Clayton Eshleman: el espejo de mamut

Feb 7 • Reflexiones • 3380 Views • No hay comentarios en Clayton Eshleman: el espejo de mamut

 

 

POR RICARDO POHLENZ

 

It’s impossible to see the Angel unless you first have a notion of it.

James Hillman

 

 

Clayton Eshleman es uno de los últimos representantes de una poesía gringa cuya obra, en cuanto proceso, se extiende hasta abarcar y confundirse con la vida misma de sus autores. Son verdaderos monumentos puestos por escrito que se cantan a sí mismos —como Whitman, me temo— en una búsqueda por apropiarse del mundo para darle sentido (al mundo, pero también a sus vidas) desde la sinrazón de un estado nacional creado para abarcarlo, contenerlo y agotarlo todo. Sus libros dicen sus vidas, cuentan todo lo que han visto y leído, todo lo que han descifrado y descubierto, la extensión misma de sus conquistas. La enorme bodega donde es guardada el Arca de la Alianza al final de la primera película de Indiana Jones es un símil perfecto para sus obras. Los Cantares de Pound, los Cuadernos de Maximus de Olson, el Paterson de Williams, el “A” de Zufoski se extienden en el tiempo como revisiones del mundo. Son experiencias de vida y de lenguaje que —en su mística y proceso— rescatan la evidencia física del tiempo. Son —al mismo tiempo— el objeto y el manual de instrucciones, la autopista y el automóvil. En el caso particular de Mecha de enebros, traducido al español por Hugo García Manríquez (Aldus, 2014), el poema —o mejor dicho, la labor del poema— no es una aventura que contiene y revisa la tradición poética de Occidente o la cifra de lo cotidiano o las proyecciones de un punto geográfico, es un gran fresco lírico (lleno de sobreposiciones y notas al pie) que sirve —al mismo tiempo— de línea temporal y de catálogo razonado.

 

Eshleman explora los límites entre poema y tratado, se entretiene en los lugares donde uno y el otro tienen puntos colindantes, se dedica in extenso a dar fe de los sitios de arte rupestre a partir de las descripciones y dibujos de sus descubridores, de las teorías desarrolladas por los especialistas (que revisa largamente) y de su propia experiencia como turista del paleolítico, mesolítico y neolítico. Su acercamiento tiene el cuidado minucioso del aficionado en un recorrido que es, a la vez, el trazo de una geografía y el panorama de una búsqueda que lo sobrepasa. Este catálogo exhaustivo que hace de las investigaciones se convierte en un proceso que se equipara, en cuanto a abstracción de tiempo, con el proceso mismo de las pinturas rupestres. Se convierten en unidades de tiempo que no nos son inimaginables y que abren un abismo en el que sólo queda lo indecible, eso que busca alcanzarse (o representarse) en forma ritual, eso que se pinta — que se baila — que se canta, en imitación del mundo para darle sentido en su simulacro. Es ahí donde, como una derivación (o una deriva) el compendio que hace de las teorías, sus comentarios y desavenencias con estas teorías, la descripción que hace de las pinturas y sus propios viajes (acompañado de su esposa) salta —supongo que este verbo es el más adecuado— la necesidad del poema. La línea temporal es rota con la pulsión eléctrica de un palimpsesto monstruoso que acumula citas, descripciones, preguntas y especulaciones que llevan a declaraciones que dicen al mundo desde la experiencia. Es una afirmación del foco a partir del circuito, del individuo a partir de una tradición. Eshleman trata de llenar con lenguaje —caigo yo mismo en la tentación de la metáfora— el hueco de las cuevas, el espacio abismal hecho de tiempo que permanece entre quien las hizo y quien las descubre. Salta desde su propia experiencia a la de sus contemporáneos, luego a la tradición gringa de poesía, luego hasta Blake y es de ahí, en su propia experiencia del descenso, que alude irremediablemente a Dante; vomita sentido en la paradoja en la que busca devorar la distancia insalvable con las pinturas. El último recurso, luego de teorías y descripciones, de especulaciones y versos cosmogónicos, es el sueño. Es hacia adentro, hacia las profundidades (infernales o del inconsciente) que puede aproximarse y reconocerse, al menos como pregunta (o como síntoma) al sentido último que lo une —como gesto— a la cifra y representación hecha por el hombre primordial:

 

“El sueño de descubrir a un animal único en la sala de los Weinberger: un pequeño y delicado tigre cuyas rayas asemejan escritura árabe. Descansaba en posición de esfinge observándome. De un naranja luminoso, cubierto de una filigrana de rayas súbitas, huidizas y entretejidas. ¿Origen del alfabeto? ¿Alfabeto animal? El lenguaje como encaje, negro sobre naranja, o naranja sobre negro, como en el cielo del atardecer, o el otoño en el que mis sueños fueron trazados”.

