Brenda Navarro: ritos de agonía

May 27 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 1315 Views • No hay comentarios en Brenda Navarro: ritos de agonía

 

Christopher Domínguez Michael examina la prosa de Brenda Navarro, a quien define como una figura importante

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Entre los narradores que surgen dotados naturalmente de una voz narrativa propia destaca, en los tiempos recientes, Brenda Navarro, autora de Casas vacías (2019) y Ceniza en la boca (2022), novelas publicadas por Sexto Piso. No me extraña que ambas hayan tenido una recepción internacional entusiasta porque Navarro parece escribir en el filo de nuestro tiempo. Pero ella está, parece estarlo, antes (o después) que nosotros.

 

Tanto Casas vacías como Ceniza en la boca son retratos de mujer. La primera cuenta el sufrimiento alterno de dos mujeres, de clases sociales distintas, que comparten un hijo autista de tres años —Daniel, primero, Leonel después— que la segunda le roba a la primera, en un parque, aunque esta también acaba por perderlo. Con una prosa íntima y franca, descarnada cuando es necesario, pero sin sufrir de miedo a cierto sentimentalismo, Navarro conecta con eficacia el horror de la maternidad perdida y conculcada con el vasto drama de un México con diez feminicidios diarios y con más de 100 mil desaparecidos cuya muerte no puede nombrarse, porque como apunta la autora, ello sería despojar a quienes los buscan con desesperación de su carácter de muertos vivientes. Disculparía, además, al Estado de una prolongada y bárbara negligencia criminal confundida, con frecuencia, con la complicidad. Ese salto de lo privado a lo público es virtuoso, en Casas vacías, porque la madre de Daniel —quien se culpa de haberlo perdido por un descuido cuyo origen profundo la baldará— intenta, sólo para avergonzarse más, asistir a las reuniones, en sus colectivos, de las madres de desaparecidos. Ella deberá vivir sin “esa palabra que defina a una mujer sin un hijo que ya parió, porque no soy amátrida…”

 

Casas vacías, empero, no forma parte (o no lo forma del todo) de la novelística en boga vista desde la maternidad puesta en entredicho como consecuencia de un “bíopoder” que controla a la mujer y “romantiza” esa dominación, pues bien hizo el feminismo, al fin, en atender el llamado de Julia Kristeva (que anticuado suena citarla) de afrontar la maternidad en todas sus consecuencias políticas y teóricas. La historia narrada por Navarro es muy vieja, pertenece a la saga del niño perdido, aunque ocurre en la escena de una desintegración familiar que tampoco es nueva, pero que ha transitado, cada vez con mayor vigor, de la oscuridad de un hogar en mala hora bendecido por las convenciones, al escrutinio público. Pero en Casas vacías ninguna de las madres, la que pierde a su hijo y la que lo arrebata, ha descreído de su deseo de serlo y las pérdidas sufridas son trágicas y bíblicas de tan remotas. Se suman a un sufrimiento muy antiguo y ello honra a Navarro.

 

Ambas novelas (y ello es lo mejor de Ceniza en la boca, menos lograda que la primera) comparten con el lector una sexualidad femenina abierta y demandante, contra el desasosiego de los varones, perdidos en un mundo erótico donde las viejas referencias quedaron inutilizadas y sin haber sido sustituidas, al menos intelectivamente, por otras. Como pocas escritoras en su generación, Navarro habla de deseo y de placer, sin confundirlos ideológicamente. Tampoco se niega a ver lo que de tanático hay en el erotismo, ni separa a la maternidad del sexo.

 

Una característica novedosa en el realismo de Navarro es el tránsito —ida y vuelta— entre México y España ocurrido en sus novelas; vida internacional propia del siglo en curso (y de la biografía de la autora, al parecer) que ya no es ni el viaje iniciático de aprendices de escritores o artistas en búsqueda de la realización consagratoria de una vocación en París, Barcelona o Nueva York, ni un destino académico, sino una inmigración que tampoco es forzosa ni estrictamente económica. Las mujeres mexicanas de Navarro en Madrid o Barcelona eligen integrarse a nuevas sociedades, compartiendo con otras inmigrantes latinoamericanas, mayoritarias, la lucha contra la discriminación, la querella por expandir el mundo. En ese sentido, tanto Casas vacías como Ceniza en la boca conquistan una nueva geografía para nuestra literatura o, mejor dicho, integran a mexicanos distintos —y en direcciones diversas— a los grandes flujos migratorios del planeta.

 

Si Casas vacías puede leerse como un drama musical donde las voces y los instrumentos están armoniosamente distribuidos en el concierto para lograr un contrapunto muy sonoro entre ambas mujeres, Ceniza en la boca es otro estudio de mujer, esta vez centrado, en el suicidio de Diego, un adolescente y el horror que causa en su hermana, verdadera protagonista de una novela musicalmente mas caótica, desafinada acaso. Navarro no alcanzó a profundizar en esa existencia española de sus personajes, concentrándose apenas en lo idiomático, en las variables léxicas. No sé si es adrede que Diego aparezca tan desdibujado, como si Navarro hubiera querido darle deliberadamente un segundo plano, para llegar directamente al nudo dramático de la novela, la progresiva ingestión de sus cenizas por su hermana.

 

En el centro de las preocupaciones de Navarro está la familia y, sobre todo, la mujer en las secuencias de pareja y maternidad. Si bien hay un trasfondo social —la ya mencionada inmigración en España, la vida civil de los militares en la Ciudad de México, la presencia cotidiana del narco— el realismo de Navarro, a diferencia del practicado por otras escritoras más intimistas o interesadas en la atmósfera moral, es el que ha hecho su preocupación central de lo que actualmente se entiende por “agenda”. No me preocupa mayor cosa esa elección. Está en la naturaleza del realismo una obvia visión crítica de la sociedad y está en ese temperamento narrativo el enfrentar los riesgos que ello conlleva: la tentación periodística, el riesgo del victimismo, la confusión entre el estupor y la denuncia, la zona gris entre la militancia y la escritura.

 

Navarro, me parece, evitará esas trampas gracias a una prosa comprometida con el arte de narrar, escrita casi sin parpadear de una novela a otra, precisa —aunque suene impreciso decirlo así— en su registro de la ambigüedad de sus agonistas. Eso son las mujeres de Navarro: agonistas y no heroínas. Más allá de las tramas, me gusta en Casas vacías tanto como en Ceniza en la boca, el poder del ritual. En la primera novela impera el entierro, real o metafórico, del hijo ausente o de las pertenencias de aquel que fue doblemente sustraído; en la segunda, una cena de las cenizas, la ingestión literal del dolor. Desde luego que Navarro —como tantas escritoras latinoamericanas— está más cerca de Sófocles y su Antígona que de Giordano Bruno, autor de La cena de las cenizas (1584), el primero de sus diálogos italianos dedicado al deseado final de las supersticiones eclesiásticas que le costaron la vida. Empero, me atrevería a decir que Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982), espíritu religioso, cree vivir entre tinieblas y cree, en consecuencia, en el trabajo del duelo como una sanación que sólo se obtiene mediante el ritual. Le concede, así, sacralidad a la novela.

 

 

FOTO: Brenda Navarro ganó el Libro de Año de las Librerías de Madrid por Ceniza en la boca (2022). Crédito de imagen: Archivo El Universal

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