Rusia y México ¿Arte revolucionario?

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La presencia de la Revolución de octubre en las artes plásticas está presente en los proyectos artísticos más destacados del siglo XX, algunos concebidos como propaganda política y otros más con un discurso propio y libre, que aun con la presencia del Estado ocupan un lugar destacado en la historia del arte

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POR ANTONIO ESPINOZA


Aguerrida bolchevique y feminista militante, Alejandra Kollontái fue embajadora de la Unión Soviética en México. Desembarcó en Veracruz en diciembre de 1926, donde fue recibida por una manifestación de trabajadores que agitaban banderas rojas y el general Heriberto Jara, gobernador del estado, subió al barco a saludarla. El día 24 hizo entrega de sus cartas credenciales al presidente Plutarco Elías Calles. Su presencia causó expectación en los círculos de izquierda y cautivó a numerosos intelectuales mexicanos. Su misión diplomática en México fue breve y se distinguió por un clima político desfavorable, entre otros factores por la presión de Estados Unidos (en el país del norte se llegó a hablar de la “bolchevización de México”) y la campaña de linchamiento en su contra orquestada por Luis N. Morones (líder de la CROM y brazo derecho de Calles). La embajadora bolchevique regresó a Moscú a mediados de 1927. De acuerdo con Octavio Paz, fue muy comentada una de sus declaraciones: “No hay dos países en el mundo de hoy que sean tan parecidos como México y la URSS” (México en la obra de Octavio Paz. III. Los privilegios de la vista. Arte de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 256).


Las relaciones diplomáticas entre México y la Unión Soviética se fueron deteriorando paulatinamente. En 1929, bajo el gobierno de Emilio Portes Gil, se rompieron las relaciones con la URSS y se inició la represión contra los comunistas. Con la llegada a la presidencia del general Lázaro Cárdenas en 1934, la situación cambió y muchos comunistas ocuparon puestos importantes en el gobierno revolucionario. Ese mismo año, en la Unión Soviética se impuso una doctrina estética dogmática (el realismo socialista) que acabó con la libertad creativa que caracterizó los primeros lustros del régimen, contexto en el que surgieron vanguardias rusas como el constructivismo y el suprematismo. En México, la aventura muralista iniciada en 1921 había dado un viraje ideológico por el influjo de la Revolución Rusa, la cual fue vista por varios pintores mexicanos (Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, entre ellos) como el acontecimiento histórico que cambiaría el destino de la humanidad. Cabe preguntarse ahora por el carácter de estos movimientos artísticos, el primero impuesto por un régimen totalitario y el segundo patrocinado por un régimen autoritario: sus analogías y sus diferencias y su ubicación dentro de la modernidad artística de su tiempo.


Propaganda con monumentos

Anatoly Lunacharsky (1875-1933), el responsable de la política cultural del régimen soviético durante doce años, contó en un artículo una anécdota reveladora: “En 1918 me llamó Vladimir Ilich [Lenin] y me comunicó que era preciso desarrollar el arte como medio de propaganda” (“Lenin y el arte”, en Las artes plásticas y la política artística en la Rusia revolucionaria, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1969, p. 9). Ahí mismo, Lunacharsky sostiene que el fundador del Estado soviético le propuso dos proyectos. Uno era “adornar” muros y edificios con grandes carteles que llevaran inscripciones revolucionarias, y el otro se refería a la erección, en gran escala, de monumentos dedicados a los grandes revolucionarios. Fue lo que Lenin llamó, según Lunacharsky, “propaganda con monumentos”. Así, poco a poco, en la Unión Soviética se fueron construyendo grandes estatuas de Marx, Engels, Lenin, Stalin… En la petición de Lenin a Lunacharsky se encuentra el origen del “culto a la personalidad” y el arte propagandístico llamado “realismo socialista”.


A favor de Lunacharsky debe señalarse que él siempre se pronunció por la libertad creativa. En un artículo de 1920, señaló: “Para un Estado revolucionario, tal como el gobierno de los soviets, la cuestión del arte se plantea del modo siguiente: ¿puede o no la revolución aportar algo al arte y, a su vez, puede el arte o no dar algo a la revolución? Obviamente, el Estado no tiene la intención de imponer por la fuerza ideas y gustos revolucionarios a los artistas. Semejante violencia únicamente podría dar lugar a un falso arte revolucionario, debido a que la primera cualidad del verdadero arte radica en la sinceridad del artista” (“Arte y revolución”, en Adolfo Sánchez Vázquez, Estética y marxismo, México, Ediciones Era, 1984, tomo II, p. 199). Bien sabido es que el poder soviético no le hizo caso a Lunacharsky y finalmente el estalinismo impuso por la fuerza una doctrina estética dogmática que acabó de golpe con las corrientes vanguardistas que florecieron durante los años veinte y asfixió la libertad creativa en el país durante cinco décadas: el realismo socialista.


