Cenizas quedan: reseña sobre la “La tierra de la gran promesa” de Juan Villoro

Oct 23 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 3895 Views • No hay comentarios en Cenizas quedan: reseña sobre la “La tierra de la gran promesa” de Juan Villoro

 

La tierra de la gran promesa narra la historia de un matrimonio de cineastas que huyen de la violencia en México hacia Barcelona,
pero la visita del periodista Adalberto Anaya romperá con su anhelada

 

POR VICENTE ALFONSO
Una pareja de cineastas formada por Diego y Mónica —documentalista y sonidista respectivamente— se muda a Barcelona huyendo de la violencia que castiga a México. Llevan con ellos a su hijo Lucas, apenas un bebé. Diego ha ganado reconocimiento por trabajos que abordan temas espinosos: desde las autodefensas en Michoacán hasta una entrevista exclusiva con Salustiano Roca alias El Vainillo, famoso narcotraficante. Cuando la familia va adaptándose a su nueva vida, les alcanza un personaje del pasado: Adalberto Anaya, periodista mexicano que ha seguido muy de cerca la carrera de Diego y que le acusa de haberle tendido una trampa al Vainillo, pues gracias a un detalle registrado por las cámaras el capo es arrestado. Diego cae así en una espiral de hechos que lo llevarán no sólo a conocer algunos de los escenarios más sórdidos del México actual, también a reavivar las brasas de sus recuerdos más dolorosos, entre ellos la trágica muerte de un amigo ocurrida años atrás.

 

Con casi 40 libros publicados entre novelas, crónicas, obras de teatro, cuentarios y ensayos, Villoro ha construido una sólida obra que revela un apasionante sistema de ideas y una visión del mundo. En ese sentido, su más reciente novela, La tierra de la gran promesa (publicada por Literatura Random House) puede ser vista como una piedra de Rosetta que congrega el vasto catálogo de intereses del autor, pues con 446 páginas se trata de una espléndida ficción que dialoga con sus libros anteriores al tiempo que pone nuevos temas sobre la mesa.
Con una estructura que alterna el pasado y el presente, la novela parte de un misterio: la tarde del 24 de marzo de 1982, un incendio arrasó con la  Cineteca Nacional. En una de las salas se proyectaba el filme La tierra de la gran promesa, del director polaco Andrzej Wajda. Aunque los bomberos combatieron el fuego por diez horas, murieron al menos tres personas y se perdieron miles de filmes y documentos valiosos. Conforme pasan las páginas veremos que esa tragedia colectiva detonó a su vez desastres individuales que tampoco hallarán fácil solución.

 

Ganar la guerra, ganar el cuento

 

Mencioné al inicio que en este nuevo título el autor tiende puentes a su obra previa: hay temas, motivos, frases y símbolos que reaparecen en estas páginas, entre ellos la Ciudad de México, el rock & roll, la poesía de Ramón López Velarde y el impacto de los poderes fácticos en el precario equilibrio de fuerzas del país. Abordaré aquí sólo tres de estos elementos. El primero es una figura esencial en la literatura de Villoro, e incluso me atrevería a decir que es el centro de su poética: con frecuencia sus protagonistas no sólo están allí para actuar, también deben ofrecer su versión de lo ocurrido. (Si algo queda claro tras la lectura de El testigo, novela con que obtuvo el Premio Herralde en 2004, es que los observadores son tan importantes que incluso Dios necesita de ellos: ¿de qué sirve un milagro si nadie está allí para contarlo?)

 

Los lectores asiduos de Villoro sabemos que su obra está llena de testigos. Este rasgo estaba ya presente en “El mariscal de campo”, su primer cuento publicado, pues el protagonista se imagina que sus acciones son narradas por el legendario cronista deportivo Ángel Fernández. Así pues, no es de extrañar que en La tierra de la gran promesa los observadores también desempeñen un rol central: por un lado Villoro nos cuenta que en su primera juventud Diego se asumía como un “cineasta del fuego”, pero hacer documentales “más bien le acerca a las cenizas”, pues con frecuencia los documentalistas llegan al sitio de los hechos cuando ya todo ha pasado. Por otro lado Adalberto, el reportero, también vive para remover las cenizas y consignar su perspectiva de la realidad.

 

Intercalados con los capítulos hay breves pasajes en donde la textura del relato se torna casi ensayística y que abordan temas diversos pero relacionados con este aspecto de la novela, por ejemplo la importancia de los detalles para reforzar la verosimilitud de una historia, o la forma en que los documentalistas se relacionan con sus objetos de investigación. Así, con 446 páginas que fluyen con la agilidad de una novela policial, La tierra de la gran promesa aborda temas tan actuales como la ética periodística y las dinámicas surgidas con el auge de las redes sociales: la divulgación de posverdades, el desmedido poder de los influencers y la viralización de fake news. “Hay que ganar la guerra, pero también hay que ganar el cuento”, sentencia un personaje, quien con otra frase deja clara la creciente importancia de construir relatos orientados a convencer a la opinión pública: “Al final lo importante no es lo que pasó, sino lo que se dice que pasó”.

 

Por estos elementos la nueva novela de Juan Villoro puede ser leída como una reflexión sobre la importancia del testimonio en las sociedades contemporáneas, donde gran parte de la información que recibimos proviene de terceros: redes sociales, periódicos, noticieros e incluso plataformas que, bajo la etiqueta de entretenimiento, ofrecen documentales sobre los temas que acaparan la discusión pública.

