Breaking Bad : yo soy el peligro

Sep 21 • Miradas, Pantallas • 9750 Views • No hay comentarios en Breaking Bad : yo soy el peligro

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

 

A estas alturas es difícil imaginar a una persona atenta a las formas recientes del relato visual que no esté enterada, así sea en líneas generales, de la trama tensa y eléctrica de Breaking Bad (2008-2013), que acaba de ingresar en el libro Guinness de los Récords como la teleserie mejor evaluada de la historia. Más allá de esta y otras distinciones que constatan su tremendo impacto en el gusto de la crítica y el público, Breaking Bad tiene ya un sitio privilegiado en la nueva época dorada que las series de televisión viven desde fines de los años noventa —una época cuyo antecedente más claro es Twin Peaks (1990-1991), de Mark Frost y David Lynch— gracias a la destreza con que ha sembrado y cultivado la semilla del mal en el seno de la domesticidad contemporánea. Concebida para homenajear y reformular el western por su creador Vince Gilligan, quien empezó probando sus múltiples armas narrativas en The X Files (1993-2002) —otra responsable de que la caja idiota se haya convertido en caja inteligente—, Breaking Bad sigue la huella indeleble de Los Soprano (1999-2007) y muestra que la cotidianidad no tiene por qué reñir con una profundidad en la que se captan sedimentos míticos: algo está podrido en Estados Unidos y su hedor alcanza la mesa donde come y departe la gran familia disfuncional. Tony Soprano (James Gandolfini) y Walter White (Bryan Cranston), centros neurálgicos de Los Soprano y Breaking Bad, son seres complementarios, caras de una sola moneda perversa: hombres consagrados a la criminalidad con la anuencia macbethiana de sus mujeres —Carmela Soprano (Edie Falco) y Skyler White (Anna Gunn) —, patriarcas que supeditan todo —aun la vida de otros— a la consecución de ese “bien familiar tan norteamericano” que define Joyce Carol Oates. Ambos confirman que el mal no es como lo pintan: pueden salir de su casa en boxers y bata para recoger el diario por la mañana; pueden pasear por su patio en ropa interior con una pistola encajada en la trusa. El diablo también es hogareño. Y, por ende, el diablo también cae enfermo.

 

La enfermedad es justo el interruptor que echa a andar los poderosos motores de Breaking Bad. Al diagnosticársele cáncer pulmonar, Walter White, un profesor de química afincado en Albuquerque (Nuevo México), enfrenta un dilema económico que lo lleva a transformarse en fabricante de metanfetamina con la ayuda de Jesse Pinkman (Aaron Paul), un ex alumno. La metamorfosis de Walter en un temible narcotraficante que se hace conocer como Heisenberg, seudónimo utilizado en dudoso honor al físico alemán que ideó el principio de incertidumbre, es la reinterpretación más feroz e inquietante de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde: la pócima que Robert Louis Stevenson diseñó para la mutación de su personaje ha sido remplazada por la droga que White produce pero sobre todo por el dinero que genera la venta de la droga, dinero que provoca una imbatible adicción monetaria. La metáfora que Breaking Bad plantea hábilmente es demoledora: la metástasis en una sociedad desahuciada por trastornos financieros viene de las células menos conspicuas. “¿Con quién estás hablando ahora mismo? ¿A quién crees que ves? —dice Walter a Skyler, su esposa, durante una confrontación con tintes legendarios—. Es obvio que no sabes con quién tratas, así que déjame darte una pista. Yo no estoy en peligro: yo soy el peligro. ¿Piensas que yo soy el tipo que abre la puerta para recibir un disparo? No. Yo soy el que llama a la puerta.” Fulminante como la bala que no se espera al atender los golpes en la entrada de esa casa enrarecida que es el nuevo milenio, Breaking Bad se incrusta en la sensibilidad del espectador que prefiere las detonaciones perdurables.

 

*Fotografía:  Bryan Cranston interpreta a Walter White, un profesor de química que se transforma en fabricante de metanfetamina/ESPECIAL.

 

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