El silencio de San Anselmo

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 

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¿Pues quién se atrevería a molestar a hombre tan absorto?
San Agustín, Confesiones, VI, 3

 

Deben de ser pocos los peninsulares quienes actualmente se ofenden al escuchar que, de no ser por nuestra América, el castellano sería sólo la linajuda lengua de un pequeño país europeo.

 

El español, a diferencia de otras lenguas –el alemán nada menos– tuvo la fortuna de extenderse y florecer en otras tierras, otros ámbitos y ser, hoy día, una de las lenguas más habladas en el planeta.

 

Ello supone una enorme responsabilidad para los críticos literarios porque, estando en extinción las literaturas nacionales diseñadas en el siglo XIX, buena parte de la literatura mundial se escribe en español. Más aún, la llamada “globalización” que no es la primera ni la única en la historia literaria, convierte a cada lector y a cada escritor en autor de contenidos similares y en hacedor, aun en contra de su voluntad –si es que es un nacionalista involuntario o pertinaz–, de una literatura bastante parecida en cualquier punto de la ecúmene de la lengua.

 

Las diferencias formativas o electivas entre un joven escritor de cualquiera de nuestras ciudades son escasas. Todos estamos conectados a la misma red. Escribirá en un español distinto, pero cada vez menos, al de su colega venezolano, peruano o guatemalteco. Divergencias idiomáticas, tonales, temperamentales, las cuales no sólo sobreviven, sino deben sobrevivir y a veces son más notorias en la poesía que en la narrativa, donde el autor tiende, salvo excepciones, a normalizar su español. La historia que tendrá detrás será distinta, pero no tanto y si logra salir, al editar, del mercado local, se convertirá en un ciudadano más de la literatura mundial, para la cual, además, las letras hispano–americanas (incluyo el guion como lo hacía Gaos, queriendo decir, letras de España y de América) ya no están de moda, lo cual, para mí, es una buena noticia.

 

Aquello deseado por Reyes, Uslar Pietri y Paz, el de vernos sentados a la mesa de la civilización, ya ocurrió. Primero ocupó ese lugar Rubén Darío, ante el escándalo de los Valera y de la gente del 98, que acabó por cultivar un modernismo de tono menor. Luego, Barcelona se convirtió, a fines de los años sesenta, en la capital de la literatura de esta orilla del Atlántico y el Boom sólo confirmó comercialmente que, teniendo como antecedentes, a Bombal, a Vallejo, a Huidobro, a Mistral, a Neruda, a Onetti, a Rulfo, a Borges, y a Pizarnik, nuestras letras no sólo eran modernas, sino mundiales. Nuestra presencia en el banquete no es ninguna novedad y no debemos esperar más festejos y arrumacos que el resto de los comensales.

 

Tendremos años malos y otros no tan malos. Pero eso ni nos da ni nos quita. Suelo ofrecer el ejemplo de la literatura francesa, la más importante de todas las literaturas según admitió el nada afrancesado Borges. Que su último gran novelista haya sido Céline, fallecido en 1961 o lo fuese Gracq, muerto casi centenario en 2007, no los atormenta. Saben o presienten que tienen otro Stendhal en su porvenir. Yo no creo en la Decadencia, sino en los ciclos predichos por Vico o Kant. Que Bolaño, un meteoro inesperado, haya muerto antes que un homérida como García Márquez dice mucho sobre nuestra vitalidad.

 

No es fácil, sin duda, transitar de la literatura nacional a la mundial. Antes que ello, hablando sólo del español, los monopolios de la edición, que ya ni siquiera tienen a sus verdaderos dueños en Madrid o Barcelona, parcelan adrede el mercado editorial en América Latina. Esa cerrazón conviene a los grandes editores. No es fácil, ni para el editor amigo, conseguir obra de su sello publicada por su propia franquicia en otro país. Contra ello sólo procede seguir el ejemplo de los poetas, los cuales se las ingenian para leerse de un país y a otro y lo hacen muy bien desde los tiempos de Darío, antes de internet.

 

Por ello el lector ejemplar debe invertir, siempre, antes que en las novedades, en el libro viejo y apostar por los sellos independientes. Unos y otros se han beneficiado del comercio internacional de libros a través de la red, nunca tan activo ni tan accesible como en nuestro siglo. También está la sumisión a la lengua franca. Lo que se traduce al inglés –y los editores estadounidenses e ingleses son de los que menos traducen– goza, de entrada, de una ventaja mediática, no necesariamente literaria.

