Domingo en la Mixteca

May 9 • Conexiones, destacamos, principales • 5677 Views • No hay comentarios en Domingo en la Mixteca

 

POR ORLANDO CRUZCAMARILLO

 

 

Siempre tuve la certeza de que visitaría la tumba de Domingo Sandoval. Esa especie de homenaje me era inevitable una vez llegado a Magdalena Peñasco. Domingo Sandoval representa para mí al hombre íntegro y generoso que dio todo por sus semejantes, sin importar que la miseria lo ciñera hasta lo indecible. Hacedor de sombreros de palma y comales de barro, apenas obtenía lo justo para mal comer con su esposa. A pesar de que nunca supo leer ni escribir, estaba cierto que la educación era lo único que redimiría a los suyos, los mixtecos olvidados de la sierra de Oaxaca. Con esa férrea convicción luchó para construir la primera escuela y llevarles las letras a los niños de su ranchería en Magdalena Peñasco. No tuvo hijos biológicos, por eso decía que todos los niños de la escuela eran suyos. Para ellos fueron sus preocupaciones cuando agonizaba en su choza.

 

 

A Domingo Sandoval lo conocí por Fernando Benítez quien lo describió en Los indios de México (1966) como un hombre de oscura piel rugosa y gruesos labios, envejecido prematuramente por la miseria: “Domingo a los 37 años representa más de 50”. Ambos se hicieron buenos amigos. Era 1964 cuando Fernando Benítez y la actriz italiana Alida Valli visitaron Magdalena Peñasco. Querían mirar con sus propios ojos la tragedia que padecían los descendientes de los otrora opulentos señoríos mixtecos. “En el larguísimo intervalo transcurrido de 1528 a 1964 los mixtecos han muerto cien veces. Esclavos en los inmensos monasterios, de los encomenderos, de los corregidores y de los alcaldes mayores durante la colonia, esclavos de la iglesia y de los hacendados del siglos XIX y esclavos de los comerciantes, los acaparadores y las autoridades municipales a partir de la Revolución…”, escribió Benítez en Los indios de México al comprobar que esos hombres seguían siendo víctimas de la explotación, el hambre y, sobre todo, de un terrible racismo.

 

 

Igual que Fernando Benítez hace cincuenta años, llego en domingo, día de plaza, a Magdalena Peñasco. Sumergido entre un vértigo de barrancas rojizas y ondulantes, a primera vista da la impresión que no le ha ido tan mal; después de medio siglo hubiera sido el colmo. Ya no es el caserío desolado y miserable que describió Benítez, ahora el Palacio Municipal se mira resplandeciente y, junto con la iglesia de gruesos muros amarillentos, se yergue frente a un pequeño parque limpio y floreciente. A un lado, bajando por el terreno desigual se encuentra el mercado, un enorme cubo de cemento y metal de dos pisos, una construcción un tanto exagerada para la modesta mercancía que expende. Sobre la carretera que parte al pueblo no dejan de pasar los automóviles y por las calles la gente camina con la parsimonia de un día de ocio. Tampoco soy un iluso, sé que la miseria más notoria y numerosa se encuentra en la periferia. De los 3,778 habitantes que tienen el municipio, el 91. 2 % se encuentra en pobreza. Sentadas en una jardinera del parque, miro a un par de adolescentes que platican en mixteco hasta que llega una tercera, quien lleva en las orejas los audífonos de su celular. Las saluda en tono cariñoso y en castellano: ¿qué onda, brujas? Se extienden la mano y terminan con el clásico choque de puños. La chica de los audífonos se los quita y se los ofrece a otra de ellas. Es Poder Norteño, le informa. Aquí los celulares sirven para escuchar música, tomar fotos, ver vídeos o cualquier otra cosa, menos para hablar. En Magdalena Peñasco no hay señal. Como un fantasma silencioso, aparece a mis espaldas un viejo teporocho de guaraches de cuero y sucio pantalón de manta. Si no es porque viste una playera de la selección de Brasil, sin duda sería la viva imagen de los hombres que Benítez se encontró en su visita. A este borrachín le apodan El Capitán.

