Christopher Priest: la función de la invisibilidad

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Víctima de un cáncer agresivo, el escritor británico Christopher Priest (1943-2024) falleció el pasado 2 de febrero, dejando una obra fundamental en el campo de la ciencia ficción y la ficción especulativa. Aunque se le conoce más por El prestigio (1995), la novela llevada al cine por Christopher Nolan en 2006, Priest tiene muchos otros títulos importantes como El glamour (1984), que celebra cuatro décadas de publicación y en el que se centra el siguiente ensayo

 

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
La invisibilidad es la condición idónea del creador, el grado cero que le permite renunciar a su identidad para repartirla entre criaturas que, si bien no lo saben, serán siempre espiadas por un ojo omnímodo. Casos paradigmáticos como los de los escritores estadounidenses Thomas Pynchon y J. D. Salinger demuestran que, cuando el creador opta por esfumarse del foro público, la obra deviene la única y más contundente prueba de su existencia, tal como debe ser. Todo lo contrario del glamour, que, según dictan las convenciones, concede una mayor visibilidad. Pensemos en los desfiles de modas: al frente, en la pasarela, entre los flashazos de los periodistas, deambulan las modelos, esos epítomes del glamour; atrás, en la penumbra, acecha el creador/diseñador que las ha dotado de personalidad momentánea. En El hombre sin sombra (2000) de Paul Verhoeven, un científico que se asume glamoroso, el doctor Sebastian Caine (Kevin Bacon), da con la fórmula de la invisibilidad; no contento con haber saltado a las pasarelas de la fama, con ser más visible que nunca, toma una paradójica decisión: se inyecta su propia fórmula y desaparece. Si obviamos los excesos típicos de Verhoeven, el manido tema de la ciencia como caja de Pandora, la película es una interesante reflexión sobre el acto creativo. En varias secuencias la cámara adopta el punto de vista de Caine e irrumpe en la intimidad de los personajes sin que estos lo noten; queda en el espectador el miedo, la certeza de que ese creador invisible manipulará los hilos a su antojo. Queda la sensación de que todos somos parte de una historia supervisada por alguien más. Quedan las dudas: ¿es el glamour la naturaleza sine qua non del demiurgo que nos vigila sin que nos demos cuenta? ¿Son glamorosas las presencias que habitan en los márgenes del orbe visible, las miradas que se nos clavan en la nuca cuando estamos solos con un libro? Y más aún: ¿es la invisibilidad un vicio de percepción o una virtud narrativa?

 

Es normal no advertir todo lo que te rodea. Lo que ves es lo que has decidido ver o lo que te interesa […] Hay gente a la que nunca verás, está muy abajo en la escala jerárquica. En todo grupo hay gente a la que ves en último término. Comúnmente nadie la ve. Es gente por naturaleza invisible, que no sabe cómo hacerse notar.

 

Quien habla así es Sue Kewly, uno de los seres invisibles que protagonizan El glamour (1984), la inquietante obra maestra del británico Christopher Priest (1943-2024) publicada hace cuatro décadas que subvierte los valores tradicionales: aquí, a diferencia de lo que se supone, la gente glamorosa es la tribu de los que pasan inadvertidos, las sombras que construyen su propia pasarela para desfilar por la periferia del mundo, a salvo en esa “especie de aura psíquica” que es el glamour. Dentro de esa nube que se puede “intensificar o atenuar por instinto”, capaz de enrarecer tanto la visión como la historia misma hasta volverla una hipnótica nebulosa, se mueve sin saberlo Richard Grey, camarógrafo, coleccionista de viejas postales sobrevoladas por el ojo nostálgico de Jacques-Henri Lartigue (1894-1986), el fotógrafo francés que capturó “la detenida narración de viajes consumados años atrás”. Víctima de un extraño accidente en las calles londinenses —“A mi alrededor, Londres parecía una alucinación”—, Grey despierta en un hospital de Devon para enfrentar la pérdida de su memoria, esa otra forma de lo etéreo:

 

¿Habría una relación entre la invisibilidad y la amnesia? […] En cuanto a las semanas perdidas, invisibles para él ahora, las había remplazado por recuerdos adulterados y conspiratorios. ¿No era esta exactamente la manera en que la gente ordinaria se explicaba la presencia de la gente invisible?

