Coco: memoria y olvido

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La nueva película producida por Disney-Pixar es de un inobjetable belleza expresiva que rescata la importancia de la memoria y los lazos familiares, además de un discurso que marca una nueva etapa en las relaciones entre México y este emporio mediático

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POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA 


Tras varias décadas de convivir en tensión con la iconografía y festividades del Día de Brujas (el estadounidense Halloween, celebrado el 31 de octubre), la clase media urbana de México parece haber dado marcha atrás a su supuesta transculturación y abrazado de nuevo el mundo de ofrendas y calaveras asociadas a las celebraciones católicas de Día de los Fieles Difuntos y Todos los Santos.


A falta de un mejor término para calificar el fenómeno, el Día de Muertos está “de moda” entre un sector de la población que solía mirarlo con indiferencia. Las cifras son contundentes: la Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo de la Ciudad de México estimó que la celebración arrojó una derrama económica en la capital de 4 mil 55 millones de pesos, 3.5 por ciento más que el año pasado. Si bien algunos escépticos argumentan que buena parte de ese monto obedece a la visita de turistas a causa de la Fórmula Uno, lo cierto es que, como apunta Humberto Lozano Avilés, líder del organismo empresarial, el magno desfile de Día de Muertos realizado por segundo año consecutivo en la ciudad se ha tornado en una atracción mayúscula. Presenciado por más de 500 mil personas, el desfile, como lo admiten de manera informal los creativos de las empresas contratadas por el gobierno citadino para su ejecución, está inspirado en la secuencia inicial de Spectre (Sam Mendes, 2015), la cinta de James Bond donde observamos al agente británico en una persecución por un Centro Histórico lleno de cráneos gigantes y personas disfrazadas de calacas que se mueven al ritmo de percusiones que recuerdan más un ritual africano que a México. Quizá la secuencia filmada por Mendes no sea muy veraz (¿quién espera naturalismo de una película de James Bond?), pero sin duda fue lo suficientemente alucinante para generar la atención que hizo el viable al espectáculo que hoy conocemos. Si bien el gobierno capitalino fue cuestionado con dureza por destinar recursos públicos a la facilitación del rodaje, no es descabellado afirmar que la apertura de Spectre será recordada a la postre como uno de los pocos logros concretos de la administración de Miguel Mancera, ya que redundó en la creación de una atracción internacional que probablemente crezca en los años subsecuentes y promueva la visita a otros lugares más tradicionales (7.5 millones de extranjeros visitaron distintos puntos del país los primeros dos días de noviembre).


El México “clasemediero” vive una relación conflictuada con algunas expresiones de su cultura popular: después de menospreciarlas como una manera de externar pertenencia arribista a un círculo social, tiende a redescubrirlas maravillosas y fascinantes cuando son observadas con asombro distorsionado desde el extranjero. El revival del Día de Muertos en las urbes es una muestra más de esta dinámica, la cual provoca escozor entre algunos sectores tradicionalistas. El enojo, con frecuencia histérico, no es gratuito: lejos de producir una hibridación enriquecedora y vital, esta apropiación esquizofrénica suele degenerar en expresiones asépticas o edulcoradas de las versiones originales. Lo que nos lleva a Coco, la cinta más reciente de los estudios Pixar, propiedad de Disney desde 2006. La casa Disney, ese símbolo histórico de la “propaganda imperialista” que referenciaban libros como Para leer al Pato Donald (Dorfmann y Mattelart, 1972), nunca se ha distinguido por conseguir el consenso de voces críticas en torno a la adaptación cultural de los universos que maquila. No obstante, Coco ha conseguido algo que se antojaba imposible: una cinta de rigor investigativo e inobjetable belleza expresiva cuyos subtextos constituyen una toma de postura antagónica del emporio mediático frente a la política antimexicana del hoy presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
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La propaganda de Walt

