Carlos Jiménez Mabarak: el oficio como mérito
POR IVÁN MARTÍNEZ
Este año se cumplen 100 del nacimiento de Carlos Jiménez Mabarak. Nació un 31 de enero en la Ciudad de México y murió el 21 de junio de 1994 en Cuautla, Morelos. La mayoría de las listas de compositores lo nombran como uno de los mexicanos más destacados del siglo XX; incluso del nacionalismo mexicano, aunque no formara parte de ese grupo ni la mayoría de su música se inscriba en ese inciso.
El Instituto Nacional de Bellas Artes esperó a que llegara el verano para brindarle un homenaje y lo hizo con dos conciertos de la Orquesta y Coro del Teatro de Bellas Artes, con la batuta de Christian Gohmer al frente, en el que se interpretaron, sin escena, una de sus óperas y selecciones de la otra.
La de Jiménez Mabarak es, por decirlo de una forma, una trayectoria tímida. Se dice que no goza del reconocimiento que merece y que no lo tuvo en vida por dos razones: no pertenecer al grupo oficialista y no promoverse a sí mismo. Ambas son cuestionables.
Su obra fue prolífica en dos ámbitos que no suelen tener éxito público: la escritura de canciones finas y la labor pedagógica; una le mereció grandes homenajes en vida y la otra comisiones del oficialismo. Por otro lado, si bien el haberse formado en distintos países europeos (ser hijo de diplomáticos se lo permitió a corta edad, a diferencia de quienes salieron ya adultos a perfeccionarse) le impidió concretar complicidades artísticas con los músicos mexicanos, a su regreso logró una furtiva relación con figuras de otras disciplinas que le permitieron no sólo lograr la cimentada fama de una triada de obras perdurables, sino también otros logros como el Premio Nacional de Ciencias y Artes 1993, antes el haber ganado el concurso de la Fanfarria Olímpica para los Juegos de 1968, y, en el transcurso, no pocos galardones por su música para el cine y el ballet.
Si los centenarios sirven para elaborar con justicia, hay que decir que en la escena está su mejor música; que a su pieza más reconocida, la Balada del venado y la luna, le hace falta una grabación de calidad, y que a una de sus piezas más vanguardistas, El paraíso de los ahogados, le hace falta un rescate en honor a la partitura y a la creadora escénica, Guillermina Bravo. También, que su música debería estar siendo estudiada con seriedad por los alumnos de composición de todas las escuelas: son muestra de un oficio impecable y cada una, sea para el conjunto instrumental que sea, una masterclass de dominio colorístico; se trata de uno de nuestros mejores orquestadores.
Por la misma justicia, hay que decir que dado el origen ecléctico de sus mejores planas, no logró desarrollar una voz propia.
Están, por ejemplo, los sketches que le valieron uno de los Arieles por mejor música de fondo, el de Veneno para las hadas (Carlos Enrique Taboada, 1984). Se trata de una capirotada de músicas sueltas que no le aporta nada a la trama, por el contrario le resta, e incluso está colocada en los momentos erróneos: la que hubiera aportado más terror (un preludio dodecafónico que habría que disfrutar de manera independiente), en los créditos iniciales, y la más tierna en la escena más dramática. No ofrece suspenso y cuando lo lograría, lo hace después de que se vea en pantalla el desenlace. Seguramente no es un error de él, pero se sabe que Taboada le ofreció total libertad creativa.
Como partitura, su valor quizá esté en las variaciones del minueto que acompaña los paseos de las niñas protagonistas. Con sólo un cuarteto de cuerda y un piano, ofrece un juego interminable de variaciones entre texturas, instrumentación y deconstrucciones armónicas, de resultados espontáneos deliciosos. Pero es un tema en estilo galante que no tiene nada que ver con las influencias de Strauss o Prokofiev que se escucha en, por ejemplo, su primera ópera Misa de seis, mucho menos modernista de lo que a él le gustaba presumir, o el romanticismo mexicano, más cercano al nacionalismo de Revueltas que al lirismo de Ponce, que distingue a la segunda, La Güera.
La música de ambas óperas, escuchadas el pasado jueves 30 de junio en el Palacio de Bellas Artes, se distingue también por ser escrita para la ocasión. No se trata, sobre todo la de La Güera (1982), que se dice escribió en respuesta al poco éxito del lenguaje “vanguardista” de Misa de Seis (1962), de una música personal, sino de breves páginas escritas según la circunstancia de cada escena.
Sin ser libretos confeccionados con el mejor acabado, Jiménez Mabarack no tiene más que ofrecer un pensamiento musical de corto alcance, del que ciertamente surgen algunos pasajes de gran belleza, que para este homenaje tendrían que haber sido mejor seleccionados y, sobre todo, mejor ejecutados.
Sin hablar de la falta de una puesta, de una batuta conocida por la poca pericia para hacer algo más que la lectura en tiempo de notas, de las condiciones improvisadas para homenajearlo o de las propias a las que hay que sucumbir en esta ciudad, tampoco es que haya mucho lugar para revalorar a un compositor que carece de mayores atractivos que el oficio.
*FOTO: Como parte de este homenaje en el Palacio de Bellas Artes, el jueves 30 de junio se interpretaron las óperas en versión concierto La Güera y Misa de Seis/ Cortesía INBA.
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