Un día en la vida del dependiente de una librería para adultos

Ago 22 • destacamos, Ficciones, principales • 13139 Views • No hay comentarios en Un día en la vida del dependiente de una librería para adultos

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Este relato de Charles Bukowski forma parte de una colección de obras inéditas Las campanas no doblan por nadie, editadas por el sello español Anagrama, que redescubre la violencia del autor

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CHARLES BUKOWSKI

Era la típica librería para adultos: hojas de datos sobre caballos de carreras, el Formulario de apuestas, los diarios… Además, estaba dividida en tres secciones: la sección legal con las revistas normales y los libros de bolsillo no pornográficos; la sección a la que se entraba por una puerta batiente donde estaban las publicaciones porno, y la sección que llevaba de la sección porno a la galería interior donde se podía ver una peliculilla guarra por 25 centavos. Había que pagar 50 centavos para entrar a la sección porno pero te daban una ficha plateada que luego se podía canjear.

 

 

Era el primer día de Marty en ese trabajo y tenía el turno de día. Estaba en la plataforma elevada desde la que se veía toda la sección porno. No alcanzaba a ver la galería interior.

 

 

Bueno, parecía un trabajo mejor que el de la fábrica de muebles. Era un sitio limpio y tranquilo. Se podía contemplar el bulevar y ver pasar los coches, se podía ver pasear a la gente. La parada de taxis amarillos estaba justo delante.

 

 

Eran las ocho y cuarto de la mañana. Entró un tipo de unos 35 años con camiseta amarilla y patillas largas. Pantalones grises, brazos largos, zapatos blancos y negros, la cara muy rosada y limpia, los ojos azules grandes y abiertos. Se quedó allí y miró a Marty.

 

 

–¿Tienes algo sin pelo en el chumino?
–¿Qué?
–Jovencitas, tío.
–No sé.
–¿No lees el material?
–No lo leo.
–¿Tengo que pagar 50 centavos para probar suerte?
–Así es.

 

 

El tipo desembolsó los 50 centavos, Marty le dio la ficha y entró por las puertas batientes. Ya había otros dos tipos allí. Transcurrieron 30 minutos. El tipo de la camiseta amarilla salió.

 

 

–Ahí no tienes una mierda, tío. Deberías tener algo de tías sin pelo en el chumino.
Marty no contestó.
–Pero he visto algo, en una de esas vitrinas. Una máscara de esas. ¿Por cuánto sale una máscara de esas?
–6,95 dólares, más impuestos.
–Me llevo una.

 

 

Marty cogió una de debajo del mostrador. Era una máscara de una niña llorando. Tenía la boca abierta. Era de goma y el orificio de la boca tenía forma de tubo para meter el pene. Marty restó la ficha de 50 centavos del total, metió el artículo dentro de la caja en una bolsa de papel marrón, se lo dio al tipo junto con el cambio y este se largó.

 

 

Entró otro tipo, le dio a Marty en silencio los 50 centavos, aceptó la ficha y accedió a la sala porno. Entonces entró un apostador.

 

 

–Dame el número 4 –dijo.
–El número 4, ¿de qué?
–El cuarto Formulario empezando por arriba.
Marty contó 4 desde arriba, lo sacó y aceptó el dólar.
–Voy a apostar al caballo número 4 en la cuarta carrera, además de a cualquier caballo que esté 4 a 1 en las apuestas.
Luego se marchó.

 

 

A continuación, salió uno de los que estaban en la sala del fondo. Le devolvió la ficha pero Marty le había visto recortar una foto de una revista con una cuchilla. También había estado en la galería. Entonces salió un tipo joven, de unos 22 años, por las puertas batientes.

 

 

–La hostia.
–¿Qué pasa? –preguntó Marty.
–La hostia, algún tipo se ha corrido encima de la ranura para meter monedas de una de las máquinas que tenéis ahí. Está pringada de semen.