La Cineteca Nacional presenta actualmente México y Walt Disney, un encuentro mágico, exposición que detalla la relación de la empresa con nuestro país a lo largo de los años. Más allá de la cursilería (“la relación fue una historia de amor”) y la mercadotecnia (la salida es a través de una tienda de regalos que sólo vende playeras y cuadernos de Coco), el despliegue, curado por F. G. Haghenbeck, revela algunos aspectos históricos de interés. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Franklin D. Roosevelt estaba urgido de afirmar sus lazos con Latinoamérica en aras de evitar alguna posible invasión de los países del eje en el continente y detener la contaminación de doctrinas políticas que pudieran dañar los intereses aliados. Walt Disney recibió la encomienda de viajar como Embajador de Buena Voluntad para producir cortos animados sobre México, Argentina, Perú, Chile y Brasil. Tras un viaje de 13 días por México —donde lo mismo paseó por Xochimilco que convivió en fiestas con Diego Rivera y otras celebridades de la época—, Disney produjo Los tres caballeros (1944), cinta que narra el encuentro entre el pato Donald y sus dos amigos latinoamericanos, incluido el mexicano Pancho Pistolas. Al igual que Coco, Los tres caballeros se exhibió primero en México, donde fue un éxito de taquilla. En Estados Unidos, si bien fue alabada por su mezcla de animación e imágenes en vivo, no produjo la misma resonancia. Caótica y reduccionista, aunque bienintencionada en lo general, Los tres caballeros cumplió a cabalidad con su cometido propagandístico. Incluso el escuadrón aéreo 201 adoptó a Pancho Pistolas como su mascota durante las batallas del Pacífico en 1945. La presencia de Disney en México fue un acontecimiento que demostró que la guerra se libra tanto en el campo de batalla como en la arena mediática. Tras ese pasaje, la relación entre Disney y México se limitaría a la apertura de algunas secciones en los parques temáticos y la secuencia animada de “Los cochinitos dormilones” incluida en La vida de Cri-Cri, el grillito cantor (1963).


A diferencia de Los tres caballeros, Coco se estrena en un contexto definido por un distanciamiento marcado entre la Casa Blanca y los titanes empresariales del capitalismo global. La filosofía central del gobierno encabezado por el otrora magnate consiste en una “utopía regresiva” que implica la abdicación del liderazgo de antaño mediante el repliegue del libre comercio y la cerrazón de las fronteras. Quizá algunas organizaciones de la era industrial puedan experimentar un renacimiento en la Unión América, pero todas aquellas cuya fuerza dependa de un mercado internacional estable van a padecer severas dificultades. Para una compañía como Disney, la disyuntiva es clara: doblegarse a las políticas de Trump o conservar la presencia global que la ha convertido en un imperio. Los días que ataban a la industria hollywoodense como máquina propagandística de los intereses imperiales de Washington parecen haber quedado atrás, por lo menos temporalmente. El pasado primero de junio, Bob Iger, CEO de Disney, renunció al consejo de asesores empresariales de la Casa Blanca bajo el argumento de que era una “cuestión de principios” frente a la salida de Estados Unidos de los acuerdos climáticos de París. Cinco meses después, el emporio estrena una cinta descrita por la crítica como “una carta de amor hacia México en la era Trump”. La lectura política, si bien involuntaria, resulta inevitable.

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Los que se quedan

Dirigida por Lee Unkrich (Toy Story 3) y Adrián Molina, Coco cuenta la historia de Miguel Rivera, un niño que sueña con ser un cantante al estilo del legendario y ya fallecido Ernesto de la Cruz, ídolo de México. Su familia, empero, le ha prohibido terminantemente acercarse a la música. La causa: el tatarabuelo abandonó a su esposa e hijo por buscar fama y fortuna fuera de Santa Cecilia, el pueblo natal. En plenas celebraciones del Día de Muertos, Miguel desafía a sus padres y se enreda en un robo que redunda en que sea transportado al Mundo de los muertos, donde auxiliado por Héctor (Gael García Bernal) buscará a su ídolo para poder regresar a la tierra de los vivos y restablecer la armonía entre los dos universos. En el transcurso de la aventura, Miguel comprenderá la importancia de la memoria y los lazos familiares.


