Café de noche
POR GABRIEL BERNAL GRANADOS
…y sin embargo sólo pintando me he dado cuenta de cuánta claridad había aún en esta
oscuridad.
V. Gogh, abril de 1882
En 1957 Francis Bacon pinta una serie de estudios para un retrato de Vincent van
Gogh. En el más logrado (Estudio para un retrato de van Gogh II), una sombra recorre
un sendero de colores violentos, típicamente baconianos y, por qué no, típicamente
vangoghianos: verde, amarillo, rojo, blanco, negro, marrón, revueltos o embarrados en
la tela para dar la sensación de movimiento. La sombra de van Gogh lleva sombrero
de paja y, detrás de la espalda, sus bártulos de trabajo. Al fondo se aprecian unos
árboles sin hojas y, más al fondo, un molino. El molino se recorta contra un cielo azul
y la campaña se resuelve en franjas de rojo, verde y amarillo. Como en el sueño de
Akira Kurosawa, van Gogh camina por una de sus pinturas y se encuentra inmerso,
por decirlo así, en su delirio técnico. Que van Gogh camine en el interior de sí mismo
y, por tanto, entre los pliegues de su pintura es una conclusión a la que podemos llegar
si reparamos en el triángulo formado en el extremo inferior izquierdo de la pintura
de Bacon. ¿Dónde terminan las percepciones del sujeto y dónde comienza lo real
objetivo?, ¿dónde termina van Gogh y dónde empiezo yo? son preguntas implícitas
en la obra de Bacon, deudor en este sentido de las incursiones de van Gogh en la
naturaleza del color y de la forma.
Para van Gogh, el color y la forma eran la naturaleza. Ni siquiera sus manifestaciones,
sino la irradiación de la naturaleza en sí.
En su cuadro Café nocturno su sombrero de paja, que en otras pinturas se disfraza del
sol que ilumina un campo de trigo, aquí se metamorfosea en el anverso incandescente
del toldo que resguarda la terraza del café. La fachada y el interior parecen arder en
una alucinación de anaranjado y amarillo. A diferencia de otros cuadros de van Gogh
sobre el paisaje de la región francesa del Midi, en éste los personajes se distinguen del
fondo contra el que se recortan sus figuras, al grado de la caracterización. Podemos
escuchar las conversaciones de las personas que toman una copa en la terraza del
café o el silencio de quienes se encuentran solos; así como el andar acompasado
de una familia que se aleja y se pierde a la distancia, en la oscuridad de la calle.
Pinceladas graciosas de azul y de naranja simulan una profusión de adoquines: son un
eco de la noche y de la iluminación incandescente del café. La luz lo contamina todo e
intensifica las sensaciones del artista, que teme perderse en cualquiera de estas dos
instancias (azul o anaranjado). “En mi cuadro Café nocturno he tratado de expresar que
el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes”, le
había escrito van Gogh a su hermano Theo, desde Arles, su lugar de residencia, el 8
de septiembre de 1888. Tenía razón: quienquiera que haya pasado la noche en una
cantina, bebiendo con amigos, puede dar cuenta de esta pérdida gradual del dominio
de sí mismo. A una hora temprana, cuando la noche no ha terminado de apoderarse
de las almas, todavía es posible despedirse y evitar, con esta restricción, la pérdida
definitiva del rumbo.
Si la luz del sol, en la mañana o al mediodía, es un campo de trigo o un girasol (el
trabajo, el bienestar, la lucidez y la armonía), la incandescencia de las lámparas
nocturnas es un equivalente de la pesadilla y la disolución. La doble cara del demonio
solar, generoso en el día y punitivo durante la noche. Siempre que pinta un paisaje,
ya sea urbano o rural, van Gogh está ofreciendo una impronta de sí mismo. Su pintura
introspectiva se vuelca hacia el mundo exterior con la fuerza de un instrumento de
labranza. Van Gogh, como quería Bacon, es en efecto una sombra tocada de un
sombrero de paja, que lleva a cuestas un caballete en ese paseo infatigable por el
interior de sí mismo.
Su Café nocturno es un ensayo sobre la iluminación de Arles y su contraste con el cielo
nocturno; pero sobre todo es un ensayo sobre la liberación de la libido. Van Gogh
asociaba la perdición y la locura con la liberación de los instintos sexuales, que procuró
reprimir a lo largo del periodo de su vida que dedicó a la pintura. Su creatividad era
inversamente proporcional a su capacidad de reprimir sus instintos. La iluminación
que se desprende de las lámparas del café se desprende en realidad de las pasiones,
que perturban el interior de van Gogh. Aquí, transitamos la línea delgada que separa
una percepción finísima de la realidad de la locura y el delirio. La tarima del café está
perfectamente bien delimitada del piso, que ve incrementarse el empedrado conforme
la mirada avanza hacia el punto de fuga del cuadro. ¿Van Gogh quería aumentar la
sensación de piso, en oposición al vértigo que le inspiraba la sola presencia del café?
El blanco es un atenuante, y el negro un sinónimo de contundencia en medio de la
noche. Las tentaciones reverberan en la planta baja de los edificios de este cuadro, y
los azules y los verdes que deslavan las paredes convierten la pintura en un ejercicio
sinfónico que altera, por partida doble, las percepciones del tacto y el oído.
Porque los cuadros de van Gogh pueden oírse. Una ligera brisa agita la copa de un
abeto y se filtra entre los resquicios de las ventanas de madera, que abren el interior de
las casas a la quietud sibilante de la noche.
*Fotografía: “Café nocturno”, 1888.