Lenin embalsamado, casi resurrecto

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A 100 años de la muerte del revolucionario ruso, su pensamiento parece revivir en las ideologías y prácticas políticas totalitarias que acechan nuestros días

 

POR ARIEL GONZÁLEZ

I. Lenin y yo

 

Tenía 12 o 13 años cuando abandoné la fe cristiana para adoptar la fe marxista. Con mis pocas luces sustituí –como predijo Bertrand Russell para este tipo de conversiones– una religión por otra. Y así me condené a conocer nuevos dioses. Lenin fue uno de ellos.

 

Sabía de él por la portada de unos gruesos volúmenes con sus obras escogidas que teníamos en casa, pero a mi corta edad nadie me lo había presentado como sólo Eduardo del Río (Rius) podía hacerlo: “con monitos”.  Corrían los años setenta y el divulgador e ideólogo mexicano acababa de publicar uno más de sus exitosos libros que moldearon esa forma elemental (caricaturesca) de pensar y argumentar que desgraciadamente ya nunca abandonaría a la mayor parte de la izquierda mexicana.

 

Estaba fascinado con el pantocrátor revolucionario. No hay iglesia sin estampas y yo tenía la mía: su mirada en el horizonte, la mano abierta –la bendición de los iniciados– señalando el camino; bajo él, marinos y obreros armados, bolcheviques en éxtasis frente a la aurora de un nuevo mundo. Más justicia y libertad no podía encarnar nadie; me resultó completamente natural que Mayakovski se preguntara, en su larguísimo (y tedioso) poema dedicado al líder ruso, “¿De dónde procede este hombre, / el más humano de los hombres?”

 

Nada tan soberbio como iniciar la adolescencia con una idea radical que te haga sentir una suerte de supremacía ideológica en función de un propósito que supones incuestionable: la revolución proletaria, la construcción de un nuevo mundo. Estaba listo para ser un militante comunista, pero no podía andar por ahí intentando convencer al prójimo sólo con mi Lenin para principantes; así que durante un tiempo me aboqué a estudiar sus libros más conocidos. No era difícil porque, contra lo que muchos suponen, su obra no es esencialmente teórica –al modo, por ejemplo, de la de Georg Lukács–, sino que está dirigida básicamente a resolver los problemas prácticos que se le planteaban, ciertamente bajo una premisa: “sin teoría no puede haber movimiento revolucionario”.

 

En su muy notable Hacia la estación Finlandia Edmund Wilson lo observó claramente: “La dimensión teórica de Lenin no es, en un sentido, seria; lo que en él alcanza una cota genial es el instinto de enfrentarse con la realidad de una situación política definida. Lenin concibe y adopta su táctica sin tener para nada en cuenta las posiciones teóricas de los demás ni su propia posición teórica del pasado; luego la fundamenta con citas marxistas”.

 

Por suerte, no tardé mucho en tener algunas dudas, no sólo frente a la militancia política –llena de fiascos– sino estrictamente en lo ideológico. Era, lo sospechaba, partidario de un culto violento e intolerante; el ideal se debilitaba conforme más leía y estudiaba otras cosas. Impenitente, me atrajeron las ideas de los heterodoxos, los que no están tan seguros de todo y se siguen preguntando sin medir consecuencias, provocadoramente, cómo funciona el mundo . Me iba quedando claro que el monismo marxista-leninista se parecía demasiado a los dogmas que no debía cuestionar en la catequesis cristiana. Y yo me seguía preguntando por el caso Heberto Padilla que seguía dividiendo a los intelectuales latinoamericanos, por las denuncias del Gulag soviético o por todo aquello que la turba de ignorantes fanáticos con los que me topaba permanentemente prefería ignorar.

 

La incontestable realidad hizo lo suyo: llegó la polvareda de la caída del Muro de Berlín y luego la disolución de la Unión Soviética.  Millones de militantes de izquierda en el mundo debían encontrar, de golpe, respuestas a preguntas que en muchos casos ni siquiera se habían hecho en torno de la democracia y la libertad, esas entelequias “burguesas” que Lenin despreciaba profundamente. Muchos se refugiaron en el negacionismo más patético y siguieron haciendo guardia a sus ídolos embalsamados (literalmente, en el caso de Lenin), acaso en espera de tiempos mejores. Mi espíritu revolucionario, si alguna vez lo tuve, se había perdido para siempre.