 

Podría obviar que, como se trata de un sueño, aunque “la sala de los Weinberger” nos lleva a inferir que Eliot Weinberger no es sino la extensión de una experiencia en la que Eshleman asume todos los roles: es “la sala de los Weinberger”, todas las personas que puedan estar ahí y “el tigre cuyas rayas asemejan escritura árabe”. Después viene la especulación, que surge de manera instantánea —tanto si Eshleman llevaba un diario de sueños o si el sueño tuvo un impacto tan profundo que anotó sus impresiones hasta después— convertidas en un espacio alternativo que lo sitúa, llevado por un hilo de coincidencias, a una especulación mínima que lo proyecta como imagen y que convierte al objeto primero en paisaje y luego en metáfora, que igual puede hacer alusión a un lugar, un hecho o una temporada y que, en primera instancia, es oscura e inquietante como un enigma:

 

el otoño en que mis sueños fueron trazados

 

¿A qué otoño se refiere? ¿Al otoño en que fue concebido, el otoño en el que nació, el otoño en que descubrió su vocación por lo grotesco (en su sentido más literal) y que lo decidió a emprender tan peculiar compendio de los descubrimientos y los descubridores del arte rupestre descubierto en Europa a lo largo del último siglo? ¿Son sus propios sueños los que fueron trazados (en papel o en piedra) y que ha hecho suyos en un acto de apropiación que pretende abarcar ciencia, magia y poesía (siendo esta última el único vínculo posible entre especulación y superstición) o son los sueños que ha heredado (o más bien, que ha hecho suyos) en la ilusión de una actualidad que sobrepone dos tiempos: esa misma distancia en el tiempo que tenemos ante cualquier cosa y que obvia su proceso —en apariencia— con el impacto de lo inmediato. Una orquestación química de imágenes liberada por el lenguaje (ya no por las palabras) y que resulta imposible de representar en su sucesión simultánea. Eshleman orquesta —en la medida de lo posible— esta máquina de sincronicidades posjungianas —como meta y proceso— desde una tradición poética que —como he dicho antes— es una lista de intentos por contener la totalidad (del mundo, de sentido del mundo, de las claves que revelan o esconden el sentido del mundo) desde las particularidades de un proceso que es a la vez crítico y lírico.

 

En “Matrix, jadeo”, hace una tautología necesaria entre sus versos sobre la Venus de Lespugue con imágenes que la muestran de frente, de espaldas y de perfil.

 

La dice y luego, la dice otra vez, no tanto para entender el objeto como para relacionarnos con él. Esta reiteración convierte al texto —a los versos— en un tinglado de alusiones, referencias y descripciones que es, al mismo tiempo, mapa y territorio (supongo que en la imposibilidad de ambos):

 

Lespuge descalza—

suspendida de cabeza, a partir de la espalda

sus muñones-piernas subyugados devienen cabeza,

las asentaderas, pechos tremendos.

 

Las palabras sirven de etiquetas, podrían valer como una descripción, al menos en apariencia, pero se parece más a un manual de instrucciones. Es un mecanismo secuencial que resulta ininteligible sin el apoyo de las ilustraciones. Nos queda a nosotros ver el movimiento de sus formas (lo que deviene en cabeza de las muñones-piernas, lo que distingue y confunde las asentaderas de ser y no ser pechos tremendos). Es una proyección mental que imita la irrealidad de las imágenes digitales. Quiere asir el sentido que se pierde con la comparación y hace obvia la distancia entre culturas (en la ilusión, tal vez no infundada, de que no somos tan distintos de un Cro-Magnon). Lo mismo se sirve de símiles con la cultura griega —como es en este caso— que con la cultura mexica o la tradición india, para imitar el hilo fatal de lo aleatorio como flujo de conciencia joyceano. Traza un dibujo con las asociaciones libres —como las estrellas en el cielo— para hacer contemporáneo el mito, pero también, como recurso freudiano, para excavar en las profundidades de la psique (en el sentido literal y figurado en el que se excava la tierra para acceder al inframundo). La mente del Cro-Magnon es un “cerebro de rana en forma / De una Venus de Milo”. Su propósito es seguir enumerando los atributos de la madre primordial.