 

Rivalidad provechosa

 

El segundo elemento que me interesa destacar en la obra de Villoro es la rivalidad provechosa. No pocas de sus ficciones enfrentan a personajes que compiten entre sí hasta formar una dualidad indisoluble.  El tema aparecía ya en “Huellas de Caracol”, el cuento que abre su primer libro (La noche navegable, Joaquín Mortiz, 1980) protagonizado por dos amigos que rivalizan por una muchacha. Así sucede también en otros trabajos como “Corrección”, el cuento que cierra La casa pierde y que narra la dinámica entre dos escritores antagónicos, o en “La jaula del mundo”, relato compilado en El Apocalipsis (todo incluido).

 

“Ciertas rivalidades son extraordinariamente productivas”, asegura el escritor en el programa de mano de La desobediencia de Marte, pieza teatral que da cuenta de la rivalidad entre Johannes Kepler y Tycho Brahe, quienes, en palabras de Villoro “se necesitaban y temían. Movidos por la admiración y la desconfianza, se reunieron en 1600 en un castillo de Bohemia para descifrar las órbitas de los planetas”. Volviendo a la novela que nos ocupa, puede decirse que el cineasta y el periodista sostienen una dinámica parecida. Diego y Adalberto alcanzan un doloroso equilibrio: se repudian tanto como se necesitan. Si bien a los ojos de la opinión pública son acérrimos rivales, conforme la novela avanza los lectores vamos descubriendo que su relación es más compleja de lo que en un principio pudiéramos pensar.

 

Adalberto Anaya es un periodista especializado en narcotráfico. Su habilidad para conseguir primicias periodísticas relacionadas con el crimen organizado le han convertido en una referencia inevitable en la llamada guerra contra el narco. Por este tema, La tierra de la gran promesa entronca con El Testigo y con Arrecife (2012), pues las tres novelas se desarrollan en el México violento en el que la ley es letra muerta. La ficción toca varios de los temas que marcan la agenda de México en estos días, comenzando por el lavado de dinero, omnipresente problema del que se habla poco: “en cualquier cartera hay al menos un billete que pasó una noche con el crimen organizado”, dice uno de los personajes en la página 297.

 

Vida pública, vida privada, vida secreta

 

El tercer elemento tiene que ver con una idea que Gabriel García Márquez repetía con frecuencia y que Villoro rescata en su más reciente libro de ensayos, La utilidad del deseo. Se trata de una frase que he consignado antes en estas mismas páginas y que parece provenir de la abrumadora fama que el autor adquirió tras publicar Cien años de soledad. Decía el Nobel colombiano que todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta. Es fácil visualizarlas como tres círculos concéntricos, con la vida pública en la parte exterior (lo que cualquiera puede ver), la privada en la intermedia (lo reservado a la familia y los amigos) y la secreta en el centro (lo que sólo cada quien sabe de sí). Pero basta observar alrededor para darnos cuenta de que toda relación humana implica una compleja red de intercambios entre esos tres niveles. Dosificamos la información según nuestros miedos y nuestros deseos. Dicho de otra manera, elegimos a nuestros testigos. Así, podría decirse que la identidad de cada uno de nosotros es la suma de aquello que decidimos contar en cada espacio. Por ejemplo, hay cosas que jamás hablaríamos con nuestros padres pero abordamos sin problemas en una comida de trabajo. Hay otras que comentaríamos con los amigos pero nunca con la pareja, o viceversa. Y, agazapadas en alguna parte, aguardan certezas que ni siquiera sospechamos acerca de nosotros mismos.

 

El traslape de los distintos ámbitos de vida resulta más evidente en las redes sociales, pues plataformas como instagram generan en los usuarios la ilusión de compartir la intimidad de personalidades del deporte y los espectáculos. Se trata de un fenómeno de consecuencias hasta hace poco impensables: hoy las redes pueden definir el resultado de una elección lo mismo que funcionar como tribunal alternativo que absuelve o condena.

 

Una de las mayores virtudes de La tierra de la gran promesa es que retrata todo esto con acierto siguiendo el precepto narrativo que en lengua inglesa se enuncia como show, don’t tell. Con la maestría obtenida en cuatro décadas dedicado al oficio de narrar, Juan Villoro nos ubica en medio del entramado de versiones públicas y privadas que sostienen la personalidad de Diego. A pesar de que el cineasta se propone mantener oculto el oscuro pasaje donde muere Rigo, termina inculpándose involuntariamente, pues habla dormido. Mónica, su esposa, aprovecha esas delaciones nocturnas para reconstruir el episodio a la manera de un rompecabezas. No conforme con eso, Villoro presiona al límite al personaje: mediante un inteligente y creativo recurso literario nos permite asistir a sus sueños. Con ello abre la caja de Pandora, pues allí habitan crudas certezas sobre sí mismo que ni siquiera Diego se atreve a reconocer.

 

Así, estamos frente a una novela pródiga en vueltas de tuerca: cuando los lectores creemos que una anécdota está agotada surgen testimonios que la resignifican y que aportan nuevos elementos a la trama. La consecuencia es que en una época de juicios inmediatos, linchamientos en Twitter y cancelaciones, La tierra de la gran promesa nos recuerda que cualquier hecho tiene múltiples lecturas y puede arrastrar consecuencias inesperadas. No estamos pues frente a un acertijo para intelectuales lleno de referencias eruditas, sino frente a una novela entrañable y magnífica que cumple de sobra con aquello que le exigimos a las mejor literatura: La tierra de la gran promesa nos enfrenta a una historia profundamente humana que se lee en tres días porque una vez que se comienza ya no puede uno detenerse, pero cuyas brasas vivas siguen y seguirán ardiendo dentro de nosotros por mucho tiempo, tal vez toda la vida.

 

FOTO: El escritor Juan Villoro, quien forma parte del Colegio Nacional desde 2013/ Crédito: Archivo EL UNIVERSAL

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