José Emilio Pacheco, un lector fuera del tiempo

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La relación de José Emilio Pacheco con la obra de Ramón López Velarde fue siempre del asombro de la primera lectura a la sencillez de quien comparte sus hallazgos

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POR LUIS JORGE BOONE

1. En sí mismo, un libro es un diálogo fuera del tiempo. Toda escritura deja la cantidad necesaria de pistas, cabos sueltos, líneas de investigación, premoniciones e ideas que invitan a ser continuadas y reflexionadas, y que suceden siempre al momento de adentrarse en las páginas. El acto de la lectura es siempre nuevo y por ello es siempre el primero. No importa que el acto de cifrar y el de descifrar estén separados por siglos o milenios. Somos islas, y las barcas que llevan y traen la otredad entre nosotros son los libros.

 

José Emilio Pacheco no es solamente un escritor, a últimas fechas hemos descubierto que es una suerte de cantera literaria de la que se extraen libros que se fraguaron, me atrevo a decir, a espaldas del autor. Su labor periodística y crítica pavimentaron el gusto lector y dirigieron las indagaciones librescas de varias generaciones. Una muestra de ello es su columna Inventario; hace poco fue publicada una cuidadosa selección de ésta por Ediciones Era, que consta de tres tomos, y recogen la tercera parte de lo publicado por el autor de manera semanal a lo largo de cuarenta años. Pero los artículos, las crónicas culturales, los ensayos, la varia invención que Pacheco publicó en los suplementos y las revistas de arte y cultura más importantes de la segunda mitad del siglo pasado y el inicio del presente, no se agotan en las más de 1500 páginas de esta antología.

 

Hay más. Tenemos de José Emilio Pacheco y sus rutas lectoras, de su conocimiento enciclopédico, de su charla erudita y cercana, para un rato más. Hoy aparece este libro dedicado a una piedra angular de la poesía actual, La lumbre inmóvil. Ramón López Velarde, cuya curaduría estuvo a cargo del poeta Marco Antonio Campos. Los textos que lo componen provienen del prólogo a la Antología del modernismo, de artículos publicados en Diorama de la Cultura, suplemento del Excélsior, Biblioteca de México, La Jornada Semanal y Letras Libres, además de algunos “Inventarios” de Proceso.

 

2. Los materiales del libro son diversos. Todos tienen en común haber surgido de la admiración, de la profunda lectura que desde diversos frentes emprendió José Emilio Pacheco sobre la vida y la obra de Ramón López Velarde. Comentaré algunos de ellos:

 

La lumbre inmóvil hace la crónica de una enemistad que poco tenía que ver con los libros y mucho con el ego del creador: la que unió a López Velarde con Alfonso Reyes, a partir de una crítica en la que el jerezano puso en segundo plano la lírica del regiomontano por debajo de su prosa; dicha animadversión le duró a Reyes gran parte de la vida, pues al parecer no dejó pasar la oportunidad de menospreciar a su crítico, aunque éste hacía ya mucho que había muerto.

 

Encontramos un retrato amplio y esclarecedor, justo en su dimensión humana y la ponderación de la obra artística del autor de La suave patria tantas veces mal leída a lo largo de la historia. Pacheco hace constantes llamados a reubicar el poema y el resto de la obra del autor en los lugares que corresponden y vuelve una y otra vez sobre la figura del poeta, sobre la marginalia de las circunstancias de su muerte, sus amores, sus deseos íntimos de una patria ya perdida, y nos acerca a él.

 

Destaco también del contenido del libro ese entrecruzamiento de cuento y ensayo, de realidad alternativa y clarividencia que es “De los poetas muertos”. De la adoración y de la duda, también del conocimiento y de la experiencia proviene esa pieza que se pregunta qué hubiera pasado si López Velarde no muere a los 33 años y proyecta dentro del panorama cultural de la época la vida madura y la vejez del zacatecano. Este cuento merece estar en esta Lumbre inmóvil, pero también en el tomo con las ficciones breves de Pacheco.

