Nuevo mapa de la Ciencia ficción en Latinoamérica

Jul 27 • destacamos, principales, Reflexiones • 22138 Views • No hay comentarios en Nuevo mapa de la Ciencia ficción en Latinoamérica

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POR ALBERTO CHIMAL

Con José Luis Zárate, Gerardo Porcayo, Luis Carlos Barragán y Liliana Colanzi, entre otros, la ciencia ficción latinoamericana ha conjugado rasgos de la cultura mainstream con nuevos riesgos artísticos y políticos

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Entre otros fenómenos extraños de la literatura nacional, en el siglo XX hubo una corriente que nunca fue masiva pero duró varias décadas, sobre todo en el cuento y en el artículo periodístico. Se le podría llamar una ciencia ficción agachona, o una anticipación acomplejada: es un conjunto de parodias y relatos cómicos en los que el tema del desarrollo tecnológico como un ideal se pone en ridículo al imaginar a mexicanos en el papel de los ingenieros, científicos, astronautas y demás protagonistas de la ciencia ficción en inglés. Siempre somos torpes, ineptos, corruptos, estúpidos: inferiores, a fin de cuentas, y si triunfamos es por error, injustamente.

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Estas historias pueden haber tenido su época dorada alrededor del año 1969, en textos escritos alrededor de las misiones Apolo, pero se inspiraban igual en el cine de astronautas, el auge de la energía nuclear o los aviones supersónicos, la naciente tecnología digital. En un cuento del humorista Marco A. Almazán, un astronauta sufre por los celos de su esposa, quien cree que se va a la Luna a tener aventuras como las que tendría en Acapulco pues “se ha enterado” de que Apolo era un tipo muy guapo; en otro del narrador Héctor Chavarría, los invasores extraterrestres tienen la mala suerte de aterrizar en Tepito, donde se les ofrecen antojitos en mal estado, “cerveza, cemento y mota”, y mueren de inmediato. Su ovni es saqueado y no queda rastro alguno de ellos. Grotescamente (se entiende), los miserables han salvado al mundo.

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Este “género” no es ficción especulativa, en realidad, en el sentido de que no desea preguntarse por las posibilidades del desarrollo tecnológico ni por la evolución de las sociedades a partir de las tendencias de su tiempo. Más bien es un precursor del humor nihilista de nuestra época, con una carga adicional de clasismo, misoginia y sobre todo racismo profundamente interiorizados. Lo nuestro, dice, es el atraso, la miseria, la humillación, la subordinación ante quienes crean y mandan, y es así porque eso merecemos. Es una de las formas más tóxicas del cliché de “así somos y nunca vamos a cambiar” que se repite como mantra por todas partes de la cultura mexicana.

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Que podamos ver estas narraciones como una curiosidad, un artefacto de otro tiempo, ya lejano, es un triunfo secreto de varias generaciones de autores mexicanos y del resto de América Latina. La situación actual de la ciencia ficción y de sus vertientes aledañas –weird fiction, horror sobrenatural y muchas otras– es diferente hoy, incluso alentadora.

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Las causas de este cambio son varias, pero las dos más importantes tienen que ver, me parece, con el proceso por el que la monocultura mundial, impulsada por la globalización, vuelve a las artes y el entretenimiento más y más homogéneos, más subordinados a los intereses de las naciones desarrolladas y las grandes empresas internacionales. Aunque este proceso de consolidación es preocupante, también ha hecho posibles algunas transformaciones inesperadas en las culturas de nuestros países.

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La primera transformación es la asimilación de elementos, tramas y personajes antiguamente considerados de “nicho” –de subculturas, subgéneros– a la cultura popular mainstream. Muchos de esos elementos provienen de la ciencia ficción: en la actualidad, nadie se queja de que una película como Avengers: Endgame contenga una subtrama larga y elaborada acerca de las “posibilidades” del viaje en el tiempo, o de que la serie Stranger Things, una de las más vistas del año, esté hecha a partir de numerosas referencias al pop basura de los años ochenta y a la vez a obras emblemáticas de la ciencia ficción como Alien de Ridley Scott, Rabia y La mosca de David Cronenberg, y Día de los muertos de George A. Romero. Ya para la época retratada en Stranger Things, la ciencia ficción había perdido su reputación inicial de narrativa uncida a la divulgación científica, entendida exclusivamente como una forma de promoción del progreso material que sería “consecuencia inevitable” de la aplicación del pensamiento racionalista; pero lo que empezaba a tener, y hoy la caracteriza aún más claramente, era una enorme capacidad de penetrar en toda clase de productos culturales en forma de personajes icónicos, escenarios, tramas y argumentos, que de pronto podían encontrarse separados entre sí, remezclados, reinterpretados, en obras que nadie hubiera etiquetado “de ciencia ficción”.

