De Andreida a Artemisa: las mujeres que no vimos

Jul 27 • destacamos, principales, Reflexiones • 5809 Views • No hay comentarios en De Andreida a Artemisa: las mujeres que no vimos

/

La ciencia ficción en México y el mundo cuenta ya con las voces de mujeres que hoy renuevan y dan vida a una tradición literaria cada vez más diversa

/

POR GABRIELA DAMIÁN
Uno de los cuentos más interesantes de la ciencia ficción norteamericana, tanto por la historia que narra como por todo lo que acompañó a su escritura, ocurre en México, en la riviera maya: Las mujeres que los hombres no ven, de James Tiptree, Jr. El protagonista es Don Fenton, un tipo muy viril, que viaja a México para cazar y pescar. En el avión tropieza con dos mujeres que él apenas mira: Ruth y Althea, madre e hija. Los tres continuarán el viaje hacia Chetumal en una avioneta junto con Esteban, el piloto, pero los motores fallan y caen en un manglar. Cuando Don y Ruth van en busca de agua dulce, toma el rol de macho protector, a la vez que fantasea sexualmente con Ruth y Aletha: para él no son más que objetos. Para su desgracia, se lastima una pierna. Ella es quien ahora les provee de agua y comida. Antes de que llegue la ayuda, los encuentra una expedición alienígena. Don reacciona con violencia ante los invasores y lastima a Ruth. Ella negocia el rescate con los alienígenas para que los lleven de regreso a la avioneta, donde está su hija. Don y Esteban se quedan perplejos al oír que pide a los extraterrestres se las lleven lejos de la Tierra, hasta su planeta. “No volveremos”, les dicen. Ellas aceptan. Don no lo puede creer, ¿por qué habrían de dejar su vida, su casa, su planeta? Y recuerda algo que Ruth le dijo antes: “Lo que hacemos las mujeres es sobrevivir. De a una, de a dos, en los resquicios que deja la máquina mundial de los hombres… Los hombres viven para combatir unos contra otros; nosotras sólo somos una parte del campo de batalla. Esto no cambiará nunca mientras no se cambie todo el mundo. A veces sueño con… irme.”

 

El cuento, publicado en 1973, fue celebrado por la comunidad lectora y por sus colegas escritores. Robert Silverberg, una de las voces más respetadas dentro de la ciencia ficción de habla inglesa, dijo que era “una historia profundamente feminista contada de una forma enteramente masculina”. Ser un hombre feminista le trajo aplausos (debería tener nombre esa paradoja: cómo el feminismo suele celebrarse en los creadores, y desalentar en las creadoras). Tiptree llamaba la atención por ser admirado por los lectores como por las lectoras. El aura de misterio que mantenía porque nunca se dejaba ver era muy atractiva, se decía que trabajaba en la CIA o el FBI. El mismo Silverberg así lo imaginaba: “un hombre de 50 o 55 años, calculo, posiblemente soltero, amante de la vida al aire libre, inquieto en su existencia cotidiana, un hombre que ha visto gran parte del mundo y lo comprende bien.” Pero poco tiempo después se supo que Tiptree era en realidad Alice Sheldon, una mujer de 61 años dedicada al cuidado de un esposo con maltrecha salud. El pequeño universo de la literatura y de la ciencia ficción se transformaron, pues nada representaba mejor lo que Alli Sheldon había expuesto en Las mujeres que los hombres no ven: aunque estén ahí, aunque escriban, pinten, hablen, dirijan, a las mujeres no se les ve. Viven escondidas bajo seudónimos masculinos, títulos de propiedad a nombre de hermanos, esposos, padres; bajo grandes descubrimientos científicos o revoluciones sociales, hasta que otra mujer decide tirar del hilo y encuentra evidencia de que existieron, de que provocaron cambios, imaginaron y construyeron el mundo.