 

II. El centenario

 

Todo aquel que alguna vez haya compartido el ideal comunista puede identificarse con el examen, moral e intelectual, que con toda lucidez plantea Françoise Furet en El pasado de una ilusión:

 

“La cuestión que hoy intento comprender es inseparable, pues, de mi existencia. Yo viví desde dentro la ilusión […] ¿Debo lamentarlo en el momento en que escribo su historia? No lo creo […] juzgo mi ceguera de entonces sin indulgencia, pero sin acrimonia. Sin indulgencia, porque la excusa que a menudo se encuentra en las intenciones no redime, en mi opinión, de la ignorancia y la presunción. Sin acrimonia, porque este desdichado compromiso me ha instruido. Salí de él con un esbozo de cuestionario sobre la pasión revolucionaria, vacunado contra la entrega seudorreligiosa a la acción política”. (El pasado de una ilusión, FCE, 1995)

 

Al releer mis subrayados de los libros de Lenin descubro de nuevo, pero ahora con una claridad de la que entonces carecía, no sólo una prosa incendiaria cargada de vehementes consignas, sino un implacable programa político acompañado de un meticuloso manual organizativo que, efectivamente, sólo podía desembocar en el Gulag y en un torbellino de tragedias para el pueblo ruso y aquellos otros en los que el experimento comunista se impuso.

 

Cien años después de su muerte, Lenin parece revivir: su aniversario llega en un momento sumamente propicio para las ideologías y prácticas políticas totalitarias. Es decir, cuando su legado teórico, digamos, ha sido desamortajado por toda clase de académicos e ideólogos de izquierda para los que la caída del Muro de Berlín, el fracaso comunista y los terrores que lo acompañaron no parecen haber sucedido o no tuvieron jamás ninguna importancia; y cuando el instrumental propagandístico, golpista y profundamente antidemocrático de su obra es retomado por el populismo de izquierda (pero también, quién lo dijera, por su homólogo de derecha).

 

La praxis leninista, para usar una fórmula grata a los filósofos marxistas, resume una obra y una vida consagradas a la realización de la que se creyó la primera revolución proletaria (casi sin proletarios, por cierto) y terminó siendo el primer régimen totalitario del siglo XX. Muerto durante los primeros años del poder comunista en la Unión Soviética, Lenin fue eximido –por no pocos historiadores ingenuos, mal informados o abiertamente propagandistas– de toda responsabilidad en los excesos criminales que después de su muerte sólo le fueron endosados a Stalin.  Este indulto, como ha quedado evidenciado sobre todo con la apertura de diversos archivos luego de la disolución de la URSS, resultó ser injustificado.

 

En realidad, el estalinismo debe verse hoy, a la luz de lo que acuciosos historiadores como Robert Service (Lenin: una biografía), Richard Pipes (La Revolución Rusa), Catherine Merridale (El tren de Lenin: los orígenes de la Revolución Rusa), Orlando Figes (La Revolución Rusa: la tragedia de un pueblo) o Simon Sebag Montefiori (Llamadme Stalin), entre otros, han dado a conocer en los últimos años, como la continuación directa de cuanto Lenin planeó y llegó a ejecutar al inicio de la revolución: la creación de un Estado policiaco, la supresión de la libertad de expresión, asociación y libre circulación, así como la salvaje represión no sólo de los contrarrevolucionarios, sino de todos los opositores e incluso de sus mismos camaradas, como lo confirmó la masacre de Kronstadt en 1921 (ordenada por él y concretada a sangre y fuego por Trotski).