Comencemos por lo evidente: Coco es un deleite estético. La idea de representar con ambición formal la imaginería del Día de Muertos en el cine de animación no es nueva. El antecedente más sólido es El libro de la vida (2014), filme producido por Guillermo del Toro y dirigido por Jorge Gutiérrez que intentó retratar la celebración mediante un pintoresquismo relamido más cercano al diseño infantiloide de los juguetes de la “Virgencita plis” que a la construcción de un universo orgánico y vibrante. Unrick y Molina, por el contrario, desdoblan un rigor casi antropológico en el diseño de los personajes y los lugares que habitan. Coco destila y hace suya la historia del país con sus mitos y personajes más populares: el Santo, Frida Kahlo, Jorge Negrete, Pedro Infante y un largo etcétera que crece en la conciencia con repetidas vistas. El trabajo de animación está repleto de matices orientados a humanizar a los personajes. Los esqueletos son fantasmas del pasado, excéntricos y divertidos, claro, pero tan reconocibles y cercanos que llega un punto en que al espectador le resulta difícil no buscar a sus propios parientes en la pantalla. Si bien existe un contraste palmario entre la luminosidad solar de Santa Cecilia y la noche fluorescente del Mundo de los muertos, la paleta de colores se mantiene alegre y vivaz, como el arte folclórico que la inspira. Esta armonía cromática permite que alebrijes míticos convivan con elementos cotidianos de texturas que lucen insólitas en su realismo, casi táctiles (la chamarra roja de Miguel, las arrugas del rostro de Coco, las flores de cempasúchil).


De acuerdo con Darla K. Anderson, productora de la película, el Mundo de los muertos es un homenaje a la Ciudad de México. Como la Ciudad de México, que fue construida encima de un lago, las torres del Mundo de los muertos se alzan por encima del agua. Las primeras capas son las pirámides y, conforme las siguientes capas se hacen más altas, también se vuelven más modernas. La idea es que cuando las almas llegan de la tierra de los vivos, construyen extensiones de las torres que van con el estilo que les tocó vivir. Ese es el caso de la mansión de Ernesto de la Cruz, que funciona como una mezcla de santuario cinematográfico y zona de reventones eternos que se asemejan a las fiestas del cine de Baz Luhrmann. En ese sentido, la cinta refleja la idiosincrasia del melodrama mexicano, donde el bueno es pobre y de familia unida, mientras el rico, en cambio, es fatuo y carente de lazos entrañables. Coco, sin embargo, desdobla una complejidad que había estado ausente de las películas más recientes de Pixar, una productora en perpetuo acto de equilibro entre el aliento artístico y la concesión comercial. Si bien parte de una premisa clásica “pixariana” —el personaje con habilidades únicas que se rebela frente a una comunidad conservadora para cumplir un “destino manifiesto” (Brave, Ratatouille, Los Increíbles)—, Coco presenta una vuelta de tuerca que la distancia del discurso de “empoderamiento” tan característico de la institución fundada por Edwin Catmull, Steve Jobs y Alvy Ray Smith en 1986. Otro acierto es el manejo del “padre ausente”, tema de particular relevancia en una nación donde “todos somos hijos de Pedro Páramo”.


El contexto carga de significado a la obra. A fin de cuentas, Coco es un filme sobre la lucha de los que se quedan por recordar a los que se fueron. Los puentes que conectan al mundo de los vivos con el de los muertos no son tan diferentes a los que vinculan a México con las tierras del norte. La defensa de los que partieron a buscar un mejor futuro empieza con la memoria. La única muerte definitiva, apunta Héctor en una secuencia clave, es el olvido. De ahí, como tristemente saben varias generaciones de migrantes, es imposible regresar.

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FOTO: Coco está dirigido por Lee Unkrich, con guion de Adrián Molina y Matthew Aldrich, es la primera producción de Disney-Pixar dedicada a México./ESPECIAL

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