 

 

Los mixtecos que Fernando Benítez se encontró en 1964 eran sumamente laboriosos, ni un momento dejaban de tejer sus sombreros. Caminaban, departían, siempre con el tejido en la mano. No podían darse el lujo de descansar un instante a riesgo quedarse sin comer. Sus días se les iban dentro de unas pequeñas cuevas que ellos mismos cavaban, era la única manera de conservar fresca la palma y que no se rompiera al manipularla. Familias enteras trabajaban doce horas diarias y otras no apagaban “el triste petróleo” en toda la noche. “Cuando el sombrero se paga mejor, ganamos 2.25 pesos diarios y cuanto está más bajo ganamos 1.15 por eso la población está agotada”, le explicaba el síndico Martín Mendoza a Benítez. La peor parte venía cuando marchaban a Tlaxiaco a vender sus sombreros con los mayoristas, quienes obtenían enormes ganancias cuando revendían el producto. No sólo les pagaban precios miserables, sino los humillaban aventándoles el dinero, llamándoles indios tarugos, amedrentándolos de ya no comprarle más al que osara a reclamar un trato más justo. Muchos de esos hombres eran sólo empleados y tan pobres como los mismos indígenas mixtecos a los que insultaban, pero su condición de mestizos los hacía sentirse superiores y lo demostraban humillándolos de la peor manera.

 

Para amolarla más, “entre los meses de marzo y octubre, la baja de precio en los sombreros coincide con esos meses fatales en que no hay cosecha. Debido a esta carencia lo primero que hacen los mixtecos al vender sus sombreros es comprar su maíz para sobrevivir la semana. Cada viernes es tianguis y es hora de surtir la insignificante despensa. Además el precio sube mientras el maíz escasea”. Y aun así había para la bebida. “Un litro de aguardiente al mes que vale $4.50. Te lo juro, nada más un litro porque esa es la costumbre, es un saludo de buena amistad”, se justificaba en aquellos años el síndico Martín Mendoza.

 

 

Hombre al fin y al cabo, había oscuros días en que Domingo Sandoval titubeaba y se dejaba llevar por el torrente de la bebida, entonces lloraba amargamente. Se dolía de la miseria y las injusticias que padecía su pueblo. Sabía que el alcoholismo era otra forma de sometimiento, un sometimiento voluntario hasta cierto punto e incluso propiciado por su propia gente. A las tres de la tarde Magdalena Peñasco era un hervidero de hombres embrutecidos por el aguardiente que se expendía en cada esquina. Arrumbados y arrastrándose sobre la tierra, balbuceando un discurso incomprensible al tiempo que soltaban puñetazos a un enemigo invisible o tan devastado como ellos. Pero después de todo, ¿cómo culparlos por evadirse de su atroz realidad? Pero mientras otros se perdieron irremediablemente en esos infiernos, Domingo siempre supo retornar. Fue hasta 1986 que Eusebio Reyes, autoridad municipal, decidió terminar con el alcoholismo. La secundaria iba llegar y no era de muy buen gusto ver que era un pueblo de borrachitos que se formaban en los tendajos de aguardiente como “si fuera la Conasupo”, me cuenta el profesor Jesús López, suplente del Comisariado Ejidal. Se prohibió la venta de aguardiente y varios toneles fueron vertidos en la plaza principal a la vista de todos. Hubo demandas judiciales y amenazas de los expendedores, pero a través de los años las autoridades se mantuvieron firmes. La medida fue tan notoria, que de los 45 topiles (policías) que se necesitaban para lidiar con los ebrios, después de unos años bastaron seis. Pero eran más los días luminosos de Domingo, cuando se levantaba a las cinco de la madrugada para trabajar y así juntar un poco de dinero para las tablas y las piedras con que levantó la escuela. Para sufragar los innumerables viajes que hizo a Oaxaca para tramitar la llegada de un maestro. De la alegría que sentía porque “sus niños” tenían qué comer por la mañana en la escuela. Ahora, en todo Magdalena Peñasco, hay 23 planteles de educación entre básica y media superior, la biblioteca de una de las primarias se llama Domingo Sandoval.

 

 

Sigo caminado por la plaza y encuentro a un grupo de hombres mayores. Les muestro las fotos del libro Los indios de México que vienen en el apartado de Magdalena Peñasco. A ver si reconocen a alguna de las personas fotografiadas. El borrachito, al que apodan El Capitán, aparece de la nada y me dice que no, que así no vestían antes, sus camisas eran distintas, asegura. Los demás hombres lo secundan y deducen que quizá esas fotos sean por los rumbos de Huajuapan y otras de Tlaxiaco. Sólo una sí es de su pueblo porque muestra a un grupo de hombres con un peñasco arbolado de fondo y a la que identifican como el Gachupín. Si bien Benítez describió a Magdalena como un pueblo completamente desforestado y de tierras erosionadas, ahora se nota un poco recuperado.

