Colombia: la protesta social y los fantasmas

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El poeta Santiago Espinosa explica los motivos de las protestas en Colombia, al que define como un país huérfano y con una democracia que es una promesa irresuelta 

 

POR SANTIAGO ESPINOSA 
Has visto un fantasma alguna vez? Para los que vivimos en América Latina la respuesta tiene una resonancia colectiva. No hablamos de espectros en un sótano sino de promesas irresueltas. No de niños aterrados sino de aquello que pudo ser. Y que al no encontrar un sitio se desliza espectralmente en las palabras de los vivos. En las plazas públicas y en las universidades.

 

Lezama Lima decía que el drama de los americanos no era el de los “encuentros imposibles”: un duende, el diablo, sino el de todas aquellas cosas que no pudieron cumplir la cita. Un “drama de los encuentros posibles”. Es aquí cuando nos preguntamos en lo que hubiera pasado si Miranda y Bolívar. O si Allende o Gaitán no hubieran sido asesinados. O si los desaparecidos todavía estuvieran. Al lado de nuestras realidades, más o menos semejantes, hay en América Latina una realidad paralela. La historia de las víctimas y los exiliados, los marginados y los solos, y que se expresa más a menudo en la literatura que en las fuentes oficiales.

 

Hablaba de los fantasmas, porque en Colombia hemos tenido que presenciar el nacimiento de uno: lo que ocurrió con el plebiscito por la paz en el 2016. Es muy difícil que entendamos estos cinco años si no reparamos en lo que sucedió ese día. El 50,21% de los electores se opusieron a la terminación del conflicto más antiguo de la región, que en cifras del Centro de Memoria Histórica ha dejado 262 mil 197 muertes y un total de 8 millones 376 mil 463 víctimas. Del total de los electores sólo un 37% votaron ese día, lo que hizo que el verdadero ganador fuera la indiferencia y la abstención. Mientras tanto en las poblaciones más afectadas por el conflicto —un ejemplo es Bojayá, donde el acuerdo por la paz ganó con el 95%—, los resultados estuvieron entre el 70% y el 90% por el “SÍ” a los acuerdos.

 

¿Qué hizo que un acuerdo entre dos élites, la del gobierno de Juan Manuel Santos que en su momento fue ministro de defensa de Álvaro Uribe —el mayor contradictor de la Paz—, y una guerrilla como las FARC con un apoyo popular tan reducido, lograran movilizar las esperanzas más contrarias de un país? La respuesta no es tan sencilla ni tan obvia. Los acuerdos, (innovadores en su visión de la justicia, apenas razonables en cuanto a la participación política y los temas agrarios, incluido el narcotráfico) hablaban de justicia y democracia, de la Colombia profunda y de las víctimas, en un país que con muy pocas excepciones ha construido su historia republicana en el arte de ignorar estos reclamos. Por primera vez en 30 años las víctimas y los grupos de mujeres, la comunidad LGTBI y los colectivos de artistas, los estudiantes y los maestros, los indígenas y los afros, los desterrados o los habitantes de las zonas más marginadas, sentían que el “país político” les pertenecía.

 

Las esperanzas y los cuerpos desbordaron la letra menuda de los códigos. Había un presente. Un país posible. Todo lo que con estos resultados se marchó fuera de la historia, convirtiéndose en un fantasma. El presidente Santos, con su habilidad de zorro político, y con algo de humildad histórica, logró dejar unos acuerdos andando a paso tortuoso, con un respaldo constitucional pero con todo el lastre de una derrota popular.

 

Fue un día extraño en verdad. Las encuestas más escépticas hablaban de un triunfo del “SÍ” con un 65% o 70% de los votos. Unos días después, bastante alicorado, el jefe de la campaña del “NO” reveló las estrategias de desinformación que estuvieron detrás de los resultados. Hay que decir también que las maquinarias corruptas que estuvieron con Santos en la reelección, para derrotar a Oscar Iván Zuluaga, el candidato oficial del uribismo, ese día no movieron sus votos.