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No es que, como se dice trivialmente en los medios hasta el día de hoy, la realidad haya “alcanzado” o “rebasado” a la ficción especulativa, volviéndola obsoleta. Por el contrario, ésta ha invadido de tantas formas nuestras representaciones –nuestra escritura, nuestras imágenes– que su presencia entre nosotros se ha vuelto invisible, o por lo menos, equívoca. Apolo XIII de Ron Howard o Gravedad de Alfonso Cuarón ¿son dramas –histórico uno, intimista el otro– que casualmente ocurren en el espacio y en los que válvulas, tubos, cascos, cohetes y paneles de instrumentos tienen papeles tan importantes como los de los actores, o son otra cosa? Acá en México, novelas finiseculares como El dedo de oro de Guillermo Sheridan o Cielos de la tierra de Carmen Boullosa ¿fueron ciencia ficción por reflexionar sobre el futuro y proponer más de un escenario apocalíptico, o fueron literatura general por provenir de autores de prestigio, integrados ya a las élites culturales y el canon literario? ¿Qué es la película Nosotros de Jordan Peele, con su parábola sobre raza y desigualdad compartiendo la pantalla con un vasto experimento de manipulación biológica y social?

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Objetivamente, el “nicho”, el compartimiento estanco donde la ciencia ficción tenía relevancia solamente para un pequeño grupo de iniciados o fanáticos, no existe más. Subjetivamente sigue existiendo, por supuesto, porque el menosprecio de lo popular es una marca de prestigio social en los estamentos culturales de occidente, e incluso en países donde la ciencia ficción no ha sido nunca un subgénero productor de ventas millonarias –como México– se importan prejuicios del norte global. Pero la disparidad entre lo que la cultura global acepta en realidad y lo que creemos que acepta puede imaginarse como un espacio en la percepción de esa cultura: un territorio incierto en el que estamos mejor dispuestos de lo que creemos a la noción de imaginar y especular sobre lo posible, y en el que numerosas obras y autores pueden encontrar terrenos fértiles en los que abrirse paso. Con todo esto quiero decir que una obra con componentes especulativos puede hoy llegar a tener lectores, éxito de venta, aprecio de la crítica…, si su naturaleza de “ciencia ficción” queda un poco difuminada, mezclada con otras alternativas de lectura e interpretación.

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Un ejemplo más: el libro más reciente de la argentina Samanta Schweblin, una de las más celebradas autoras latinoamericanas del momento, es Kentukis, cuya trama gira alrededor de un aparato que transforma las relaciones de poder y afectivas de quienes lo utilizan. Y los comentarios coinciden: es una novela de gran calidad, la nueva obra de una autora consagrada, otro ejemplo de la literatura de avanzada con la que las escritoras toman la delantera en nuestra región, un examen de los sentimientos y su mercantilización en nuestro capitalismo posindustrial o prefascista…, y sólo de pasada una obra distópica, que se pregunta sobre las consecuencias de la tecnología a la manera de, digamos, Black Mirror.

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La segunda de las dos transformaciones a las que me refería antes es la de los nuevos riesgos artísticos, y políticos, que se atreven a correr incluso los autores más devotos de la ficción especulativa.

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Un signo obvio de esto se encuentra en cualquier mesa de novedades más o menos bien surtida de las librerías nacionales. Si se mira con cuidado, se verá que la imaginación especulativa de la más nueva ciencia ficción latinoamericana está, en efecto, en muchas obras que no están etiquetadas de esa manera, que tienen propuestas formales muy estimulantes y extrañas, y (más aún) que están dispuestas a tratar temas que el mainstream de la literatura en castellano aún no sabe del todo cómo abordar, como el colapso climático, el ascenso actual de la ultraderecha –con la crisis consiguiente de los conceptos añejos de derecha e izquierda– o el concepto de la posthumanidad. Muchas de estas obras, de hecho, estarán en la sección de narrativa para jóvenes; tal vez la crítica “seria” las pase por alto, pero no lo harán los lectores que más pueden beneficiarse de ellas.