 

 

A leguas se mira que su “industria” es la palma. No sólo hay puestos de sombreros, sino de aretes, llaveros, bolsas…confeccionados con ese material; aunque también hay de fibras sintéticas. En uno de esos puestos me encuentro con Lourdes Mendoza, carismática y amble, atiende a sus marchantes en español y mixteco. No sólo vende al menudeo, sino también compra sombreros a los artesanos que no quieren ir hasta Tlaxiaco. La idea de Lourdes es pagar precios justos a los artesanos, de hecho son mejores que los de Tlaxiaco, aunque hace hincapié en que realmente no se le gana mucho a los sombreros. Pero sus sueños también pasan por otros terrenos. Quiere ser cantante. Siempre le ha gustado cantar, desde que tiene memoria. Inclusive, cuando era una chica de 17 años y trabajaba en el servicio doméstico de una casa de Naucalpan, ganó un concurso de canto donde interpretó en mixteco. Ahora, sólo espera la convocatoria del programa La Academia para inscribirse.            Una de mis guías es Araceli Maldonado, locutora de la estación de radio “La voz de la Mixteca”, perteneciente a la Comisión de Desarrollo Indígena (CDI) en Tlaxiaco. Originaria de Magdalena Peñasco me comenta que fundó una organización de artesanas de la Palma, llamada Ña Ka Jani, Mujeres Soñando. Así que vamos a conocerlas. La idea surgió con el propósito de conseguir financiamiento para comprar suficiente palma y arena para construir cuevas, donde la humedad evite que la palma se rompa al tejerla. Son media docena de mujeres solteras y casadas con hijos y sin hijos. De jóvenes casi todas trabajaron en el servicio doméstico en la Ciudad de México donde fueron explotadas, por lo que casi todas ellas decidieron migrar a Estados Unidos, finalmente regresaron a su patria que las siguió explotando: Valentina Ortiz depositó 300 mil pesos en una caja de ahorros de Tlaxiaco, que al poco tiempo desapareció junto con sus ahorros de años de trabajo en los campos agrícolas de Florida. Las autoridades no hicieron nada y en Tlaxiaco siguen abundando las cajas de ahorro, incluso hay dulcerías que lo son. Me lo cuenta con resignación, con esa resignación que tiene la gente humilde. Por ahora todas estas soñadoras intentan vender a precios justos y abrir nuevos mercados para sus artesanías: aretes, cajitas para regalos, bolsas de mano… minuciosamente tejidas, minuciosamente hermosas.

 

 

Estoy un sábado en Tlaxiaco con la idea de ver a los acaparadores de sombreros, de los que tan mal habló Benítez. Y no era para menos. Sólo me encuentro a dos ancianos que están en esquinas diferentes comprando los sombreros. Uno de ellos, de pantalón de manta y gruesa chamarra, cuenta con avezada técnica una hilera de sombreros que unas mujeres le acaban de llevar y paga lo calculado sin chistar. No hay humillaciones ni infamias, se despiden con un mutuo gracias. Los sombreros no están planchados, es decir sólo están conformados por la copa y un ala tosca que no tiene una orilla, sino un desmadejamiento de palma. Los mayoristas los planchan para darle la forma final y los venden a los comercios. A los artesanos se les paga a 55 pesos la docena, algo así como a 4.5 pesos por pieza y que les toma medio día tejer, un poco menos tiempo si son muy expertos. Familias completas tienen que laborar para ganar una cantidad mínima y es una regla que los jefes de estas familia tengan otra actividad laboral; eso explicaría el alto índice de migración a Estados Unidos. Entre un 60 y 70% de la gente termina yéndose de Magdalena Peñasco, calcula la periodista Araceli Maldonado. Enseguida llega una familia completa, supongo que completa: un hombre, una mujer, dos pequeñas niñas y un adolescente que viste un pantalón de mezclilla, playera y una gorra de beisbolista con la visera de lado y con los audífonos pegados en las orejas, la viva estampa de cualquier adolescente de cualquier ciudad del país. El intercambio comercial es rápido, apenas los billetes están en la mano del jefe de familia, se pierden en la plaza para hacer la despensa, hacerse de un poco de maíz.