 

A partir de que Sue hace su aparición en el sentido literal y fantasmal, la novela empieza a discurrir en dos planos. En el primero impera la búsqueda del tiempo perdido emprendida por Grey a través del laberinto de una memoria que se irá revelando “adulterada”; el segundo, opacado por la figura ubicua y esquiva de Niall, el “delgado espectro” que inicia a Sue en los deleites de la invisibilidad, pone en entredicho las verdades descubiertas en el primer plano e instaura la incertidumbre, el imperio del doppelgänger. Todo en El glamour tiene su revés: la odisea por el sur de Francia —“un sitio chato, silencioso e irreal”— durante la que Grey cree haber conocido a Sue, y que al parecer se reduce a un viaje mental por las postales que hacen las veces de magdalenas proustianas, se desdobla en un periplo por el norte de Inglaterra que confirma que ambos países se han vuelto patrias de lo incorpóreo; Grey y Niall resultan ser caras de una misma moneda lanzada para apostar por el cuerpo de Sue; la misteriosa postal de St. Tropez en la que Grey escribe un mensaje para Sue (“Me gustaría que estuvieras aquí”) termina siendo enviada por Niall, aunque al final es nuevamente Grey quien la envía. Estamos en el reino de la ambigüedad y la imprecisión, en los dominios del déjà vu. Estamos en la nube del glamour y también dentro de una matrioshka narrativa, sólo que aquí no hay muñecas idénticas sino dispositivos cambiantes, ideados para difundir el desconcierto. ¿Cuál es el propósito de esta novela que transita por parajes salidos casi de un sueño, que afirma algo para negarlo poco después? ¿Quién es el auténtico narrador de esta historia contada por distintas voces que hace pensar en una serpiente que se muerde la cola; por qué conforme avanza la lectura crece la intuición de que hay algo detrás de lo narrado, alguien huidizo y sigiloso que observa los hechos desde el margen?

 

“Esta —dice Christopher Priest— es la función de la invisibilidad: moverse en los límites exteriores del mundo sin ser advertido, sin ser visto.” Este, hay que decirlo, es el objetivo último de El glamour: la puesta en escena de un punto de vista, un mecanismo literario: el narrador omnisciente. Un narrador que para justificar su invisibilidad se hace de varios aliados: Madame Blavatsky, teósofa y espiritista; la secta ninja del Japón medieval; Aleister Crowley; Edward Bulwer-Lytton, el autor de Los últimos días de Pompeya (1834). Un narrador que se crea un doble, Richard Grey, para tener un “ojo adicional” que le permita instalarse cómodamente en el anonimato. Un narrador que describe la invisibilidad como “la incapacidad de creer en uno mismo, una falta de identidad”, y que se describe en los siguientes términos: “Yo no soy Niall; Niall es una versión de mí; una vez más no tengo nombre. Yo soy sólo yo.” ¿Habrá que decir entonces que Niall, esa presencia que conocemos únicamente por alusión, ese escritor convencido de que “nadie leía los manuscritos que enviaba a los editores” y de que “aun cuando la obra fuera publicada, nadie se daría cuenta de la existencia de los libros impresos ni los compraría”, es el verdadero narrador? En lo absoluto: lo que El glamour intenta y consigue con creces es efectuar una puesta en abismo. Niall no es más que el disfraz, el “ojo adicional” diseñado por Priest para merodear por el orbe de sus personajes sin ser notado:

 

Yo soy tu adversario invisible y estoy en algún sitio a tu alrededor. Nunca puedes verme […] Nunca te has librado de mí. Te he mirado y te he escuchado; sé lo que has hecho y lo que has pensado. Nada tuyo es privado porque te conozco tan bien como tú mismo te conoces.

 

¿Y qué queda al final? Queda el momento en que el creador congela la narración para enfrentar y apostrofar a su criatura, una secuencia que remite a Niebla (1914) de Miguel de Unamuno. Queda la sospecha borgesiana de que somos sueños soñados por alguien soñado a su vez por alguien más, y así hasta el infinito. Queda decir que el glamour, en la acepción de Christopher Priest, debe ser aprovechado por el escritor que quiera evitar las pasarelas. Queda concluir estas líneas y desaparecer, empezar a vagar por la periferia del mundo para celebrar la obra proteica del gran autor británico.

 

 

 

FOTO: Christopher Priest, el autor de The Islanders (2011). Crédito de imagen: Especial

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