¿Por qué ir tan lejos? La conquista inconclusa de la Nueva Vizcaya

Jul 31 • destacamos, principales, Reflexiones • 13850 Views • No hay comentarios en ¿Por qué ir tan lejos? La conquista inconclusa de la Nueva Vizcaya

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La llegada de europeos al actual territorio mexicano marcó el inicio de varios procesos de conquista que se extendieron durante más de un siglo, y las tierras del norte no fueron la excepción, pues a ellas llegaron las tropas españolas impulsados por leyendas de ciudades de inmensas riquezas y la posibilidad de encontrar un camino hacia China 

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POR CHANTAL CRAMAUSSEL 
La Nueva Vizcaya, fundada en 1562, con sede en la villa de Durango, abarcó los estados actuales de Sinaloa, Sonora y parte de Arizona, Chihuahua y el sur de Coahuila hasta 1787. Al crearse esta nueva gobernación estallaron disputas territoriales con la Nueva Galicia, cuya capital era Guadalajara, y de la que dependían la villa de Culiacán, en el noroeste, y Zacatecas, mineral de plata descubierto en 1546, en el altiplano central. Hasta la fundación del Nuevo México en 1598 (que incluía una porción norte del actual estado de Chihuahua) y de la provincia de Coahuila en 1687 (con capital en Monclova) los límites al norte y al oriente de la Nueva Vizcaya no estaban definidos. En 1733, se escindió de la Nueva Vizcaya la gobernación de Sinaloa y Sonora y luego, medio siglo más tarde, Saltillo se incorporó a Coahuila. Pero ese inmenso territorio no fue cabalmente colonizado durante la época virreinal.

 

Generalmente se piensa que los españoles pretendían conquistar todo el continente americano para extender los dominios de Dios y el rey y no se busca más explicaciones para comprender el porqué de las exploraciones y expediciones de conquista, fuera de la atracción de la plata. Sin embargo, las minas de plata no fueron las que motivaron inicialmente la expansión colonial al norte de Zacatecas, y las tierras por descubrir a mediados del siglo XVI las había por doquier. Tampoco en un inicio la búsqueda de indios por evangelizar representaba un incentivo; al norte de la Nueva España los grupos indígenas no eran sedentarios y la densidad demográfica era menor que en el altiplano central, con excepción quizá de las regiones yaqui y mayo. Los españoles se dirigieron hacia el norte porque anhelaban descubrir el paso que los llevaría a China, la tierra de las especias, símbolo de riquezas inconmensurables.

 

Por este motivo se pelearon Cortés y Nuño de Guzmán, y, en la tercera década del siglo XVI, sus exploraciones marítimas por la costa del Pacífico los llevaron a descubrir la península de Baja California. Luego el virrey Antonio de Mendoza, en 1540, organizó otra gran expedición para llegar a un riquísimo reino llamado Quivira que colindaba supuestamente con China. Llegó con su ejército hasta el hoy estado de Colorado, sin alcanzar su objetivo. Francisco de Ibarra, quien sería el primer gobernador de la Nueva Vizcaya, andaba desde 1554 a la búsqueda de Copala, otro reino fabuloso situado en el septentrión, al norte de Zacatecas. Estas leyendas se mantuvieron vivas durante todo el siglo XVI y estuvieron en el origen de la conquista del Nuevo México en 1598, de donde se decía que habían salido los mexicas y que esa tierra era tan próspera como México-Tenochtitlán, de ahí su nombre. Todavía en el siglo XVIII, esas ideas, que llamamos ahora mitos geográficos, impulsaron la conquista de Texas.

 

Francisco de Ibarra quiso descubrir el rico reino del norte. Ya nombrado gobernador de la Nueva Vizcaya, recorrió en 1562 la costa del Pacífico, atravesó la Sierra Madre Occidental y alcanzó la ciudad prehispánica de Casas Grandes que se encontraba ya despoblada. Pero no siguió adelante. Con un ejército exhausto y desmotivado volvió al valle de Guadiana, donde fundó en 1563 Durango, la capital de la Nueva Vizcaya. Sin embargo, las leyendas que acompañaron la conquista del Norte continuaban a la orden del día. En las siguientes décadas, los españoles con sus aliados mexicas, tlaxcaltecas, otomíes y tarascos se implantaron lo más lejos posible en el septentrión para estar más cerca de China y de los imaginarios reinos del norte. Sólo así se comprende la conquista de la provincia de Santa Bárbara, en la cuenca del río Florido, entre 1563 y 1567, a más de 400 kilómetros de la villa de Durango. Cabe señalar que no hubo explotación minera importante en esa región antes del descubrimiento de Parral en 1631. Pero no se trataba de una zona despoblada, sino que, por el contrario, se llegó a afirmar que la habitaban tantos indios como en Tlaxcala. Lo mismo puede decirse de Durango, de Parras o de Saltillo, poblaciones fundadas también en el siglo XVI. La granjería más jugosa de los conquistadores era la reducción a la esclavitud de los indios que revendían a los comerciantes del centro de la Nueva España o mandaban a las islas del Caribe donde la población indígena se extinguió al ser atacada por las epidemias traídas de Europa. Los cautivos se herraban y eran sobre todo mujeres y niños, porque los españoles solían matar a todos los varones adultos rebeldes. A veces los infantes que también formaban parte de las llamadas “piezas de guerra” permanecían en el norte, pero perdían los vínculos con la sociedad indígena al entregarse a familias que los incorporaban a la servidumbre.