 

Con este resultado la mitad de mi generación quedó huérfana. Algo se rompió al interior de nosotros. La sensación de que el presente pudiera ser un día nuestro lugar. La resaca no terminó con las marchas masivas que ocurrieron algunos días después. O con el Nobel de Santos. Lo que ocurrió fue una fractura que terminaría por confirmarse con las elecciones presidenciales, ganadas por el candidato del “NO”. ¿Quién era Iván Duque Márquez? Su caso se parece mucho al de esas películas de Hollywood en las que un hombre del montón, sin ningún mérito político ni intelectual, termina convertido en “presidente por un día”. La experiencia con Santos, —un presidente de la derecha que “los traicionó” con la paz—, le hizo pensar al uribismo que un hombre leal y sin atributos era la única manera de conjurar esos peligros. Y de algún modo lo consiguieron. El candidato de la guerra era un hombre rollizo que cantaba en los noticieros, un político incapaz de sugerir una idea propia, para liberarse de su partido o convertirse en una nueva amenaza.

 

No estoy diciendo que un “novato” no tenga el derecho de aspirar a la presidencia. Hay casos donde estos desconocidos tienen la capacidad de cambiar los países, y Duque hubiera podido hacerlo. Que un presidente de derecha hubiera impulsado los acuerdos de paz, o una política decidida frente a cualquier aspecto, el medio ambiente o la educación, la cultura, hubiera planteado la discusión desde otros escenarios. Sólo que Duque no creció con el cargo sino que lo encogió a su medida. Lo hizo irrelevante y risible. Un negocio privado, para pagar los favores de sus amigos o de los clanes políticos que lo respaldan en el congreso. En el caso de la justicia la situación es alarmante. El Fiscal general, su mejor amigo de la universidad, ha impuesto desde el cargo una justicia al acomodo de sus intereses. El caso más sonado ha sido el del expresidente Uribe, el jefe absoluto de su partido. Uribe fue encarcelado como senador bajo los cargos de soborno a testigos y fraude procesal, pero al renunciar al senado quedó en manos de la competencia de la fiscalía, que ordenó su libertad con una prontitud procesal que es inusual en Colombia.

 

Es imposible enumerar los desaciertos de este gobierno. Una semana el ejército bombardea un grupo de niños y el ministro de defensa los llama “máquinas de guerra”. En la otra el candidato Duque aparece haciendo campaña con reconocidos narcotraficantes. O vemos que un jefe de estado habla de los siete enanitos en un foro de cultura en la UNESCO. O se revela un escándalo de corrupción en otra de sus carteras ministeriales.

 

No ha habido en la historia de Colombia un presidente tan caricaturizado. Un presidente “meme”. Quienquiera que busque en google “cara de bobo” encontrará el rostro de nuestro mandatario, que tiene en este momento un 80% de desfavorabilidad en las encuestas. El 21 noviembre del 2019, antes de la pandemia, lo que comenzó siendo un paro sindical despertó la movilización más grande de nuestra historia reciente. Esos sectores que habían sido convocados por el proceso de paz, y muchos otros, afectados por la crisis e indignados por la figura del presidente, salieron de manera espontánea a las calles. Exactamente como en Chile y en Venezuela. El paro nacional se prolongó durante un mes. Vimos movilizaciones de millones de personas. Los cacerolazos en los barrios. Las orquestas sinfónicas tocando en la protesta. Y una generación de jóvenes que les recuerda a los mayores lo ocurrido en la década del 60, después de varias décadas de neoliberalismo y unos proyectos de vida más bien individuales o apáticos.

 

El 25 de noviembre fue asesinado por el ESMAD (Escuadrones Móviles Antidisturbios) el estudiante de colegio Dylan Cruz, como un primer anuncio de lo que pasaría después. La relación entre los manifestantes y la policía se volvió irreconciliable. En este país la policía ha cumplido funciones militares, y obedece al ministerio de defensa. No todos los agentes están entrenados para atender una protesta social. El 8 de septiembre del 2020 fue asesinado por la policía el abogado Javier Ordoñez. En un video se mostraba cómo los agentes lo golpearon, igual que a George Floyd en los Estados Unidos. Un día después, 13 personas fueron asesinadas por la policía de Bogotá, cuando protestaban por el hecho.

