Claire Denis y el femiespacio insondable

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Un grupo de ex presidiarios es enviado a una misión espacial como parte de un experimento que los enfrentará al sometimiento y al deseo reprimido

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POR JORGE AYALA BLANCO

En High Life (RU-Francia-Alemania-EU-Polonia, 2018), intergaláctico film 13 de la vigorosa estilista heterodoxa franco-chadiana ya de 70 años que no se le notan Claire Denis (Buen trabajo 99, Materia blanca 09, Una bella luz interior 17), sobre un guión original suyo y del francés Jean-Pol Fargeau con la participación del británico Geoff Cox, el desafiante monje espacial Monte (Robert Pattinson en plan de exsex symbol pelón e irreconocible) se ha quedado solo, tierna y cariñosamente al cuidado exclusivo de su bebita Willow, dentro de una inclemente nave de forma trapezoidal lanzada con aceleración constante hacia el hoyo negro más cercano a la Tierra, desde hace un par de años que equivalen a muchas décadas terrícolas, y para aliviar la averiada nave autosuficiente (gobernada por computadora, con jardín ecológico, donde todo se recicla, incluso orines y excremento que se tornan tabú), lo único que le queda será literalmente enviar por la borda los cadáveres restantes de algunos de sus ocho compañeros tripulantes primitivos, la mayoría diezmados por un virus desconocido, tras haber sobrevivido a la violencia desatada siempre de origen erótico o rebelde antidictatorial, todos ellos criminales excondenados a muerte o a cadena perpetua que libremente habían elegido participar en esa misión sin futuro, suicida, y cuyos recuerdos audiovisuales aún asaltan al desorientado sobreviviente Monte, comenzando por un dulce afroamericano apodado Cherny (el rapero de culto André 3000 Benjamin), siguiendo con la empoderada pelirrojilla feroz Boyse (Mia Goth), e incluyendo por supuesto a la doctora capitana Dibs (Juliette Binoche) que subrepticiamente usaba a ese grupo humano ideal para sus experimentos con hormonas y abortados fetos producto de inseminaciones, o con el esperma cosechado en La Caja de autosatisfacción genital que también ella disfrutaba, aunque engendrando a la bebé Willow a la brava con Monte, antes de perecer la abusiva doctora en una bronca incontrolable, no sin revelarle agonizando su ignorada paternidad al sensible varón superviviente, quien lustros después deberá tomar una decisión desesperada con su queridísima hija preadolescente Willow (Jessie Ross), a punto de que el agujero negro devore a la nave autista, en el extremo límite del femiespacio insondable.

 

El femiespacio insondable redefine desde su interior tanto la aventura insólita cienciaficcional como lo insólito aventurero en sí, porque todo parece movedizo e indefinido en esta historia a varios niveles temporales y dentro de una nave rumbo a su propia destrucción, en un sitio indeterminado, a medio camino entre la inevitable eternidad de la 2001: Odisea del espacio de Kubrick (66) y la etérea masa encefálica sideral del Solaris de Tarkovski (72), o más bien por el lado de curiosidades interplanetarias como la estoica fantasía ecologista avant la lettre Naves misteriosas/Silent Running (Trumbull 71), si bien recurriendo, de manera deliberadamente enigmática e irritante, a rudimentarios atuendos interplanetarios retro y a esquemáticos decorados muy 50s (Wise, Nyby), porque aquí lo que importa es observar el comportamiento extremo de criaturas abestiadas en reclusión, por lo que debe colocarse en el puesto de mando expresivo la incantatoria fotografía a la francopolaca de Yorick Le Saux y Tomasz Naumiuk que se desmiembra entre colores refulgentes y deslavados tintes grisazuláceos tan descompuestos cuan invernales, para los que resultan cruciales esos acompañamientos de una música híbrida de Stuart Staples que con notable discreción desgrana su efectismo ultracontemporáneo en el ambiente, hasta concluir en una canción-pop de Tindersticks melancólica y apenas susurrada.

 

El femiespacio insondable dicta así una constante y obsesiva lección de lirismo siniestro, indirecto e impersonalizante/despersonalizador que todo lo convierte en estragada erotomanía impenitente (cual inmisericorde prolongación de Una bella luz interior) o en pesadilla aireacondicionada (diría ufano Henry Miller), como si cualquier acontecimiento fuera ya, desde su concepción semiabortada y básica, inconcluso, secreto y oblicuo, misterioso, enigmático e intrigante, creando, como en la mayoría de las enérgicas cintas exotistas semioníricas (No tengo sueño 94) o en tierra de nadie (El intruso 04) de la inubicable realizadora, un clima abismal, a ritmo vertiginoso que pese a todo se pretende meditativo, puesto que Monte puede comunicar su distante afecto tranquilizador a la bebé a través de la escafandra mientras por impericia deja caer al vacío una herramienta crucial, puesto que el monitor de la nave transmite de preferencia imágenes con aborígenes caníbales y escribe en clave o graba informes catárticos (“Aunque sólo lean este mensaje dentro de un siglo, váyanse a la mierda”), puesto que las profusas heridas sangrantes remiten por montaje elíptico a la cicatriz definitiva y conjunta, puesto que la alevosa doctora viola al sedado asexual voluntario Monte para trasladar su semen a la también adormecida Boyse, puesto que estamos en la esquina del himno a la masturbación con la provisión de recursos según el proceso Penrose y el 99 por ciento de la velocidad de la luz.

 

El femiespacio insondable se descodifica y se desmelena, acabando por purgarse, a medida que avanza dando tumbos y jadeos para ser destruido, como tragado por el hoyo negro de su propio impulso anticreador de antemano condenado a la desaparición y la ausencia, la autoanulación, la desintegración pesadillesca y la nada.

 

Y el femiespacio insondable acabará acogiendo a Monte y a su hija púber Willow (“¿Nos vamos?”) flotando tomados de la manita en un fiero espacio infinito antiGravity (Cuarón 13) desde donde se divisa el Agujero Negro de todos tan temido, como un inmenso ojo de cocodrilo o una boca de lobo que nos quiere tragar (“¿Me parezco a mi madre?”), a fin de cuentas convertido en una encandiladora línea amarilla de malvada instalación plástica.

 

FOTO: El filme ganó el premio a la mejor película en el Festival Internacional de San Sebastián, 2018. /Especial

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