 

El hecho de que los españoles quisieran ir lo más lejos posible para acercarse a los reinos fabulosos que ubicaban hacia el norte imprimió un carácter específico a la conquista del septentrión novohispano. Los europeos se implantaban en tierras lejanas donde la población india no estaba sometida. Fue desde esos enclaves coloniales que trataron posteriormente de conquistar a la población circundante. Luego creaban más asentamientos coloniales en los inmensos despoblados que separaban un enclave de otro. Este tipo de avance hizo que la guerra con los indios, quienes además no eran sedentarios ni tenían autoridad central, continuara durante toda la época colonial. Cabe señalar que no todos los grupos indígenas opusieron resistencia, siempre había más “indios amigos”, es decir, soldados auxiliares originarios de la propia región, que españoles, mestizos y mulatos combatiendo en las guerras llamadas de pacificación. Los conquistadores aprovecharon esas divisiones tejiendo efímeras alianzas con unos grupos para vencer a otros. Los indios traídos por los españoles del centro del virreinato, que también participaron en la conquista del Norte, tuvieron un papel menor en los conflictos bélicos, pero coadyuvaron a la formación de los poblados coloniales, puesto que conocían el arte de la agricultura.

 

También hubo explotación de minas en la Nueva Vizcaya, como las de Chiametla (ahora en el sur de Sinaloa) entre 1569 y 1580, donde Francisco de Ibarra explotó minas y se adueñó de San Sebastián (hoy Concordia, Sinaloa). Sin embargo, para extraer y beneficiar la plata los españoles se enfrentaron a la escasez de mano de obra, no bastaba con los indios traslados del centro de la Nueva España. No hubo minería de plata en la época prehispánica en el Norte y los indios locales se negaban a sedentarizarse. Para subyugarlos, además de implementar el régimen de repartimiento de trabajadores forzados, los gobernadores otorgaron indios en encomiendas, que consistían en reconocer los derechos de los españoles sobre grupos de nativos que habían logrado asentar en sus haciendas y que ya laboraban para ellos. Sin embargo, muchas encomiendas quedaron como letra muerta cuando los indios se daban a la fuga. La reducción legal a la esclavitud (llamado “trabajo personal”) por rebeldía era también una práctica común. Cuando los indios se rehusaban a someterse se les declaraba la guerra “a fuego y sangre” que permitía cautivar a hombres, mujeres y niños y revenderlos. Para tratar de derrocar definitivamente a los indios y proteger el tránsito de hombres y mercancías en los desolados caminos que separaban los poblados coloniales, la Corona mandó fundar una serie de presidios primero en la sierra de Chiametla y en la Tepehuana. Desde luego que las reducciones a la esclavitud y la imposición del trabajo forzado generaban una violencia permanente. En 1580, los indios de la sierra alrededor de Chiametla se rebelaron, pero el primer gran alzamiento en Nueva Vizcaya data de 1616. En esta fecha, se levantaron en armas los tepehuanes y pusieron en jaque a los españoles durante cuatro años entre el sur del actual estado de Durango y la zona donde se fundaría Chihuahua. Hasta que una epidemia acabó con parte de los guerreros.

 

Las epidemias, que afectaron la población india hasta mediados del siglo XVII en el centro de la Nueva España, se prolongaron al menos por mucho tiempo más en el norte del virreinato donde la densidad demográfica era mucho más baja. La población local fue diezmada de manera recurrente por la viruela, el sarampión y el tifo (se usaba el término náhuatl matlazáhuatl para referirse a esa enfermedad). Tan solo en 1577 se dice que pereció por esta causa la tercera parte de los indios. Como en todo el continente americano, los virus y bacterias importados del Viejo Mundo y antes desconocidos en las Indias Occidentales fueron agentes más eficientes en la conquista que los caballos, los perros de guerra o las armas de fuego de los europeos, e incluso que los indios auxiliares.