 

Cuando llegó la pandemia lo que se confinó fue una insatisfacción social sin mayores antecedentes. Una indignación y una rabia que se habían vuelto colectivas. Como era de esperarse las protestas regresaron, el 28 de abril de 2021. El detonante fue una Reforma Tributaria que propuso el gobierno de Duque. Habría que hablar de la desconexión, de la indolencia del gobierno que propone un alza de impuestos en medio de las cuarentenas. Pero más importante que esto sería la sensación de un grito pospuesto. La prueba es que la reforma fue tumbada y también el ministro de hacienda que la propuso, Alberto Carrasquilla, pero la protesta siguió por varias semanas más. Nunca una protesta había durado tanto en Colombia, hasta concluir en una forma tan latinoamericana en la que las cosas cesan sin resolverse, para volver a aparecer después.

 

A diferencia de la festividad de las protestas del 2019, lo que vimos en el 2021 fue la alternancia entre el riesgo y la pesadilla. En las mañanas los jóvenes protestaban en todo el país, a pesar de la pandemia, las lluvias, a pesar de la policía. Un país distinto a fin de cuentas. Rabioso e indignado, mucho más solidario sin embargo. En las noches veíamos por los lives de las redes sociales, Instagram, Facebook, que esos mismos jóvenes estaban siendo asesinados en vivo. Según cifras de Temblores ONG e Indepaz, la protesta social dejó 44 asesinatos con presunta autoría de la fuerza pública, 28 víctimas de violencia sexual y mil 832 detenciones arbitrarias. El gobierno ha argumentado infiltraciones. Es probable que estas protestas sean como “un sancocho nacional” en el que todo cabe dentro de la olla, precisamente porque son espontáneas y no las controla ninguna fuerza política. Sin embargo, habría que advertir que la inmensa mayoría de los manifestantes fueron estudiantes y personas jóvenes. Uno leía en las pancartas mensajes como estos: “Cómo me gustaría salir a protestar sin dejar preocupada a mi mamá…”. “Nos quitaron tanto que acabaron quitándonos el miedo”. Los manifestantes, en un hecho inédito, vestían las camisetas de la selección de Colombia. Porque protestaban para quedarse.

 

A lo largo de este estallido social, en ciudades como Cali, Bogotá y Pereira, comenzamos a vivir la violencia que antes imaginábamos en la periferia. En la memoria se quedó el rostro de Lucas Villa, un estudiante que fue asesinado por un escuadrón de seguridad privada. Días antes había salido en un video, bailando y protestando. Y lo sigue haciendo de algún modo, aunque todos sepamos la verdad. Es muy posible que regresen las protestas, aunque la proximidad de las elecciones podría dispersar los ánimos.

 

A pesar de todo —en lo que va del año se han cometido cerca de 80 masacres y han sido asesinados más de 142 líderes sociales—, las instituciones del Acuerdo de Paz han continuado su labor, con una dignidad y una resistencia que estamos muy lejos de merecer. Desde el liderazgo del padre Francisco de Roux, la Comisión de la Verdad ha recorrido cada rincón del país, escuchando las distintas versiones. Ha recogido el testimonio de todos los bandos y sectores políticos. Es una lección de paz para un país tan polarizado, que sólo escucha a su bando y su propio sector político. El informe, que será publicado en 2023, es el mayor ejercicio de memoria histórica que se haya dado en Colombia.
Dentro de los miles de testimonios que ha recogido la Comisión me han conmovido particularmente el de las Madres de Soacha. El ejército colombiano —hablo de los mal denominados “Falsos positivos”—, ejecutó extrajudicialmente a 6 mil 402 jóvenes, y ocultó sus cuerpos o cambió sus nombres, para hacerlos pasar como bajas en combate. Ningún mando militar importante ha sido condenado. Estas mujeres son las madres de algunos de estos jóvenes. Doris Tejada y Beatriz Méndez se han tatuado en sus brazos el rostro de su hijo desaparecido, haciendo de sus cuerpos monumentos vivos. “Dicen que me estoy arrugando un poco”, comenta Beatriz Méndez, “es la única manera de que mi hijo envejezca conmigo”. O dice Doris Tejada en la misma conversación, que no ha encontrado el cuerpo de su hijo aunque ya unos militares reconocieron el hecho: “Yo no quiero que se pudran en la cárcel. Sólo quiero que me digan la verdad. Y que esto nunca se repita.”
Quizá sea este el principal logro del acuerdo de paz. Escuchar atentamente a las víctimas, para que estas verdades nunca se repitan. Cuando esto ocurra dejaremos de hablar sobre fantasmas.

 

FOTO: Protestas estudiantiles en contra del gobierno / Crédito: Juan Barreto/ AFP

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