Descreación, la de Lispector
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Sobre Clarice Lispector, su vecina Elizabeth Bishop le escribió, el 3 de julio de 1963, a su confidente Robert Lowell, que la brasileña era “el escritor menos literario que he conocido. Nunca ha abierto un libro, como ella misma suele decir. Descubrí que no lee nada –pienso que es una escritora autodidacta, un pintor primitivo”.
El juicio de Bishop, la gran poeta de Massachusetts que vivió en el Brasil durante quince años, algo tiene de la condescendencia del “civilizado” ante el “salvaje”. Que una mujer parecida a Marlene Dietrich escribiese como Virginia Woolf (según dijo el traductor Gregory Rabasa) y lo hiciera en las antípodas australes, donde había aparecido como un milagro más tarde asimilado al “realismo mágico”, no sólo era asombroso para la chismosa Bishop sino para toda la intelectualidad del subcontinente. A su festejada aparición con Cerca del corazón salvaje (1944), le siguieron libros aún más prodigiosos como La lámpara (1946), La ciudad sitiada (1948), La manzana en la oscuridad (1961) o La pasión según G.H. (1964).
Quien haya leído esos relatos o al menos el libro de Benjamin Moser (Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector, 2009), sabrá que no siendo una intelectual, la narradora nacida en Ucrania hace cien años, además de ser una mujer cosmopolita versada en lenguas, desarrolló un innato y formidable talento para escribir con acaso pocos, pero muy doctos libros –los de Spinoza, Nietzsche, Freud y Kafka– a los cuales sumó un profundo conocimiento del misticismo judío, adquirido, como casi todo en ella, de manera difícil de documentar.
En el verano de 1959 tras haber acompañado a Maury Gurgel, su marido, en su periplo diplomático por Nápoles, Berna y Washington, Lispector regresó finalmente a un Brasil encarnando, al fin, en ese país del futuro que nunca ha sido, donde sus novelas (junto a las de Joâo Guimarâes Rosa, su par y su admirador) eran parte de una modernización al parecer irrefrenable, con el Cinema novo y el Bossa nova como portaestandartes.
Traía consigo Lispector, del viejo mundo, un espantoso retrato que le pintó Giorgio de Chirico en 1945. Siempre lo quiso vender sin atreverse a hacerlo. Se había divorciado (menos por desamor que por hartazgo de la vida diplomática) y tenía dos hijos, sin cuya crianza consideró inconcebible su obra literaria. El gusto moderno le duró poco a Lispector y a su generación: los militares tomaron el poder el 1 de abril de 1964 y la dictadura se prolongó durante dos décadas. Aunque apolítica por naturaleza e intuición y amiga íntima de la hija del antiguo déspota populista Getúlio Vargas, Lispector salió a la calle –junto al arquitecto Oscar Niemeyer y la actriz Glauce Rocha– durante las protestas democráticas de Río de Janeiro en 1968. Fue víctima, después, del antisemitismo bien resguardado en el ejército brasileño, aquel que paradójicamente –señala Moser– sirviendo a un Estado semifascista, combatió al Eje, como lo comprobó la joven Clarice en el Nápoles de 1944, atendiendo a los soldados brasileños heridos.
Durante las últimas décadas de su vida, Clarice, feliz de ser la inescrutable Esfinge, fue una autora de culto y una leyenda urbana, famosa por bautizar a sus amadas mascotas con el nombre de sus psicoanalistas (alguno de ellos amante suyo). El último en tratarla le aconsejó una terapia de grupo, pero sus otros pacientes, enterados, colapsaron la consulta deseosos de compartir la experiencia analítica con la escritora más famosa de Brasil, quien huyó de la emboscada.
Atormentada por el insomnio (la espesa dosis de somníferos que tomaba facilitó el incendio que casi la mata en 1966) y por el desorden mental de uno de sus hijos, Lispector decía que no era fácil ser un Monstruo Sagrado y a la vez ganar dinero para vivir como tal. Entre los cuentos de Lazos de familia (1960) y La hora de la estrella (1977), llevada al cine por Suzana Amaral en 1985, Lispector se ganó al gran público.
