Chateaubriand y Napoleón

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Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICAHEL 
Se cumplieron 200 años, el pasado 5 de mayo, de la muerte de Napoleón Bonaparte en Santa Elena. De sus contemporáneos escritores ninguno está tan asociado a su memoria como el vizconde de Chateaubriand (1768-1848), su enemigo, quien con las Memorias de ultratumba (1848-1850) labró un monumento para sí mismo y otro para el emperador. Al sobrevivirlo casi cuatro lustros, siendo un año mayor que el corso, Chateaubriand entendió que con Napoleón había triunfado el individuo moderno sin otro blasón que su mérito y con él, la gloria, al desvanecerse, había sido relevada por la nada. Sin el emperador, lamentó Chateaubriand, el mundo se había quedado vacío, o al menos tan solitario, como la isla en el Atlántico, al sur de Angola, donde queriendo ser a la vez piadosos y estrictos, sus captores ingleses le dieron a semejante Prometeo, su roca en el Cáucaso. Allí dictó Napoleón su Memorial de Santa Elena (1823) al conde Emmanuel de Las Cases. A Chateaubriand, autor de El genio del cristianismo (1802), y su aliado en la hora de la firma del Concordato con Roma que reestablecía a la Iglesia Católica, el emperador siempre lo miró por encima del hombro. Pero, ciertamente, nunca dejó de hacerlo.

 

Alexandre Duval-Stalla, especialista en biografías cruzadas —ha escrito las de André Malraux y el general De Gaulle lo mismo que la de Claude Monet y Georges Clemenceau— publicó hace pocos años un libro muchas veces escrito en la mente de los aficionados a la Revolución, al Imperio y a la Restauración: François-René de Chateaubriand-Napoléon Bonaparte: une histoire, deux gloires (Gallimard, 2015) donde alterna el periplo de uno y otro, siguiendo el canónico método plutarquiano de las vidas paralelas. De ello resulta un libro predecible (sobre todo para quien conoce las Memorias de ultratumba) pero no desagradable de leer, donde Duval-Stalla, inevitablemente, fuerza el parecido entre ambos, desproporcionados rivales, venidos los dos de la baja nobleza, de Córcega el futuro emperador (apenas un año antes de su nacimiento cedida a Francia por la República de Génova) y el escritor, nacido en Saint-Malo, de la hostil Bretaña. Allí está enterrado, frente al mar, en el islote del Grand Bé, en la más célebre de las tumbas sin nombre.

 

Ambos herederos de Rousseau y acaso los más representativos de los románticos (el escritor y el político), Chateaubriand y Napoleón se apasionaron con la Revolución francesa. El corso se hizo cónsul y emperador para garantizar el legado de 1789, como se lo reconoció el bretón, quien famosamente abandonó toda ilusión revolucionaria cuando vio al pueblo marchar con las cabezas de los guillotinados portadas en picas; indiferente a la sangre, quien la vertió por toda Europa, Napoleón consumó en las campañas de Italia el nacimiento de una nueva centuria, mientras Chateaubriand hacía un viaje en 1791 a América del Norte del cual dejó mucha literatura y no pocas mentiras, y emigraba después a Londres, donde vivió las pobrezas, quebrantos y amarguras de la emigración.

 

Víctimas del Terror varios de sus familiares, muerta su hermana y su madre, Chateaubriand volvió a la fe y abrazó la reconciliación de Napoleón con el catolicismo, creyendo que el Imperio era “el justo medio” entre el Antiguo Régimen y la Revolución. Pero la ejecución (hoy se diría que extrajudicial) del duque de Enghein, en 1804, lo separó para siempre de todo bonapartismo. Varias veces dijo Chateaubriand que era republicano por su naturaleza, monárquico gracias a la razón y legitimista debido al honor. Pero ninguno de los Borbones a quienes sirvió, le mereció los elogios hiperbólicos que el emperador: ni Luis XVI, a quien fue presentado muy joven en la corte, ni el fallido pretendiente conde de Chambord, su protegido en la vejez. A Luis XVIII, de quien Chateaubriand fue canciller y al cual le brindó ese triunfo en la guerra de España donde Napoleón había fracasado, lo tenía por poca cosa. La “legítima esposa” de este conservador vacilante, se decía, fue la monarquía pero sus amantes resultaron ser la Revolución y la democracia. O la libertad de prensa, que defendió con gallardía, durante la Restauración.