 

Vuelvo a lo que más me interesa, la responsabilidad del crítico. Es imposible estar al tanto, en mi caso, de las novedades mexicanas y además, es indeseable. Cumplo con la misión de darle mantenimiento a los clásicos y me escapo, a veces, siendo negligente con la mexicanidad novísima, hacia mis contemporáneos chilenos o argentinos, porque Rafael Gumucio y María Gainza o Fabián Casas y Alejandra Costamagna, me dicen más que mis vecinos, amigos o enemigos.

 

No me atrevería a decretar el fin de la literatura mexicana o el fin de la literatura argentina, porque es probable que ello nunca ocurra. Pero insisto que a mí, la noción de literatura nacional, ya no me dice gran cosa. Ello no quiere decir que aspire yo a una literatura mundial estándar o decafeínada, como se me ha acusado. No, mi fe está en los grandes maestros del siglo XX, los Kafka, los Joyce y los Beckett, tan idiosincráticos en su lucha por escapar de sus pequeñas naciones. Nosotros, además, tenemos la suerte de vivir en un ancho imperio, el de la lengua española, única y diversa.

 

Salvo en la llamada Edad de la Crítica, que los anglosajones calculan se extinguió hacia 1967 con la hegemonía del posestructuralismo (treta genial de los franceses para continuar siendo dueños de la literatura no desde la novela sino gracias a una filosofía literaria), el crítico ya no es el mediador entre el autor y el lector. El tránsito entre el libro impreso como baremo civilizatorio y la era digital, ha barrido, en todo el mundo, con revistas y suplementos literarios, que en la red, contra lo que suele pensarse, se ocultan o banalizan. Publicar un libro en papel sigue siendo la principal forma de legitimidad para un nuevo autor, aun cuando luego éste pueda descargarse electrónicamente, operación estancada desde hace un lustro en un 20% de las ventas de cada título, según leo en un artículo reciente de Carlos Franz.

 

Cada época cree tener el monopolio de las desgracias. Yo mismo encuentro muchos motivos de desaliento y a veces preferiría haber ejercido mi oficio en los tiempos perdidos de la Edad de la Crítica. Esa es mi nostalgia. Constato que el prestigio de la lectura morosa y en silencio está por los suelos, sostengo el prejuicio de que el horror por el libro es hegemónico y que nunca como ahora, “el lector común”, sí, el de Virginia Woolf, había estado tan indefenso, en manos de merolicos que se mudaron de la prensa frívola a You Tube.

 

Pero, casi de inmediato, mi odiado relativismo viene a darme consuelo: la lectura como actividad de la enorme minoría (Juan Ramón Jiménez dixit) siempre ha sido eso, minoritaria. Pensemos en la Edad Media donde sólo leían algunos monjes; cada generación sólo encuentra barbarie en la que la reemplaza, pero con frecuencia aparecen nuevos clásicos para disuadirla. La crítica –etimología manda– siempre ha estado en crisis, amenazada por los totalitarismos de diverso signo (hoy día el populismo, un día de izquierda, otro de derecha) y por la voracidad de los comerciantes.

 

Donde quiera que se aloje la buena crítica, ésta debe seguir haciendo su trabajo, ante el lector, de toda la vida: impedir la confusión entre el negocio editorial y la literatura, entre la vida literaria y el ejercicio solitario del lector, así como convencerlo de que las novedades impresas y publicitadas por los editores no son necesariamente lo que hay que leer. Dada la volatilidad del conocimiento y su siniestra confusión con el aluvión informativo, urge militar por la lectura silenciosa, pausada, de alguna manera ajena al mundo pues sólo desde la distancia que nos imponen los clásicos hemos de leer mejor y paradójicamente discriminar, en lo actual, el trigo de la cizaña. Y a los contemporáneos –siempre– juzgarlos con el baremo de los clásicos antiguos y modernos, por más injusto o pedante que pueda parecer ese criterio. Luego vendrá la crítica a poner las cosas en su lugar, para ponderar. Siempre hay que recordar el pasmo de Agustín de Hipona cuando observó a San Anselmo, en Milán, leyendo en silencio.

 

FOTO: Metamorfosis de una imagen, de Manuel Felguérez. Óleo sobre lienzo (1989). /Museo Iconográfico del Quijote.

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