Sólo tarde en su vida, gracias a Nélida Piñón, pudo contratar a Carmen Balcells como agente literaria, y habiendo muerto a los cincuenta y siete años casi cumplidos, no pudo disfrutar del desahogo económico convertido en norma para otras glorias de la entonces emergente literatura latinoamericana.
“Es mejor que Borges”, le insistía Bishop a Lowell, aunque ella se preguntaba, con desconfianza, si Clarice podría sobrevivir a la holganza de los trópicos que la poeta venida del mundo protestante obviamente reprobaba, agravada, en el caso de la brasileña, por la “inercia” de sus orígenes rusos.
Pero hay algo de razón, me parece, en la percepción de Bishop sobre el primitivismo de Lispector. La propia Clarice cultivaba esa fama de genio natural e intentó –gran cuentista– adelgazar su prosa (con Aprendizaje o el libro de los placeres en 1969) en busca de lectores, mientras hacía escuela en la literatura infantil. Pero bien leída –si es que ello es posible– es, quizás, esa pintora primitiva atisbada por su amiga Bishop, quien la tradujo al inglés.
La hora de la estrella es el más ruso de sus libros, una asombrosa variante femenina, con su Macabea, del hombre superfluo que de la santidad idiota trasciende hacia la docta ignorancia. Es una novela que puede ser leída como una serie primitiva de iconos bizantinos, así como el animalismo de Lispector resulta empático con el del georgiano Pirosmani, y está asociado, desde luego, a la religiosidad católica latinoamericana, en su beatitud y en su simplicidad. En Un soplo de vida. Pulsaciones (1978), libro hechizo y póstumo, al montar un diálogo entre un escritor masculino y Ángela Pralini, su personaje electivo, escribe Lispector: “La imitación es más refinada que la autenticidad en estado bruto”.
Primitivismo en ese sentido, pero también, descreación. Una manzana en la oscuridad, La pasión según G.H. o sus apuntes póstumos, Un soplo de vida, son en buena medida el resultado de uno más de los esfuerzos de desasimiento místico de la tradición moderna. A Moser, Martín, en Una manzana en la oscuridad, le parece un trasunto del Golem, y esa novela, una parábola judía, posibilidad que Lispector, dada a ocultar sus fuentes (si es que a ella misma le interesaba conocerlas), no descartaba. Su escritura, como es evidente, es posterior a Kafka, quien desde luego la inspiró; pero es el resultado concluyente de un genio empeñado en dejar atrás a sus maestros en busca de una teodicea narrativa en tres movimientos, no por previsibles menos logrados: a la ausencia de Dios colmarla con la creación del individuo, y una vez logrado ese adanismo, abrir la puerta a la inundación panteísta de un mundo, el de Lispector, donde todo parece nuevo, es decir, primitivo. Esa es una posibilidad.
Otra es la descreación, el neologismo de Simone Weil, una de las formas de ese desasimiento místico. Encuentro una oculta semejanza entre las empresas de ambas escritoras: la judía francesa que no se atreve a hacerse católica, y por omisión, durante el Holocausto, peca de antisemitismo, junto a la judía brasileña para la cual el misticismo judío es una segunda naturaleza que existe, inmanente, sin necesidad de expresarse como una filosofía y escasa en referencias talmúdicas. Weil se disuelve en la anorexia y Lispector, en sus últimos años, contrata a un profesional en busca del maquillaje perfecto y permanente, la máscara que acabe de borrar el más hermoso de los rostros, lo que hasta al fuego se le escapó.
Descrear, volver a crear desde el origen, una vez transitada la nada, es lo que intentó –según Wallace Stevens– Paul Cézanne (otra vez aparece la pintura al hablar de la novelista) y descreación, también, puede llamarse a lo escrito por Clarice Lispector, quien dejó dicho en Un soplo de vida: “El tiempo para mí significa disgregación de la materia. La putrefacción de lo orgánico, como si el tiempo fuese un gusano dentro de un fruto y le robase al fruto toda su pulpa. El tiempo no existe. Lo que llamamos tiempo es el movimiento de evolución de las cosas, pero el tiempo en sí no existe. O existe inmutable o en él nos trasladamos”.
FOTO: Clarice Lispector, 1969./ Cortesía Instituto Morerisa Salles
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