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Y hay algo más. En 1997, José Luis Zárate y Gerardo Porcayo –narradores cruciales del género en México, y precursores de una generación entera– publicaron un ensayo señero: “Perspectiva de la ciencia ficción mexicana”, en el que observaban la tendencia de ellos mismos y de sus contemporáneos a “[no] mostrar a sus personajes como creadores de la tecnología sino más bien, como sus usuarios” (o como sus víctimas). Decir esto ya era dar un paso más allá de los lugares comunes de la ciencia ficción agachona de décadas previas, porque implicaba una crítica de la moral excepcionalista, alevosa, que estaba detrás de la ciencia ficción “clásica” anglosajona. En ella, las acciones de los “héroes” llevaban siempre a la victoria de su propia cultura –el Imperio, el American Way of Life– y la subyugación de quienes se le opusieran en la Tierra o fuera de ella. Zárate y Porcayo mostraron que, para reclamar aquí los poderes de la imaginación latentes en la ciencia ficción, era necesario reconocer la desigualdad y la hipocresía que eran perpetuadas al entender el progreso de la especie humana únicamente como el de aquella nación, aquel grupo excluyente y homogéneo, mediante aquellas prácticas: la guerra, la conquista, la extracción de recursos las tierras sojuzgadas, la esclavización de grandes poblaciones, la fabricación de más objetos brillantes con los que seducir a conquistadores y conquistados.

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Si no podemos triunfar en ese juego, no es porque seamos tontos o salvajes, sino porque el campo no es parejo. ¿Por qué deberíamos seguir aceptando sus reglas, si no reconocen la desigualdad? Más todavía: ¿por qué deberíamos seguir jugando?

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De diferentes formas, la intención de muchos creadores actuales es dejar de jugar: plantearse formas radicalmente distintas de pensar en el futuro y en la transformación del presente. Aquí en México, el concepto estadounidense del afrofuturismo –la imaginación del potencial arrebatado por el colonialismo a los pueblos africanos– está siendo convertido en el mexafuturismo: una serie de argumentos a partir de los cuales se pueda hacer lo mismo con los pueblos originarios y, de otro modo, con las grandes poblaciones mestizas. Al mismo tiempo, la ficción especulativa ha resultado un modo nuevo, distinto, de establecer contacto con las poblaciones mexicoamericanas, frecuentemente desestimadas en su país de origen y ahora en alerta por la violencia racista, cada vez más intensa, del gobierno de los Estados Unidos. La antología binacional Una realidad más amplia, compilada en 2018 por la mexicana Libia Brenda, da testimonio de esa comunicación.

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En el resto de América Latina, que en ciertos países tiene una tradición de la imaginación fantástica más visible y respetada que la mexicana, sucede lo mismo. Algunas obras recientes e imprescindibles de nuestra región son las novelas El gusano de Luis Carlos Barragán (Colombia), Yggdrasil de Jorge Baradit (Chile), Frecuencia Júpiter de Martha Riva Palacio (México), Superextragrande de Yoss (Cuba), Los cuerpos del verano de Martín Felipe Castagnet (Argentina), Iris de Edmundo Paz Soldán (Bolivia), La caída de los pájaros de Karen Chacek (México), Nadie recuerda a Mlejnas de Ramiro Sanchiz (Uruguay); los libros de cuentos Nuestro mundo muerto de Liliana Colanzi (Bolivia), Escenarios para el fin del mundo de Bernardo Fernández Bef (México), El mar aéreo de Pablo Dobrinin (Uruguay), Para viajeros improbables de Cecilia Eudave (México), y otra compilación: Las otras. Antología de mujeres artificiales, reunida por Teresa López-Pellisa (España).

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En estos libros, y en otros, la ciencia ficción se aparece ante lectores que no saben que ya la conocen. Y entonces ocurre la revelación: el descubrimiento de que esas historias les son, en realidad, muy cercanas, y que pueden significar algo (o mucho) para ellos.

 

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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