 

Tanto Napoleón como Chateaubriand han sido descalificados en tanto reaccionarios. Traidor al sueño republicano (uno y otro coincidían en que los franceses no aman la libertad sino la igualdad), el emperador ha sido postulado como modelo de los dictadores del siglo XX. Sin duda, levantó un Estado hipercentralizado, censor y represivo pero —sólo hablando de escritores— la benevolencia de Napoleón con la desterrada Madame de Staël o con el mismo Chateaubriand ya la hubieran querido las víctimas del Gulag y del Holocausto. Napoleón —nos recuerda Duval-Stalla— creía que su derrota en Waterloo borraría sus glorias militares pero la humanidad agradecería eternamente su Código civil. Nada similar (pese al fallido paralelo de Isaac Deutscher) dejó Stalin, para no hablar de Hitler. Napoleón está en el comienzo de la modernidad, es un hijo de las Luces (y de sus excesos) mientras que el totalitarismo puso en cuestión, contra lo que dicta la doxa sociológica al uso, a la Ilustración entera.

 

Tras los festejos del Bicentenario de 1989, Chateaubriand abandonó el polvoriento parque temático de la literatura francesa para convertirse en un teórico redescubierto de la libertad de los modernos. No se recuerda mucho que fue la Acción francesa, de Charles Maurras, desde la extrema derecha, quien acusó a Chateaubriand y a su romanticismo de ser el culpable de la catástrofe democrática, amaneciendo el siglo XX. Fue el vizconde —a los ojos de un Maurras a quien el Papa Pio XI acabó por condenar en tanto agnóstico— un impostor paganizante que desnaturalizó a la religión católica y la convirtió, decía el hereje, en un esteticismo de moda. La nostalgia del Antiguo Régimen no fue la afición de Chateaubriand; como Tocqueville, su pariente, vio el futuro en la democracia.

 

Lo más novedoso —para mí— del paralelo de Duval-Stalla tiene que ver con los amores del emperador y del escritor. Obligado por la Razón de Estado, Napoleón se divorció llorando, en 1809, de la emperatriz Josefina, porque ella ya no podía darle descendencia. Tuvo amantes, previamente, por dejadez y sobre todo, para comprobarse a sí mismo que podía engendrar. Cuando logró un hijo legítimo, el malogrado rey de Roma, se desentendió del asunto. María Luisa de Austria, la segunda emperatriz, consciente de haber contraído un matrimonio únicamente dinástico, no teniendo obligación de hacerlo, exaltó la amistad y la caballerosidad que recibió de Napoleón.

 

Si el emperador sólo amó apasionadamente a Josefina, Chateaubriand se distrajo de un matrimonio desangelado con las muchas amantes que la época autorizaba. Céleste, vizcondesa de Chateaubriand desde 1792, también dejó sus memorias y fue bonapartista, amén de piadosa, toda la vida. Tal parece que el propio escritor decía que pecaba para evitar encontrarse en el cielo con ella, prefiriendo como morada final tierras más bajas, fuesen las del purgatorio o las del infierno. Pero a Chateaubriand le fue dado encontrar el amor en Juliette Récamier (famosa imagen gracias a Louis David y a los diseñadores contemporáneos que han intervenido sus retratos). Ya viejos y viudos, Juliette ciega y René sordo, consideraron comprometerse en un matrimonio terminal pero lo descartaron como una coquetería ridícula. Del asunto habló Roberto Calasso en La ruina de Kasch (1983).

 

En Chateaubriand-Napoleón, dice Duval-Stalla: “de regreso de todo y sensible a nada”, la Revolución, “encuentra en el individualismo una cierta salvación. De vertical, la sociedad francesa deviene horizontal. Esa igualdad se convirtió en una pasión. El mérito, su máscara. Napoleón y Chateaubriand iniciaron las formas de nuestra modernidad. El político y el escritor solos frente al mundo y con el egotismo como una historia compartida. El individuo moderno como una nueva frontera. Dos pasiones desgarradas y desgarradoras que se oponen sin cesar y sin esposarse”.

 

Alexandre Duval-Stalla cree que la grandeza simbólica de Francia se origina a partes iguales en el vizconde y el emperador. No sé si Stendhal, que adoró al joven Napoleón tanto como lo despreció al verlo convertido en un autócrata, estaría de acuerdo con esa certidumbre. En cambio, ese amigo de Stendhal que fue, por cierto, William Hazlitt, le alcanzó la vida para terminar The Life of Napoleon, en 1830, considerando que el emperador era tan grande que los franceses no se lo merecían.

 

FOTO: François-René de Chateaubriand (1768-1848)/ Crédito: Especial

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