 

 

Marty cerró la caja registradora y entró allí. Era verdad. La ranura para meter monedas de una de las máquinas estaba pringada de semen. Marty fue al cagadero, cogió un puñado de papel higiénico y limpió la máquina. El título de la película era El mejor amigo de una chica: un perro.

 

 

En torno a las once y media entró un tipo y compró una muñeca hinchable. La muñeca costaba 20 dólares.

 

 

–Oye –dijo el tipo–, ¿me la hinchas? Tengo asma.
–Yo tengo un enfisema –repuso Marty–. Vas a tener que llevarla a una gasolinera.
–De acuerdo –dijo el tipo.
–¿No quieres unas braguitas negras de encaje para ella?
–Déjame verlas. Déjame tocarlas.
Marty le alcanzó al tipo las bragas negras de encaje.
Las palpó.
–¿Cuánto valen?
–6,95 dólares.
–Vale, me las llevo.
–¿Y alguna peluca bonita? Tenemos rubias, morenas, castañas, pelirrojas y grises.
–No, creo que ya he gastado bastante. Igual más adelante. Me llevo la muñeca y las bragas.

 

 

Había que almorzar detrás del mostrador. Marty cerró la caja registradora, fue al puesto de comida mexicana, pidió el menú con enchilada y una coca grande. Se lo llevó a la tienda y comió sentado junto a la caja registradora.

 

 

Hacia la una entró una chica joven. Debía de tener unos 21 años. Marty le pidió el carné. Tenía 21 años según el carné. Quería ver los consoladores. Quería ver todos los consoladores.

 

 

–Sácalos todos –dijo.
Marty los dispuso encima del mostrador. Había de siete clases. La chica cogió uno.
–¡Esto no sirve para nada!
–¿Qué le pasa?
–Mira –dijo la chica pasando el dedo por la parte superior del consolador–, aquí hay como una estría que sobresale. Esto no sirve para nada.
–Esos de plástico son los más baratos. ¿Por qué no pruebas con otro?
La chica le devolvió el consolador.
–¿No tenéis ninguno negro?
–No.
–Deberíais tener alguna polla negra.
–Supongo.

 

 

Al final la chica escogió tres consoladores. Por lo visto prefería el que tenía unas venas gruesas en relieve. Marty metió los consoladores en una bolsa marrón y le chica se marchó. Entonces a Marty le entraron ganas de mear. Cerró la caja registradora y cruzó la sala porno hasta la galería. Había que atravesar la galería para llegar al cagadero. Había un tipo mirando una de las máquinas y masturbándose. Marty fue al baño, meó y, cuando salió, el tío seguía masturbándose.

 

 

Al volver a la caja registradora había un tipo esperando.
–Quiero las manos –dijo el tipo. La mano era de goma y tenía unos cablecitos en el interior. Los cables permitían ceñir la mano en torno al pene y luego se enchufaba la mano a la corriente y los dedos se movían.
–¿Las manos? –preguntó Marty.
–Sí. Quiero veinte manos.
–¿Veinte manos?
–Sí, veinte manos.

 

 

Marty contó veinte manos y el tipo las pagó. Se fue con las manos en una bolsa grande de papel.
Sonó el teléfono. Era su jefe, Herman. Herman había cumplido una condena de 19 años por atraco a mano armada. Ahora era propietario de 22 librerías para adultos.

 

 

–¿Qué tal va? ¿Algún problema?
–Bien. Ningún problema.
–¿Qué caja has hecho?
–Unos 90 dólares.
–Seguro que llegas a los 150 antes de que acabe tu turno.
–Supongo.
–Oye. Tengo un problema. Me he quedado sin el dependiente de la tienda de Hollywood. Lo han pillado los putos polis.
–¿Qué ha pasado?
–Bueno, estaba viéndose con la mujer del conserje.

