Coches en la niebla

Oct 18 • destacamos, Ficciones, principales • 3206 Views • No hay comentarios en Coches en la niebla

 

POR  ISAÍ MORENO

 

Apretó el reloj de bolsillo dentro del chaleco y maldijo al conductor del vehículo que obstruía su paso. No sé cómo no me he largado de esta ciudad de mierda, pensó en voz alta el señor Bocanegra, a San Luis o Zacatecas, y el conductor de su coche disimuló no escuchar: antes bien se limitó a halar las correas del caballo.

 

Qué comunes eran ya los atascos en las avenidas, cuando los teatros de la ciudad presentaban estrenos, a veces de Shakespeare, o de dramaturgos en vogue. Bocanegra se irritaba por la gente culterana afecta a ese inglesito fino, o los franceses amanerados puestos en escena. Sólo era válida su admiración por la señorita Gémina, refinada y sin pretensiones, cuyos aplausos coincidían con el clímax de las obras (nada que ver con el golpeteo de la plebe al término de cada acto, ovacionando con chiflidos). ¿Que el aplauso es el alimento del artista?: sí, pero aquello se ve tan vulgar, pensaba. En cambio, Gémina, esa mujercita de cuerpo esbelto y rostro de terciopelo… siempre con el porte que ni su misma viudez logró menguar. La convocó en su mente, esperándolo más allá de la ruidosa Alameda, mientras su coche seguía detenido como los demás. Hablamos de esa época gloriosa de México en que la palabra mierda no tenía por qué significar improperio: de esos años a los que se llamaba correctamente aún años del Señor, cuando decir que haya mucha mierda era sinónimo de desearse éxito los artistas. Mucha mierda: la que dejaban los caballos de los coches como vestigio de asistencias a reventar a los teatros. Nadie ha pensado en los embotellamientos de entonces, el sudor de los cocheros y quienes los auxiliaban para estacionarse, dar agua a los caballos y limpiar mucha mierda de las calles. Visto desde fuera del tiempo, poco hay que diferencie esa época de la nuestra, de modo que hablar de estrés en el señor Bocanegra, en su chofer o los conductores de los otros coches detenidos, con los caballos estresados al igual que los ciudadanos, no es en modo alguno impreciso. En fin, mirar un embotellamiento de carretas en las calles congestionadas, animales exhaustos, conductores lanzando maledicencias al colectivo, era un paisaje tan poco estético que dudosamente debió atraer a los naturalistas de la época. ¿Quiénes somos para creeremos exclusivos en la desgracia de un anegamiento vial como signo de los tiempos contemporáneos?

 

Esa tarde, sin embargo, no había teatro ni mandatario alguno se casaba ni era sábado al mediodía, cuando numerosas señoras decidían ir de compras a las tiendas chic del centro histórico. Era miércoles por la tarde, a unos quince minutos de la Alameda en coche y ese tráfico, por definirlo con la retórica de los tiempos modernos, no avanzaba. Bocanegra asomó impaciente por la ventana. Su cochero tenía aspecto de querer hacer tiempo para cobrarle más por el viaje. Nuestro honorable señor en esa Belle Époque de la ciudad de México asumió que era imposible el avance. Consideró descender y caminar, pero no quería llenar de sudor su traje de corte francés: eso implicaba la ruina de la cita que Gémina le daba al fin, ya sin el pretexto de analizar una obra teatral, o leerle fragmentos de algún libro. Manifestó su desespero con otra maldición. Otros habían descendido de sus vehículos y ya un par de citadinos se agarraba a golpes. Para no ir tan lejos, los caballos del coche que tenía enfrente estaban por experimentar un ataque de nervios, halaban a los lados sin hacer caso al fuete de los cocheros. A punto estuvieron de volcar la carreta. Bocanegra iba a llegar tarde sin remedio. La dama debía esperarlo sentada en una banca, porque era demasiado puntual.

 

Por la avenida que hoy conocemos como Bucareli la fila de vehículos se divisaba inmensa. ¿De dónde salía tanto cristiano mal parido? Esos teatreros deben estar haciendo de las suyas, se dijo acalorado, sólo para corroborar de nueva cuenta que no era viernes, ni sábado. Dos almas comedidas conducían a su respectivo coche a los bravucones, uno con la ropa deshecha, el otro escupiendo los dientes. Su cochero hizo retroceder un poco la carreta para desviarse por un pasaje y sortear esa marea. Imposible.