Para desgracia de los artistas rusos que se deslumbraron con el sol de la revolución y abrazaron la causa del nuevo régimen (Chagall, Kandinsky y Malevich, entre muchos otros), finalmente sobrevino la imposición autoritaria del “falso arte revolucionario” que rechazara Lunacharsky. En el Primer Congreso de Escritores Soviéticos (1934) se impuso el realismo socialista como una ideología estética, se condenaron las tendencias no realistas como formalistas y decadentes y se proclamó la superioridad del arte de la sociedad socialista por ser el de la sociedad supuestamente más avanzada y progresista, ignorando con ello la idea del desarrollo desigual del arte y la sociedad que formulara Marx. El arte tenía que ser un reflejo de la realidad. Y como la realidad soviética era supuestamente una realidad socialista, el arte tenía que reflejar las virtudes de esa sociedad igualitaria: retratos y estatuas de los líderes revolucionarios, escenas idílicas del trabajo, vida cotidiana (forzosamente feliz) de los campesinos y de los obreros, arrojo y valor de los soldados del ejército rojo, etc.


Utopía en los muros

El muralismo en México no nació como una imposición autoritaria del Estado. En 1921, el entonces Secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, se impuso la misión de educar a las masas a través de un arte monumental, un arte espiritualista que revelara los valores que la Revolución había liberado. Para ello convocó a los pintores mexicanos a que se apropiaran de los muros de instituciones públicas y se dieran a la tarea de crear un arte nuevo. Los artistas aceptaron la oferta, empezaron a trabajar, pero poco a poco fueron abandonando el evangelio vasconcelista para adentrarse en la realidad político-social de México. Con la excepción de José Clemente Orozco, quien siempre se mantuvo a distancia, Rivera, Siqueiros y otros muralistas hicieron suyas las tesis marxistas, concibiendo un futuro luminoso para la humanidad en el socialismo. Exaltaron la historia con sus héroes y mártires, idealizaron la revolución y alentaron el triunfo de los desposeídos. Si en la visión vasconcelista el muralismo era un proyecto regenerador de la sociedad, destinado a crear conciencia de los valores patrios entre las masas, para los pintores comunistas era mucho más que eso. Los murales tenían que denunciar la explotación del hombre por el hombre y revelar la verdad absoluta de la dialéctica materialista: la sociedad sin clases del futuro.


El pintor comunista más radical fue David Alfaro Siqueiros. Desde su regreso a México en 1922, enlazó su actividad artística y su actividad política. Al mismo tiempo que iniciaba su producción muralista, fundó el Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores (SOTPE), en diciembre de 1922, del que fue secretario general. Un año después, en 1923, el SOTPE lanzó un Manifiesto “A la Raza Indígena Humillada”, en el que afirma su repudio a la pintura de caballete y “a todo el arte cenáculo ultra-intelectual por aristocrático”, exalta el arte monumental “por ser de utilidad pública” y señala que “nuestro objetivo estético fundamental radica en socializar las manifestaciones artísticas tendiendo a la desaparición absoluta del individualismo por burgués” (Raquel Tibol, Un mexicano y su obra: David Alfaro Siqueiros, México, Empresas Editoriales Mexicanas, 1969, pp. 89-92). En este documento quedaron expresadas claramente las intenciones estéticas e ideológicas del movimiento muralista, que cada artista pondría en práctica de acuerdo a sus capacidades y sus criterios.


Patrocinado por el Estado mexicano, el muralismo fue un movimiento artístico que se desgarró entre sus intenciones estéticas y sus aspiraciones mesiánicas. Fue un arte público supuestamente destinado a imbuir de espíritu revolucionario a las grandes masas proletarias con el fin de provocar un cambio. Lo que uno se pregunta es si este arte monumental pudo ser entendido y asimilado por los sectores a los que iba dirigido. La clase obrera, heredera del futuro en el marxismo, ¿entendió y asimiló el mensaje? Parece que no. Lo peor de todo es que el muralismo nos legó una imagen falsa de México: una versión maniquea de nuestra historia, centrada en la lucha de clases, en el enfrentamiento entre el pueblo trabajador y sus explotadores. Es por eso que el muralismo fue uno de “los grandes movimientos utópicos del siglo XX” (Teresa del Conde, Una visita guiada. Breve historia del arte contemporáneo de México, México, Plaza y Janés, 2003, p. 28).


En un libro publicado originalmente en 1959, Sir Herbert Read califica como antimodernos tanto al realismo socialista como al muralismo mexicano. Para el historiador y crítico de arte inglés, ambos movimientos se encontraban fuera de la evolución estilística del arte. Por ser artes de Estado que servían como instrumentos ideológicos del poder, Read los consideraba reaccionarios y afirmaba que se desarrollaban a contracorriente de la modernidad artística representada por las vanguardias (La pintura moderna, Barcelona, Editorial Hermes, 1967). Es cierto, pero para ser justos hay que decir que si despojamos de telarañas ideológicas a ambos movimientos artísticos, en el caso del realismo socialista queda simple propaganda y, en el caso del muralismo, grandes maestros que ocupan un lugar de honor en la historia del arte.

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FOTO: Boris Kustodiev, Bolchevique, óleo sobre tela, 1920. / ESPECIAL

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