 

Y aún, en su multirreferencialidad, trivializa lo sagrado, haciéndolo obsceno —cuando no morbido—. Esto explica por qué, llega a empatizar (valga el neologismo) con Jeffrey Dahmer (asesino serial apodado el Carnicero de Milwaukee): “no le falta razón / no querer ser abandonado por aquel a quien tocamos”, para luego añadir: “es algo amniótico”.

 

Eshleman falla. La actualidad de lo prehistórico sólo puede ser una invención; todo acercamiento posible, más allá de la evidencia y la especulación, es una fantasía que convierte el ritual de lo primigenio en un viaje psicodélico setentero. Eshleman apela a los lugares comunes del tótem para cantar (quiero insistir que se trata de actualización o tara heredada de Whitman) su propia animalidad para hacer uno con la piedra (o con el fresco que está pintado en la piedra, quisiera que diera igual, pero no)…

 

Emergí como mamut parcialmente atascado,

energía entre líneas cinceladas mi diferencia,

yo, líneas de pelo cruzando líneas de pelo

entrecruces de pelo, no el mamut

sino líneas de algo más que ve en mi espejo de mamut—

 

El mamut es un vestigio, es una palabra que utilizamos para algo que ya no existe, ancestro de los elefantes que habitaba en grandes extensiones del hemisferio norte entre el Plioceno y el Holoceno. La palabra empezó a usarse en el siglo XVII para referirse a los colmillos de elefante que fueron descubiertos en Rusia pero su uso fue popularizado por Thomas Jefferson, paleontólogo amateur y prócer estadounidense. Traza una línea nacionalista de apropiaciones que se convierte en una forma de linaje.

 

Eshleman invoca al mamut como parte de algo que es lo mismo un sueño del que se despierta como del descubrimiento que se hace en una excavación. Es todavía Dante en la sobreposición de dos inframundos, hace escatología en los mismos términos, como un agotamiento que transcribe y da realidad a un mundo al que sólo puede accederse desde la muerte. Pero todo esto lo hace desde la permisividad soez del acto poético, salta como entre lianas por una cadena de la que tenemos unos cuantos eslabones en su descenso hacia lo originario.

 

No esconde la suma esencial de su poética, la anuncia, con todas sus letras:

 

Poesía

“sunyata ryori”

Cocina del vacío

 

Es la mente desde cero la que guía.

 

Es el dar marcha atrás el carrete de película (como metáfora de lo moderno) para ir a la semilla como mácula en blanco de la pantalla. Lo dice fácil; según sus propias palabras, fue la tentación de hacer un trabajo de saturación a la Charles Olson sobre la pintura paleolítica, un viaje de turismo trascendental que lo llevaría, más allá de sus lecturas de Hillman y Bataille, al inframundo anterior a la idea misma de cultura para cantarlo más allá de las restricciones que guarda la literatura especializada para convertirla en su propio viaje interior. En una de sus visitas anuales a las cuevas fue acompañado por Gary Snyder, en otra ocasión lo acompañó Robert Creeley. Fue, según cuenta, el último viaje importante que hizo Creeley antes de morir (según la entrevista con Jessa Crispin publicada en enero de 2009 en bookslut.com). Mecha de enebros es un recorrido iniciático, por lo mismo imita (y se apropia) en cierto nivel el esquema narrativo de novelas de sustrato mítico como Viaje al Oeste y el Ramayana de Valmiki, como una aventura emprendida en pos de lenguaje anterior al lenguaje que se convierte en la búsqueda de un lenguaje que sustituya (o invente) aquello que no puede recobrarse.

 

 

*Fotografía: Eshleman ha desarrollado su obra desde la conjunción entre el poema y la bitácora de sus vivencias / Crédito: Especial.

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