegan y dicen: el verdadero Brasil está en otra parte. Si quieres ir a una playa verdaderamente bonita (cuando uno está en Ipanema por ejemplo) tienes que ir al nordeste, allá están las mejores playas. Cuando uno come un bocadillo que parece fantástico, sin poder compararlo con nada más (las analogías funcionan también en ausencia del objeto: es decir, se parece a a pero no se parece a a, sólo se parece porque no hay más que a para comparar) viene un local a decirnos ahhh si quieres probar la verdadera comida brasileña tienes que ir a Minas que es el lugar de donde viene la mejor comida brasileña. Así con la música, la gente hermosa, la ciudad, todo, todo, está en otra parte. Claro, porque la realidad que se vive no puede ser la única.
De ahí la sorpresa de no estar en donde están o de estar en el intermedio de un sitio: el mejor lugar no es éste, recuerdan al extranjero. Nos hacen voltear a todas partes buscando entonces lo verdadero y lo ficticio. ¿Si aquí no es Brasil, dónde es?
Heterogéneo el pueblo, demorado entre el mar, el sertón, la selva, tiene mucho espacio para desplazarse. La comida es abundante y variada. Lo auténtico que he logrado ver se sitúa fuera de la máscara que recién adquieren: esta natural disposición que algunos tienen, cierta amabilidad. Lo auténtico quiero decir los instantes que parece que sí estoy en un lugar propiamente. Que soy yo la que vive el instante que ellos también viven, cuando no me dicen tienes que ir a _______ para ver en verdad su país. Dicen querido/querida para todo, para entregar el cambio, para dar gracias. Al principio no sabía de dónde venía ese afecto gratuito (yo creía que hay que ganarse eso) pero me acostumbré: al beso querida… Y tocan el cuerpo por cualquier cosa. Incluso en la fría São Paulo, como la llaman algunos cariocas. Fuera de la capital la gente se aproxima al otro no sólo con los apelativos amorosos sino con el cuerpo. Gente que uno se cruza en la calle y al que preguntamos algo, nos toca el hombro. Hay otra idea de la proximidad. Esa también es intrascendente. Y encuentro. No sabía qué antes de venir acá. Como cualquier persona creí en el imaginario literario. Pero, sabemos, los libros tienen un país, no necesariamente el lugar del que provienen. Brasil es una muestra de ello. Creí en las postales de Jorge Amado, en el pueblo sertanero de Guimarães Rosa, en lo inexplicable y lo por decir de Lispector; la violencia gratuita de Fonseca, la ironía tan especial de Machado de Assis; de los varios elementos que unen o interrelacionan puntos de encuentro o divergencia; Así, que me dejé llevar y me hice ya mi propio país. Brasil ahora es mío. Y no depende de la visión de nadie, ni siquiera de los brasileños, mucho menos de ellos. Mi Brasil es tan cuidado que por ello mismo alzo la ceja cuando los locales comienzan con eso de su verdadero país.
Sin embargo, en pleno auge económico Brasil vive, diríase, un fenómeno único: la clase media aumenta el poder adquisitivo y, como nuevos ricos, inundan los países vecinos a hacer las compras. No se trata ahora del carácter festivo e indolente del carioca, de la fiesta improvisada en todo el país, de la felicidad primitiva del que vive en la naturaleza, en la playa, en la amazonia, se trata de una felicidad del mercado. De comercial, vamos. De anuncio de televisión.