 

 

La religión era otra forma de sometimiento en Magdalena Peñasco. De hecho hasta principios de los 90, la única institución que validaba los matrimonios era la iglesia, pues el registro civil no existía. Mientras nos desplazamos en una de las camionetitas del ayuntamiento hacia la casa de Daniel Sandoval, sobrino de Domingo, el profesor Jesús López me cuenta que la iglesia “parecía el arca de Noé” de tantas imágenes que tenía. A todas se les tenía que celebrar un rosario semanal y lo más oneroso venía con las tres principales fiestas patronales. Los pobres mixtecos estaban obligados a festejarlas, quien se negaba era encarcelado y multado, de tal suerte que tenían que empeñar su casa, vender sus chivos… todo por salir del compromiso. Finalmente aquello se acabó, no sin antes encontrar resistencias en los sacerdotes y en los más viejos. La lengua materna del profesor Jesús es el mixteco, el castellano lo aprendió hasta los 18 años, al igual que muchos de sus contemporáneos. Ahora el mixteco se está perdiendo. De allí su afán de crear palabras en mixteco que no existen. Me da ejemplos: Molino de nixtamal se dice en mixteco yutnu jaxi ndaku, así que la palabra licuadora, que no existe en mixteco, se pueda decir yutnu jaxi, literalmente aparato de moler. Labor inmensa esa de renombrar al mundo. No dudo que lo logre, él fue la única persona que ya había leído Los indios de México, cuando me presenté en el pueblo. Junto con el profesor, viajo con un contador y una ingeniera forestal, ambos mixtecos y nativos de Magdalena Peñasco. Sin duda, Domingo se sentiría orgulloso de ellos.

 

 

Daniel Sandoval aparece cargando un pesado fardo de ramas sobre su espalda. Se nota agotado, no es para menos, viene de trabajar la milpa y de recolectar esas ramitas que le ayudaran a ahorrar en gas. Mientras lo esperaba en su casa, platicaba con su esposa que me explica la técnica para hacer comales. Como Domingo Sandoval, ellos también son artesanos del barro. En su patio hay varios comales de barro crudo, listos para el horno. Sin duda son pobres, pero también trabajadores, su casa es de tabique y el techo de cemento. El patio es de tierra, donde un poco escondida, aparece a mi vista una tímida niña. Ella ve que la veo y desvía su hermoso rostro sonriendo. Afectada por un mal congénito nació sin la capacidad de caminar y solo se arrastra en el piso. Por su vestimenta limpia, que de manera asombrosa apenas si se mancha en el patio de tierra, sé que sus papás la cuidan como se merece. Saludo a Daniel y le cuento de mi intención sobre saber más de su tío Domingo Sandoval. Me cuenta que todavía en su agonía hablaba de sus obligaciones en la escuela. Pero ya no podía, la vejez y la enfermedad le habían ganado. Pregunto por alguna foto de su tío. Después revolver papeles, sólo encuentra un acta de defunción. Mejor vamos al panteón.

 

 

El panteón está encumbrado sobre una loma que domina Magdalena Peñasco. De allí se miran las enormes grietas terrosas color azafrán que rodean al pueblo.

 

 

—Exactamente no sé dónde se encuentra —confiesa Daniel un poco avergonzado. Su tío murió hace más de veinte años y debido a que es testigo de Jehová, no acostumbra velar a sus muertos, lo que le hizo perderle la huella—. Por aquí debe estar —señala una incierta zona al pie de una cruz blanca.

—¿Por qué estás tan seguro? —le pregunto.

—Porque cerca de esta cruz sólo se entierran los hombres que le han hecho un bien al pueblo.

Me alegra saberlo. Esa minúscula y terrosa rotonda de las personas ilustres de Magdalena Peñasco demuestra que superar la pobreza, aunque sea un poco, es un logro colectivo. Puedo leer los nombres sobre las herrumbrosas cruces: Alejandro Maldonado, Bernardo Ortiz… sin duda, debe estar en buena compañía Domingo Sandoval.

—Si de casualidad tu tío te llega a visitar en tus sueños, le das un recio abrazo de mi parte, le digo a Daniel cuando me despido.

Antes de marcharme pasamos a la tienda a tomarnos un refresco. El Capitán está tirado en la entrada, durmiendo profundamente la mona. Pregunto al profesor Jesús por los platillos tradicionales de la región. El mole de nopal y frijol, antes eran lo máximo, me dice. Sí, muy sabroso, coincide El Capitán, que sorpresivamente ya está incorporado a mi lado. Sonreímos todos los presentes. No puedo dejar de invitarle una copa de aguardiente a El Capitán, esa reminiscencia del pasado que se niega a desaparecer de Magdalena Peñasco.

 

 

 

Este texto es parte del proyecto video-documental Tras los pasos de Fernando Benítez: a 50 años de Los indios de México, que consiste en recorrer los mismas comunidades indígenas que el cronista visitó alrededor de hace cincuenta años. Dicho proyecto fue apoyado en su primera fase por el FONCA a través de su Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales 2014.

 

*FOTOGRAFÍA: Un sector importante de la población de Magdalena Peñasco, Oaxaca, vive de la manufactura de sombreros de palma / Orlando Cruzcamarillo

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