 

Después del auge minero de Chiametla, hubo otros más, como el ya mencionado de San José del Parral en 1631, de Álamos en 1685, de Cusihuiriachi dos años después, de Chihuahua a partir de 1709, Batopilas también a principios del siglo XVII y de Guarisamey, en la actual sierra de Durango en la década de 1780. A los mitos geográficos de los siglos XVI y XVII sucedió en el siglo XVIII el de la riqueza minera del Norte, cuando en realidad existían centros mineros mucho más productivos en el centro de la Nueva España, como Pachuca, Taxco o Guanajuato. Las minas del septentrión solían ser superficiales y las bonanzas eran de corta duración, a lo sumo unos 40 años en Parral, 30 si acaso en Chihuahua y 20 en Guarisamey. Cuando la minería se venía a menos, los hacendados aprovechaban la mano de obra disponible en las labores del campo y la ganadería. Donde no había minas, el poblamiento fue más estable y la población creció de manera sostenido en todas partes durante el siglo XVIII. Pero no se resolvió nunca el problema de la mano de obra. Las epidemias seguían atacando a los indios que habían permanecido más dispersos y alejados de los asentamientos coloniales y los demás eran reacios a trabajar para los invasores. Hubo que esperar que aumentara la población española y mestiza para que los asentamientos coloniales dejaran de ser dependientes del acopio forzado de operarios. Esta situación se dio de manera muy paulatina en el transcurso del siglo XVIII y sólo en las regiones de poblamiento colonial más antiguo.

 

A pesar de la merma de la población india, los poblados coloniales del norte de la Nueva España seguían siendo enclaves en tierras indias. Los españoles controlaban pequeñas regiones unidas por caminos inseguros donde los asaltos eran frecuentes. Los nativos indómitos perseguidos por los hacendados mineros y agrícolas, así como por los cazadores de esclavos, no dieron tregua. Después del alzamiento ya mencionado de los tepehuanes, se rebelaron los indios del altiplano central en la década de 1640 y luego los tarahumaras en 1652, probablemente por el acopio en trabajadores que exigían las minas de Parral. Luego, en la década de 1680, en la gobernación de Nuevo México los españoles sufrieron un sonado revés que los obligó a retirarse del alto río Bravo hasta 1692. Al mismo momento se alzaron también los indios de Sonora y los habitantes del altiplano central al norte de la villa de San Felipe El Real de Chihuahua. Para asegurar la circulación de hombres y mercancías, la Corona tuvo que abrir, al sur de Parral, una serie de presidios a lo largo del camino de tierra adentro que enlazaba la Ciudad de México con Santa Fe, pasando por Zacatecas y Chihuahua.

 

El siglo XVIII fue marcado por las guerras con los apaches que provenían de principalmente de Texas y Nuevo México. En la segunda mitad de esta última centuria, los apaches fueron empujados hacia el sur por los comanches, otro pueblo guerrero que ocupaba las actuales llanuras centrales de Estados Unidos. Esos indios pasaron a ocupar las tierras en buena parte abandonadas por los indios locales, objetos de guerras de exterminio y demográficamente disminuidos por las epidemias. Los españoles aprovecharon de nuevo la enemistad entre apaches y comanches para firmar efímeros acuerdos de paz con unos para derrocar a los otros. Las hostilidades eran el pan de cada día entre Chihuahua y El Paso (hoy Ciudad Juárez, Chihuahua) que pertenecía ya a la gobernación del Nuevo México, y en las orillas del Bolsón de Mapimí, habitado por los rebeldes. Al final de la época colonial los españoles crearon “establecimientos de paz” donde se estacionaban los indios y recibían comida y regalos de todo tipo, a cambio de dejar de hostilizar a los pobladores. Esta política costaba mucho y fue sustituida en la época independiente por el pago de cabelleras por las autoridades estatales que creyeron poder exterminar así a los rebeldes. Así, con la Independencia de México no terminaron las guerras indias, sino que se agudizaron. En la tercera década del siglo XIX los comanches hacían reiteradas incursiones bélicas en los estados de Chihuahua, Durango, Coahuila y Zacatecas.

 

La larga conquista del hoy norte de México, iniciada por los españoles y continuada por los mexicanos, terminó hasta la década de 1880, durante el régimen de Porfirio Díaz, hace menos de 150 años. Pero las hostilidades no acabaron del todo y en cualquier pueblo del norte, la gente mayor sabe del terror que los apaches y comanches inspiraban a sus antepasados. Sin embargo, la violencia era mutua y falta mucho por hacer para reconstruir la memoria de esos pueblos guerreros que amenazaban los cazadores de cabelleras contratados por los gobiernos estatales para extinguirlos.

 

FOTO: Retrato de un nativo de las regiones del Parral, en el actual territorio de Chihuahua/ Crédito: Museo de América de Madrid. Tomado del libro Poblar la frontera. La provincia de Santa Bárbara en Nueva Vizcaya durante los siglos XVI y XVII, de Chantal Cramaussel.

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