 

El costo de no verlas, de no concederles autonomía, ni humanidad, es alto, ya no digamos para sí mismas, sino para el planeta entero. ¿De cuánta riqueza nos perdemos? Están, por ejemplo, las mujeres que no vimos cuando la humanidad llegó a la luna. El software desarrollado por la jefa de programación de la misión, Margaret Hamilton, fue fundamental para que el Apolo 11 alunizara el 11 de julio de 1969. También lo fue el trabajo de Katherine Johnson, una afroamericana cuyos conocimientos de geometría analítica la hicieron indispensable para las misiones tripuladas fuera de la Tierra y quien, pese a ello, tenía que recorrer distancias indignas cada vez que necesitaba el baño para mujeres de color, que desde luego no existía en el edificio de los hombres blancos e importantes, como vimos en Talentos Ocultos , la película sobre las “computadoras” de la NASA (los grupos de mujeres que hacían el trabajo de cálculo que después harían las máquinas). En esa época, perforar tarjetas se consideraba un trabajo femenino y por lo tanto menor, como teclear u operar un conmutador. Pero la programación era un trabajo creativo y complejo, y las mujeres fueron quienes lo llevaron a cabo hasta el boom de Silicon Valley en los años 80. Una vez desfeminizado, ese trabajo adquirió el glamour, los altos sueldos, y el genio que hoy se les atribuye a los programadores, hombres, en su mayoría. Otras mujeres como Dottie Lee y Catherine Osgood comenzaron como computadoras, pero se convirtieron, con el apoyo de jefes y colegas, en ingenieras o creadoras de tecnología argonáutica sin la que habría sido imposible caminar sobre la luna.

 

Ya en pleno 2019, el proyecto de una caminata espacial de la NASA compuesta sólo por mujeres fracasó porque no había trajes espaciales de la talla adecuada para las astronautas Anne McClain y Christina Koch. En la realidad, las mujeres han enfrentado obstáculos tangibles, peligrosos y, a veces pareciera, ineludibles. Pero como dijo Virginia Woolf, “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”; y si bien la humanidad no ha llegado del todo a la luna porque ninguna mujer ha caminado sobre su superficie todavía, el espacio entero siempre les ha pertenecido a ellas a través de la imaginación.

 

La ciencia ficción es un inmenso laboratorio de la experiencia en el que ensayar nuevas ideas, sistemas políticos, las relaciones amorosas, nuestro vínculo con la naturaleza. Desde su hora más temprana ha sido frecuentado y expandido por las mujeres, con Mary Shelley y su Frankenstein o el Moderno Prometeo a la cabeza (aunque hay quienes colocan a Margaret Cavendish y su utopía El mundo resplandeciente como otro antecedente de lo que hoy llamamos ciencia ficción). Si esta clase de narrativa es un espacio ideal para especular sobre el cuerpo, las jerarquías, el poder, la opresión, e imaginar posibilidades para subvertir los confines que todo eso impone a la experiencia humana, las mujeres son magníficas interlocutoras en esa conversación. La libertad que la ciencia ficción posee al encontrarse siempre en los márgenes de la cultura ha sido compatible con su necesidad de ser libres tanto en sus temáticas como en sus propuestas estéticas y procesos personales de creación. Se apropiaron del subgénero para potenciarlo y enriquecerlo con la presencia de otros discursos no sólo desde la subjetividad sino desde otras disciplinas científicas: la física, química y matemáticas cedieron el paso a la antropología, la biología y la psicología; y los dispositivos tecnológicos ya no fueron armas para la guerra, la colonización o la esclavitud, sino herramientas para lidiar con las consecuencias de la ciencia y la tecnología en el cuerpo, o dispositivos de comunicación universal como el ansible, ideado por Ursula K. Le Guin para unir a toda la humanidad a través del espacio-tiempo.

 