 

 

Estaba con ella hace unas noches, se levantó y la estranguló. Luego despedazó el cadáver y lo enterró en Griffith Park. Después, mientras dormía, aparecieron dos tipos y le quitaron el coche por impago. Cuando abrieron el maletero se encontraron dos manos. Se había olvidado de las manos. Los polis vinieron y lo trincaron. Era un buen dependiente. Llevaba dos años conmigo. Era un tipo legal. Con él no tenía de qué preocuparme. Es difícil encontrar a un tipo que no te robe.

 

 

–Sí, supongo.
–Siempre están robándote. Les das un trabajo y te roban.
–Sí.
–No conocerás a algún tipo legal, ¿verdad? Me hace falta alguien para el turno de noche.
–No, no conozco a nadie legal, lo siento.
–Bueno, vale, ya encontraré a alguien.
–De acuerdo.
Herman colgó.
La tarde continuó. Hacia las cuatro y media salió un tipo de la galería.
–Esos hijos de puta viven ahí –le comentó a Marty–.
Está oscuro y apesta, se la chupan unos a otros.
Marty no contestó.
–¡Como si no fuera suficiente –dijo el tipo–, ahora alguien se ha cagado ahí detrás!
–¿Qué?
–Sí, un obseso de la mierda. Tienes un cliente que es un obseso de la mierda. Ocurrió lo mismo el martes pasado. ¡Hay una mierda enorme y apestosa ahí atrás, justo en mitad de la sala!
Marty fue hasta allí con el tipo y encendió la luz. Había un tipo en una de las máquinas, masturbándose.
–¡Eh –dijo el tipo–, apaga la puñetera luz!
Había una mierda justo en mitad de la sala. Era enorme y apestaba, apestaba a base de bien.
–¿Te has cagado tú en el suelo? –le preguntó Marty al tipo de la máquina. El tipo había vuelto a centrarse en el visor y seguía masturbándose.
–Oye, te he preguntado si te has cagado en el suelo.
–Me estás jodiendo la peli. Vas a tener que devolverme los 25 centavos.
–Vale, te voy a devolver los 25 centavos. ¿Te has cagado tú en el suelo?
El tipo de la máquina señaló al otro tipo.
–No, ha sido él.
El otro tipo miró a Marty.
–Oye, ¿tú crees que me cagaría en el suelo y luego iría a avisarte?
–Lo hace constantemente –insistió el de la máquina–.
Solía hacerlo con el tipo que trabajaba aquí antes.
–Eres un puto mentiroso –dijo el otro tipo.
–¿A quién llamas mentiroso? Voy a partirte la cara. ¡Odio a los putos obsesos de la mierda!
El de la máquina se metió el pene en los pantalones, se subió la bragueta y fue hacia el otro tipo.
–Venga –dijo Marty–, aquí no queremos peleas.

 

 

Marty buscó un periódico viejo, recogió la mierda con el periódico viejo y la llevó al retrete. Tuvo cuidado de no echar el periódico al retrete. El mayor problema, sin embargo, fue que mientras estaba allí atrás alguien podía estar robando algo delante. Tenía que salir una y otra vez de la galería para vigilar a los clientes y luego volver a limpiar la mierda.

 

 

Cuando Marty terminó, el de la máquina pidió otra moneda de 25 centavos. Marty se la dio. El tipo la echó a la máquina, se bajó la bragueta, se agarró el pene y se puso a ver la peli. El otro tipo se había ido. Marty volvió al mostrador y se sentó junto a la caja registradora.

 

 

Al llegar el del turno de noche, un tal Harry Wells, Harry le preguntó qué le parecía el trabajo.
–No está mal –dijo Marty.
–Tiene sus inconvenientes –señaló Harry–, pero en general, está bien.
–Es mejor que la fábrica de muebles –dijo Marty. Cogió el abrigo y salió al bulevar. Harry tenía razón, en general estaba bien. Tenía hambre y decidió celebrar que tenía un nuevo empleo comiéndose un filete en el Sizzler. Siguió caminando.

 

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