 

III. Un triunfo

 

En Crimea, mientras fríe unas cebollas, el poeta Max (Maksimilián) Voloshin avizora el futuro de Rusia. Repasa ante sus amigos, Marina Tsvietáieva y su esposo, Serguéi Yakovlevich Efron, el “mañana y el pasado mañana de Rusia”. En sus Diarios de la revolución de 1917 (Acantilado, 2015), Marina, una de las más grandes poetas rusas del siglo XX, evoca la escena:

 

-Y ahora, Seriozha [el esposo de Marina], pasará esto y esto…

-Y, con encanto casi, con alegría, como un mago bueno a los niños, imagen tras imagen –toda la revolución rusa con cinco años de adelanto: el terror, la guerra civil, los fusilamientos, los puestos fronterizos, la Vendée, la crueldad, la pérdida de identidad, los espíritus desencadenados de los elementos, la sangre, la sangre, la sangre

 

Algunos poetas supieron ver y resumir desde un principio lo que estaba pasando y vendría. Sin embargo, la historia de Lenin y su revolución, aquella dictada desde Moscú a todos sus epígonos del orbe para su reproducción en folletos, libros y otros materiales, sigue siendo, mutatis mutandis, la dominante. Se trata, hay que reconocerlo, de una operación propagandística sumamente exitosa, al punto de que Lenin y su partido consiguieron presentar lo que fue un claro golpe de Estado como la “gloriosa Revolución de Octubre”, todo ello mediante el ocultamiento de los hechos, la manipulación y engaño del pueblo ruso, así como de sus seguidores en todo el mundo.

 

Si hubo una revolución en Rusia en 1917, esta transcurrió en el mes de febrero; los acontecimientos de octubre, reportados bajo la comprometida lente ideológica de John Reed como los Diez días que conmovieron al mundo, fueron un auténtico coup d’etat  que rápidamente aniquilaría las libertades conquistadas y la incipiente vida democrática surgida mediante el acuerdo de todas las fuerzas políticas que encabezaron la movilización popular e hicieron inevitable, antes que Lenin y los bolcheviques –él estaba fuera del país y su organización era menor en más de un sentido–, la abdicación del zar.

 

Los bolcheviques también consiguieron que quedara en el olvido el financiamiento y apoyo logístico que les dio –en medio de la Primera Guerra Mundial– el gobierno alemán, facilitándoles el famoso tren en el que Lenin llegaría a la estación Finlandia, todo ello con el interés de que los bolcheviques detuvieran o al menos  socavaran la participación bélica rusa.

 

Por lo demás, las masas no asaltaron el Palacio de Invierno, como el que le pidió Stalin representar a Eisenstein en su famosa película Octubre (1927); el asalto fue estrictamente militar, perfectamente planificado por los bolcheviques para tomar las oficinas y ministerios clave del gobierno provisional, cuya legitimidad fue ignorada.

 

Semanas después, sin poder impedir un proceso electoral ya pactado para elegir una Asamblea Constituyente, los bolcheviques son derrotados en las urnas. Exhibidos como una minoría actúan rápidamente y disuelven la Asamblea electa por la fuerza. No tardan en perseguir, encarcelar o asesinar a los opositores más destacados.  El leninismo adopta su forma definitiva, implacable y brutal hacia todo aquello que no figure en su programa.

 

Y bien, “¿De dónde procede este hombre, / el más humano de los hombres?”  La respuesta es menos lírica de lo que habría querido Mayakovski. Lenin procede de varias generaciones de terroristas y revolucionarios –Los endemoniados de Dostoyevski– que aunque muy diferentes en su programa político están claramente identificados con una actuación radical que justifica todos los medios a su alcance para alcanzar sus metas, con la diferencia de que él fundó un régimen que terminó cobrándose millones de vidas. Hay, pues, una línea directa que va desde los nihilistas como Serguéi Nechaev hasta Lenin, pero la mitología romántico- revolucionaria la ha intentado diluir una y otra vez.  Unos practicaron el terrorismo con bombas y asesinatos selectivos; Lenin y su partido impusieron el terrorismo de Estado.

 

El más humano de los hombres viene del profundo resentimiento contra la nobleza por la ejecución de su hermano mayor, Alejandro, en 1887, por lo que imperturbable aprueba el asesinato del zar y toda su familia (algo a lo que ni siquiera el terror jacobino se atrevió con la descendencia de Luis XVI y María Antonieta). Viene de la convicción violenta –heredada de Naródnaya Volia, La Voluntad del Pueblo– de que un pequeño grupo intransigente, decidido, armado y disciplinado, puede tomar por asalto el poder (algo que formulará puntualmente en ¿Qué hacer?, donde traza la estructura del partido de cuadros que se necesita para tal objetivo).  Y viene también de una vida consagrada por entero, de forma obsesiva, a la planeación revolucionaria cultivando permanentemente el desprecio hacia las leyes, las libertades individuales, el parlamento y la democracia burguesa, valores e instituciones de las que abomina en toda su obra.