En México quizá esa inquietud imaginativa haya comenzado con la mismísima Juana Inés Ramírez, que se atrevió a imaginar “en un papelillo que llaman el Sueño” el viaje del alma por el cosmos en versos que combinaron la ciencia de su tiempo (que ella leía profusamente) con una lúcida imaginación para transitar por la inmensidad del espacio exterior y los minúsculos espacios interiores del cuerpo. En otras obras, como Los empeños de una casa, Sor Juana cuestiona el tipo de relaciones de su contexto y establece (parafraseando a Jean Franco) una especie de espacio utópico del comportamiento donde explora de qué otras formas podríamos amarnos, uno de los temas más jugosos que ya en nuestros días ha abordado la ciencia ficción feminista. Si damos un gran salto hacia el futuro, en 1938 hallaremos a Andreida (El Tercer Sexo), una novela de Asunción Izquierdo Albiñana, quien tuvo varios sinónimos debido a que su esposo le prohibió escribir. De ella, Manuel Pedro González, un crítico de la época, afirmó que tanto en Andreida como en otras protagonistas ideadas por Asunción Izquierdo “se descubre una total ausencia de feminidad. Estas tres heroínas serían seres monstruosos y andróginos, si no fuesen pedantes, artificiales y falsas”. Tanto él como otro autor (cuyo nombre González omite) confiesan que no sólo les dio por leer a Asunción, “sino leerla con interés, como jamás me había ocurrido con ninguna novela No sabría discernir si ese interés secunda en mi curiosidad por una mujer literata de un snobismo rabioso, extraordinariamente pedante y vanidosa o en la fuerza vital que corre en todas sus páginas”. Curiosamente, esta reacción ambivalente ha permitido el acceso de autoras a esos espacios predominantemente masculinos: las mujeres de esos otros mundos imaginados pueden ser desafiantes, autónomas, libres; a los lectores les resultaban odiosas, pero también fascinantes. Pareciera que se les permitía entrar para ser disfrutadas, pero no para garantizarles un lugar ni en la realidad, ni la memoria. Joanna Russ, autora de El hombre hembra, obra emblemática de la ciencia ficción feminista, habla en su ensayo Cómo acabar con la escritura de las mujeres de algunas estrategias patriarcales para invisibilizarlas: aislar y tratar a las autoras como excepciones, despojarlas de una genealogía, clasificarlas tan mal que nadie las encuentre por lo que realmente escribían, juzgar lo que hacen como todo menos arte… A esto se añade que, por la falta de crítica especializada o por temor al desprestigio de sus editores o investigadores, muchas obras de ciencia ficción nunca fueron registradas como tales. Así, quedaron alejadas de sus pares más visibles y, por lo tanto, de quienes ansiaban leerlas.

 

Los nombres que hoy podemos añadir a esta lista se asientan sobre una afectuosa labor de rescate hecha por la comunidad lectora; en México, historiadores como MAF, Gabriel Trujillo o Federico Schaffler. Las y los fans son un eslabón importantísimo en la cadena de la conservación de los subgéneros, y muchos mezclan su labor académica con el disfrute de este tipo de narrativa, como actualmente hacen Juan Pablo Anaya y Mayra Roffe con el proyecto multimedia Aparato Cifi. Para rescatar autoras son necesarios esfuerzos adicionales, como apunta Jessa Crispin en su prólogo a Cómo acabar con la escritura de las mujeres: “Yo llegué a Russ por otros medios, viéndola mencionada por chicas punk que creaban su propia cultura a través de fanzines y cintas de música cuando no se encontraban a sí mismas en la cultura de masas… Este traspaso extraoficial de chica a chica, de mujer a mujer, es algo que Russ rescata como antídoto para las mujeres obviadas en el entorno académico. Si la historia oficial se niega a contarte de dónde vienes, siempre puedes crear tú esos caminos”.

 

Poco a poco, a ese camino llegaron Manú Dornbierer y Después de Samarkanda; Marcela del Río, cuya novela Proceso a Frau Britten se publicó con un prólogo de Ray Bradbury (quien fue cómplice de la escritura del libro); Gabriela Rábago Palafox, la primera ganadora del Premio Puebla de Ciencia Ficción con el relato apocalíptico sobre el contagio de un virus muy similar al VIH, “Pandemia”. Hoy están un poco más a la vista autoras como Iliana Vargas, Mariana Jurado, Andrea Chapela, Nelly García Rosas o Libia Brenda, quien es la primera mexicana nominada a un Premio Hugo, el más importante del gremio, por su labor como editora. Hoy no sólo vemos más escritoras, sino traductoras, editoras, críticas, organizadoras de convenciones incluyentes y diversas como la Wiscon o el Ansible Fest. Los dispositivos de comunicación que ya existen han posibilitado el diálogo entre autoras de diversas latitudes.

 

Quizá varias de esas autoras que no llegaron hasta nosotros también imaginaron que viajaban a la luna. Hoy, 50 años después de la misión Apolo 11, se ha anunciado el lanzamiento de la misión Artemisa para el 2024, que tiene entre sus objetivos lograr que una mujer por fin pise el suelo lunar. Quizá para entonces, si llegaran a encontrarse con una expedición alienígena, ya no les pedirían asilo como Ruth y Aletha. Tal vez prefieran volver a casa, a la Tierra, adonde las esperan sus hermanas con los brazos abiertos, listas para anotarlas en los libros de historia, como debió haber sido siempre.

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

« »