 

Los tiempos sólo sirven para confirmar leyes de identidad y las historias son su mecanismo. En esta época los pasajeros nerviosos de un taxi prefieren bajarse, luego de pagar la proporción del viaje, y dirigirse a pie hacia su destino, sorteando los embotellamientos. En poco difieren de los de aquel entonces. Caminaré, se aseguró Bocanegra, no importa que sude, me puse suficiente lavanda. Ya descendía el hombre cuando escuchó a alguien proferir: Fue espantoso. Quien eso pronunció con la cara desencajada venía del sitio que él iba a recorrer. Apremió la curiosidad a Bocanegra. Caminó aprisa. Pronto se internó donde el incidente, en la dirección de unos gritos. ¡Vayan por ayuda, carajos, no se queden sólo viendo! Intrigado, el señor desvió sus pasos y abriéndose camino a codazos se internó entre la multitud. Allá al fondo había una rueda de madera destartalada, desprendida de su vehículo. Detrás de la turba divisó dos carretas volcadas y otra prácticamente deshecha. ¿A qué velocidad habrían ido? ¿Sería por el desbocamiento de los caballos enganchados? Aun sin ser creyente, el señor Bocanegra trazó en su entrecejo una cruz discreta. Muchos suponemos que la velocidad es exclusiva de la era del avión y el tren bala, pero nuestros antepasados remotos corrían tras las fieras para cazarlas, o a veces de éstas, con tal de no ser devorados. ¿Por qué imaginar el pasado en cámara lenta? La gente siempre ha corrido. En la era del caballo siguieron corriendo. En la era del carro jalado a caballo también.

 

Quizá por morbo, y más molesto a causa de esa gente que sólo miraba, se acercó por completo a la escena. ¡Qué espanto! Los tres pasajeros de uno de los vehículos se hallaban prácticamente comprimidos dentro, otros más tirados, con las extremidades rotas, implorando auxilio. Ya viene la ayuda, se escuchó de alguien. ¡Auxíliennos ustedes!, exigió una madame caída. Iba a acomedirse el señor Bocanegra con la mujer, pero alguien se le adelantó (bendita alma), secundado al fin por otros que se decidieron a imitar al primero y se quitaron los sacos para colocar en posturas más cómodas a los heridos. Se estrujó el corazón de Bocanegra por aquel espectro de colisiones accidentales, asesinas por obviedad, a las que, comprendió, todos estamos expuestos. De pronto reparó en uno de los caballos, tendido de costado sobre el suelo, jadeando con sangre en el hocico. El pobre animal parecía implorar también ayuda. Ya empezaban los empleados a encender con gas la luz de las farolas en la periferia. Y el leve manto de niebla que descendía sobre la ciudad volvió más triste el espectáculo. Uno de los cuerpos sobre el empedrado yacía bajo su manta blanca, con veladora al lado y Bocanegra se cubrió los ojos con el antebrazo. Le horrorizaba la sola idea de que siempre que un ciudadano acaba sorprendido por la muerte en la calle, alguien en quien nadie repara, en menos de un minuto, coloca esa veladora consabida junto a sus restos.

 

La señora (o señorita) Gémina había leído a Bocanegra una historia de nombre El coche correo inglés, que en esa época ya explicaba lo que hoy sabemos de las autopistas, incluidos los choques mortíferos a gran velocidad: un cochero se queda dormido en el camino, la perfección técnica del vehículo transforma el conjunto en bólido descontrolado pues los caballos corren a muchas millas por hora, en medio de la niebla. Eso significará el desastre para el coche y su pasajero. Se atraviesa otra carreta con avance lento. Vaya horror. El primer paso ha sido mío, el segundo le corresponde al joven que conduce, el tercero a Dios, leyó Gémina y eso recordó Bocanegra a la perfección. Evocó una imagen de la muerte como cochero que va recogiendo a los caídos en su carreta. Hasta que reparó de nueva cuenta en el caballo herido, que seguía mirándolo. ¡Precisamente a él! Los elementos de auxilio llegaron al fin para dar los primeros socorros a los heridos. Nunca al alazán. Y Bocanegra sintió vergüenza. Se acercó, acarició sus crines y revisó su costado herido, además de las patas rotas. Seguro el animal sería sacrificado. Como mínimo gesto de humanidad, podría darle agua para beber. Cerca divisó una fuente, incluso un balde disponible sobre la acera. Salió de la multitud para poner manos a la obra. Fue cuando su mano nerviosa, por mero reflejo, sacó el reloj de bolsillo. Era tarde, pero no tanto, de manera tal que el corazón le latió aprisa, olvidó la fuente y supo que si se apresuraba (¿quién no ha estado nunca apresurado en la Historia?) podría encontrarse aún con Gémina, contarle, mientras le tomaba la mano tibia, del incidente presenciado, como una calca del relato de ese tal De Quincey. Y referirle al final, quizá como pretexto a su retraso, que acababa de dar consuelo a un caballo moribundo.

 

* Ilustración: Leticia Barradas

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