 

IV. Good Bye, Lenin?

 

En su Historia del siglo XX,  publicada en los años 90, Eric Hobsbawm tenía la oportunidad de hacer un balance crítico de lo que representó la revolución de Lenin. A cambio, nos ofreció un recuento francamente entusiasta:

 

“La revolución de octubre originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna. Su expansión mundial no tiene parangón desde las conquistas del islam en su primer siglo de existencia. Sólo treinta o cuarenta años después de que Lenin llegara a la estación de Finlandia en Petrogrado, un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de «los diez días que estremecieron el mundo» (Reed, 1919) y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista. La mayor parte de esos regímenes se ajustaron al modelo de la URSS en la segunda oleada revolucionaria que siguió a la conclusión de la segunda fase de la larga guerra mundial de 1914-1945.”

 

Las decenas de millones de muertos que supuso el proyecto comunista en todo el mundo, no parecen inspirar mayor conmiseración en las universidades donde montones de académicos entremezclan a Marx con Lacan y a Lenin con Foucault. La revolución rusa, con algunos de sus “problemas”, sigue siendo contada en general como Lenin hubiera deseado, y él mismo sigue a salvo de toda mácula puesto que para eso tenemos al macabro Stalin que lo sigue protegiendo, como cuando asaltaba bancos por él y lo disfrazaba para que pudiera huir a Finlandia.

 

“Soy completamente incapaz –decía Bertrand Russell– de concebir cómo es posible que algunas personas, que son tan humanas como inteligentes, puedan encontrar algo que admirar en el inmenso campo de esclavitud que ha creado Stalin”. Pero es un hecho, demostrado puntualmente por Robert Service, que “las ideas de Lenin sobre la violencia, la dictadura, el terror, el centralismo, la jerarquía y el liderazgo fueron esenciales en el pensamiento de Stalin. Lenin, además, había legado los instrumentos terroristas a su sucesor: la checa, los campos de trabajos forzados, el estado unipartidista, los medios de comunicación mono-ideológicos, la arbitrariedad administrativa legalizada, la supresión de elecciones libres y populares, la prohibición de disentimientos internos dentro del partido” (Lenin. Una biografía, Siglo XXI, 2017).

 

Hemos visto caer en muchas ciudades las estatuas de Lenin. Precisamente ahí donde la gente vivió y padeció el régimen creado por él las cosas son suficientemente claras, pero en otras partes, sin ningún rubor, se lo sigue exaltando como un revolucionario ejemplar.  Los ideólogos del tercermundismo –ahora “Sur Global”–  encuentran todavía su figura muy útil para explicar a sus seguidores la inutilidad de la democracia y el sinsentido de las libertades cuando se tiene hambre.  Pero sobre todo sigue siendo el gran maestro de la propaganda partidista, del “centralismo democrático” (que ha permitido a tanto tirano apropiarse de las revoluciones y movimientos sociales) y del uso instrumental de las instituciones democráticas  –“burguesas” por definición–  para su posterior destrucción.

 

Una película alemana de 2003, Good Bye,Lenin!, dirigida por Wolfgang Becker, presentaba a una convencida socialista alemana que cae en estado de coma mientras el Muro de Berlín se derrumba. Al despertar, sus hijos no saben cómo decirle que el mundo ha cambiado. De algún modo, muchos militantes de izquierda se han mantenido en estado de coma durante las últimas décadas y, al despertar, no han podido sino aferrarse a viejos conceptos renombrados ingeniosamente por sus nuevos teóricos. Detrás de su radicalidad y rencores, de su ninguneo hacia las libertades individuales, de su activo desprecio por las reglas y el odio a las instituciones democráticas, está Lenin. La gran mayoría no lo ha leído y no lo hará. Pero no importa, para ellos Lenin pensó en la propaganda, que evita estudiar, investigar y confrontar las ideas.  Es a ellos a los que Lenin, embalsamado, casi resurrecto, sigue esperando en su Mausoleo de Moscú.

 

 

 

FOTO: Al centro, Vladimir Lenin camina junto a un grupo de militares en la Plaza Roja, en Moscú, en mayo de 1919. /Especial

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