 

3. El más antiguo de estos textos fue publicado en 1970, y el más nuevo está fechado en 2009. Treinta y nueve años. Este libro se fragua a espaldas a la voluntad más visible del autor. Se trata de un título que se cocinó al fuego lentísimo de la admiración verdadera, del estudio despacioso y retozón, al deleite de las relecturas y bajo la sombra de las conmemoraciones, los números redondos de los aniversarios, las circunstancias que ofrecen buenos pretextos para compartir un hallazgo bibliotecario o comentar un dato ya conocido pero viéndolo desde una perspectiva novedosa.

 

José Emilio poseía una magia especial: la de hacer que la escritura, su escritura, la de los autores que admiraba, nos pareciera cercana. Al leer Las batallas en el desierto pienso que muchos hemos tenido la poderosa impresión de que escribir una novela es un ejercicio de sencillez, de claridad, de limpidez. Basta con ir soltando una palabra verdadera, libre de pesos y dobleces, tras otra. El oficio y la maestría de Pacheco nos convencen de que escribir es fácil: mira cómo la voz se desliza por la realidad de las cosas y las emociones, mira cómo la memoria no se traiciona nunca y el recuerdo se vuelve un tributo impecable a lo que ya no es y a lo que extrañamos, mira cómo el drama del conflicto humano se muestra y enseguida se deslíe al pasar por el tamiz del tiempo, se vuelve relativo, borroso, anónimo.

 

“El enigma de la sencillez”: bien podría ser el título de un estudio sobre el estilo del autor.

 

La naturalidad es el camino más largo. Llegar a esos gestos y ese conocimiento del lenguaje transparente y ligero le tomó al poeta años de reescritura, de corrección, de cálculo, de borraduras. Es proverbial la serie de capas de trabajo que a lo largo de los años y de las ediciones el autor puso en sus libros. Poemas que empezaron siendo un párrafo robusto y en su versión final son una línea central y vigorosa. Traducciones que le llevaron años de calculado trasvase y en la creación de un aparato de notas que hiciera visible el trabajo que hay detrás. Narrativas que se afinaron hasta el último día en el que el autor pudo revisarlas. Versiones finales todas que recibieron hasta el último aliento del trabajo del autor, y que sólo su muerte puede convencernos de que ese que leemos es su avatar último.

 

Mientras leía los artículos de La lumbre inmóvil tuve de nuevo esa impresión. La de que confeccionar un estudio generoso y cercano, profundo y erudito, debe verse como una cosa sencilla. Nada de dificultades gratuitas, de referencias oscuras, de discursos agotadores. Las investigaciones exhaustivas terminan alejando a los lectores de a pie en lugar de acercarlos a un nuevo autor o a la profundización de otro ya conocido. Los estudios que intentan reunir todo el conocimiento existente sobre su tema terminan siendo cansadísimos de leer o imposibles de consultar. La academia que agota el tema, agota al lector. José Emilio hacía lo contrario: desgranaba ideas y asuntos a lo largo de las décadas, lo hacía sin programas y planes encorsetadores, deseando siempre hablar con quienes como él son lectores, ante todas las cosas.

 

La lumbre inmóvil tiene esa sencillez que se consigue mediante el largo camino del estudio, la deliberación, la paciencia, la abundancia, la generosidad y la decantación.

 

4. Hay ciertas experiencias que cancelan el tiempo. “Soy feliz me han sacado del mundo”, dice Héctor Viel Temperley en su poema “Hospital Británico”. Pienso que es ahí donde sucede la emoción estética más intensa, la más durable. En ese lugar fuera del tiempo seguimos escuchando la voz de José Emilio Pacheco. Su conversación con los lectores, sucede siempre y todavía.

 

FOTO: José Emilio Pacheco, Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil, México, Ediciones Era, 2018, 138 pp./ Especial.

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