Si es burbuja económica o no, el tiempo lo dirá. No puedo sino leer desde el lugar del que parto, me gustaría estar en blanco antes de enfrentarme a las cosas pero no estoy en blanco. Me asombra ver que sólo dos países en América Latina -Chile y Brasil- están en la suite presidencial mientras los demás países, comparten cuartos en un hostal. Brasil tiene una de las monedas más fuertes en el mercado. Sin embargo, no posee la infraestructura que eso supondría. Si cuesta vivir en São Paulo casi lo mismo que estar en Londres uno esperaría más que una ciudad clasemediera con rascacielos y de tiendas extremadamente caras porque así se ha entendido la modernidad: la inflación de los precios. Una economía inflada. Como un cereal. Ahora, me han asegurado que no, que la riqueza es real. Que Brasil tiene petróleo para negociar su nuevo poder adquisitivo. Que lo que viene ahora es que Brasil seguirá creciendo. Antes del 94 México vivió algo similar: había entrado al TLC. Las tarjetas de crédito eran un nuevo concepto de paraíso. El país, el mío, es otro: dominado por varios frentes de violencia surge desde el fondo un país demoledor, habitado desde lo más bajo, lo más sucio que ha encontrado en sí mismo, justo cuando Colombia había pasado una etapa similar. Justo cuando uno tiene vecinos para aprender con el ejemplo. No se sabe qué sigue, es verdad. Quizá por eso el asombro. Quizá Brasil encontró la verdadera fórmula del progreso y el orden. Quizá mi reticencia de creer en ello viene de una paranoia en voz baja. Sutil. Brasil, en ese caso, olvidará pronto en su imaginario literario la pobreza de un nordeste de Queiroz, de la misma Lispector. Y será en sí una potencia de las economías emergentes, al lado de India y de la China.
En Brasil, hay una fórmula simple: apretar el régimen fiscal para evitar la evasión de impuestos. El Estado se asegura la mayor cantidad de ingresos per cápita. ¿Cómo se hace? cada ciudadano tiene un número de identificación fiscal (CPF) que es como el RFC. Cada compra se registra, cada viaje, cada bocadillo, cada jugo de naranja se registra. El Estado sabe dónde viaja cada persona, qué come, qué ropa usa, qué planea hacer en sus vacaciones, qué lee. Uno podría llamar esto vigilancia estatal, control ciudadano, Foucault in situ, pero les ha funcionado tan bien a su economía que nadie se ha quejado (de los que he preguntado claro; al contrario, asumen esto como un logro del gobierno de Lula). Uno, como extranjero, no puede comprar por internet un pasaje de avión o incluso de autobús, porque ninguna empresa acepta a alguien que no tenga CPF. Hay que ir a una agencia de viajes, donde además hay que pagar con tarjeta de crédito brasileña, sólo una compañía aérea acepta tarjeta de crédito internacional. O ir directamente a los mostradores del aeropuerto o de la central de autobuses. Esto, a los brasileños, les parece una molestia mínima pero que da muy buenos resultados.
¿Dónde está el país si lo vemos de cerca? Tampoco México está ciertamente. ¿Qué es ser mexicano de veras? En su verdad de postal. En su comida. En su música. Los países son personas complejas. Por eso es tan complicado hablar de ellas: las encerramos en esquemas que no necesariamente responden a complejos de Edipo o asuntos con la madre.
Curitiba
Conocí a dos personas: Mauro y Assionara. Me llevaron de juerga, me dieron de comer y beber. Mauro me dijo que si me quedaba un día más tenía que tomar el tren a Morretes, que atraviesa la mata atlántica, que era un paseo tan hermoso que se suele decir que si Dios existe hace ese paseo en tren. La mata atlántica. Se tiene conocimiento que una de las primeras plantas en poblar el mundo fueron los helechos, y en Brasil los helechos tienen tamaños de árboles. Uno es pequeño en este bosque inmenso y verde, verde hasta olvidar qué es color.
Me tocó viajar a las 8 de la mañana en un vagón con un grupo de mujeres de mediana edad, un grupo como de springbreakers. Escandalosas fueron cantando y gritando todo el trayecto. Nadie pudo callarlas. Imponían su alegría. Caminé hacia el otro vagón para escapar de ellas pero sólo había el de primera clase. Espeluznante. El infierno debe ser eso: mirar desde un tren infernal el paraíso de afuera.
Vino la idea fatal. Mauro me había dicho si ves a Dios háblale bien de mí. ¿Y si Dios era esto? Un grupo de mujeres que parecen salidas de una jaula. ¿Quiénes serían?, quizá maestras de primaria que necesitaran relajarse, mujeres trabajadoras explotando de tanta felicidad. Claro que me sentí mal por pensar mal de ellas. La alegría no me molesta. Me molesta sobremanera ese modo tan particular de imponer su alegría a los otros. ¿Qué se creen? Por qué vienen con este ruido de niñas exploradoras? ¿Por qué no van y abundan los bares de striptease y le gritan a los muchachos semidesnudos? ¿Por qué madrugan y se suben a un vagón a gritar e invadir todo, el paisaje, los asientos, con su exceso?.
Estaba frente a un Brasil profundo: uno que cree que tiene derecho de imponer su euforia a los demás. O un Dios que uno no idealiza. Un Dios-mujer de mediana edad que aprovecha cualquier oportunidad para saltar y gritar y cantar sin mirar más allá de sí misma, como hija única: desconsiderada y abusiva y repleta de un repertorio de canciones que dispara a mansalva. No, Mauro querido, no vi a Dios y no pude decirle de ti. No vi a Dios ese día, y era domingo pero no lo vi.
Al regreso, por la noche, dormí en el tren. Algo tiene de materno dormir en un tren. El ronroneo, la lentitud del brazo metálico. Lo que importa es el paisaje dicen. Y yo veo. Y yo quiero ver. Es verde. El mundo es verde. Sin edificios, eso significa paisaje: no hay edificios, ni aceras, ni teléfonos públicos ni vasos de plástico en las calles. Ni drogadictos. Ni graffitis. El paisaje está sobrevalorado, el sentido del verde es recordar algo de antes. Un mundo mejor insisten los que se amontonan en las ventanas del tren a tomar mil fotos de lo verde verde.
Los del tren ven hacia las casas que se pueden ver desde las vías. Los de las casas ven hacia el tren. Bueno, la gente no se ve, se sospecha a lo lejos en el gesto de verse, el abrir los ojos, ponerse las manos en las caras como un pensamiento y dejarse llevar por el que se va y dejarse quedar por el que se está quieto.
Una pareja en el tren: dos hombres. Uno tiene una sudadera deportiva de esas telas que se pegan al cuerpo, color azul y franjas blancas. El otro viste de verde y duerme como si estuviera en la sala de su casa: desparramado en el asiento, con la cabeza hacia atrás y la boca completamente abierta. Las cabezas de los amantes están juntas. Comparten el sueño y miro cómo duermen. Afuera hay una selva. Estamos muy al sur de una América creciente, enverdecida, invernal. Afuera no hay colores, son las ocho de la noche pero todo es un negro en el que nada se distingue. Alguna vez de día las cosas vuelven a ser verdes, tiernas, recién hechas. Ahora no. Por la noche la selva es de oscuridades y de tinieblas. De sueños mal dormidos.
El tren hace ruidos por todas partes. Las bisagras, las puertas, los cristales nos hacen notar este animal que no es propio del sitio. Su rugido es inestable. Los animales de la zona temen el pitido que ronronea perezoso y violento. No se acercan, ni las serpientes, ni las tres especies de cobra, ni los gatos salvajes. Nada sucede cerca. Sólo el tren que avanza muy muy muy lento. Los kilómetros son de otra dimensión. La lentitud es una temperatura del cuerpo. Lo comprendo.
Vine a Brasil a hallar a México. Ahora que el entarimado se desmonta y se ve que sólo había ahí dentro sólo polvo, un polvo polvo que no es Paz ni Revueltas, ni Rulfo. Es polvo vil. Un polvo considerable de muerte y desazón. No me había dado cuenta de lo que buscaba. Hasta que llegué y noté que algo tenía en la cabeza dando vueltas mientras tengo al pueblo brasileño desfilando ante mí su diversidad de pieles, acentos, fisionomías, yo necesitaba pensar en México. Y lo hice.
*FOTOGRAFÍA: Brasil no es un lugar. Es una imaginación de lugar / Reuters