Fragmentos de un viaje en curso
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“De la huida se derivan, como debe de ser, los encuentros fortuitos”, dice este cronista, quien narra sus descubrimientos en caminos y ciudades perdidas de los límites entre Argentina y Paraguay
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POR ANTONIO MORENO
Uno empieza conociendo la ciudad de Asunción, capital del Paraguay, desde Buenos Aires —asegura el viajero. En buena medida sucede lo mismo con Montevideo, que bien podría ser una extensión del populoso barrio de Palermo—. El viajero encuentra rasgos provenientes de un mismo ecosistema urbano. Son expresiones relativas para afirmar que el mundo no puede ser representado en su totalidad. La metáfora del mundo se constituye de cruces tangenciales y confluencias provocadas por culturas en movimiento.
De modo que todo está en todo. Sin embargo, ante la imposibilidad de conocer esa totalidad, está el fragmento, vuelto crisol por las confluencias, y útil para evitar el caos. Gestiona una síntesis orgánica de lugares y sujetos. Hacerlo trascender es una aventura porque se alimenta de la realidad real. Este verano, el viajero se hospeda en la casa de huéspedes de Facundo Arnosi, situada entre las calles Ruggieri y Cabello, a una cuadra del parque Las Heras, uno de los varios pulmones ecológicos con los que cuenta el barrio; bajo esa superficie verdosa del parque se edificó la Penitenciaria Nacional, en funciones hasta mediados de siglo XX; en ella estuvo recluido el gaucho Juan Moreira, inmortalizado por el cine y la literatura.
Allí, en la casa de huéspedes, paran viajeros de muchas partes del mundo. Henry es de Marsella. Habla un castellano caribeño, un tanto barriobajero. Frisa los sesenta y con las ganancias que obtiene de las ventas (vende lencería y corsetería fina por todo Francia), viaja nueve meses hacia sitios insospechados.
A Henry no le gustó para nada la vibrante ciudad de Buenos Aires que no duerme nunca, dice la leyenda. Se marchó lo más rápido que pudo. Le envió al viajero un correo electrónico cuando ya estaba de vuelta en los Estados Unidos, para decirle que se mudaba de Tamatave a Mahajunga, puerto situado al oeste de la isla de Madagascar. Paul es franco-argentino, un poco mayor que Henry y se expresa como un sociólogo y conjetura al modo peronista. Es la primera persona que conoce —afirma el viajero— que ha recorrido casi todo el orbe. Paul intuye que podría ser por la edad, pero a ambos les desagrada el sol negro y melancólico del alto norte, por eso prefieren rastrear —no importa qué tan lejano esté— un sitio con un sol intenso y luminoso, donde el frío pueda ser una simple anécdota. De la huida se derivan, como debe de ser, los encuentros fortuitos.
Si uno evoca la metáfora del mundo, entendida como una serie de fragmentos interconectados, no es para imaginarse fuera, dentro o en los bordes, sino para afirmar un estar aquí. Habrá respuestas lúcidas, cargadas políticamente, y de una solvencia retórica que no dudarán en mostrar las marcas de una fatalidad histórica, que a su vez tratarán de persuadirnos para que elijamos un sitio. El viaje es equiparable al fragmento y cabe la posibilidad de abrir otros senderos, otras puertas de acceso, que podrían ayudar a revertir esa fatalidad que pisa fuerte. Paul le ha metido el freno al auto a sus sesenta y tres años. Ya viaja menos porque se está quedando sin combustible.
Henry no sabe cuándo parará porque todavía está pendiente el viaje a México y a Centroamérica. —Y a Estados Unidos, ¿cuándo?—, le pregunta el viajero. Su respuesta es de una negatividad rotunda que da la impresión como si hubiese escuchado una ofensa. La conversación continúa sobre la ley que pretendía criminalizar a los inmigrantes indocumentados en Arizona. La súbita aparición de una anciana en el campo visual de ellos, de cansino andar, acompañada de una joven que le brinda uno de sus brazos para que se sostenga, les sugiere callar un poco. La imagen de la mujer longeva, sin familiares que se hagan cargo de ella, junto a la otra imagen de la joven precoz que tuvo que dejar Asunción para instalarse en Buenos Aires, son estampas muy comunes en este barrio de Palermo.
El viajero incluye en esa estampa a sus amigos peruanos y colombianos que venden películas piratas (libros y celulares y juegos electrónicos y relojes y documentos apócrifos, y un largo etcétera.), en chinguiritos de pisa y corre sobre las aceras situadas frente y paralelas al parque de Las Heras, a 15 pesos, mi amigo, y mejor que las originales (sic); a los tenderos chinos, que son el oráculo silencioso de Capital Federal; a los personajes de los escritores Washington Cucurto y Juan Diego Incardona, hábiles benedictinos de la charlatanería; sin excluir a los bolivianos del mercado de San Telmo, por supuesto, que venden todo lo necesario para que el viajero prepare un guacamole pastoso y unas salsas iracundas, como si estuviese en México, para acompañar al mejor asado del mundo, cocinado por los argentinos.
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Todos somos Freddy Flores. En Bolivia (2001), el chivo expiatorio no tiene escapatoria y se le sacrifica a modo de catarsis. El viajero trata de conectar los dilemas que enfrenta el personaje central del filme de Adrián Caetano con una postura opuesta, ciega y cínica, como la que asumía Joe Arpaio, el temible shérif del condado de Maricopa, en Arizona, pero Henry lo interrumpe para decirle que no lo ha visto; es que el francés no ha dejado de quejarse en todos estos días, ataja cada vez que se le viene en gana para hilvanar sus protestas culinarias, que si la cocción de la carne, que si los pastelillos (uy, los pastelillos de la guerra cruenta; los mexicanos no aceptan tal diminutivo porque los pasteles del diecinueve, de 1861 a 1867, resultaron muy costosos para ambas partes, especialmente para los franceses).
Henry y el viajero conversan atropelladamente en un café similar al sitio donde trabajaba Freddy, ubicado en Villa Crespo, un barrio cercano al de Palermo. El viajero cita la idea, divulgada por los estudiosos, que afirma que el nomadismo deconstruye la identidad. ¿Sobreviene la estabilidad cuando el sujeto nómada echa raíces? Henry lo duda, dejando a un lado sus lamentos. Arguye que el barrio de Le Pannier (el barrio árabe), que él conoce como la palma de la mano (después del Ramadán, las ventas de ropa interior femenina se disparan al cielo), podría ser el mejor ejemplo para demostrar la flotación y movilidad permanente de las personas.
Los árabes están allí, tienen sus mezquitas y restaurantes, pero tratándose de los afectos pesa más Argelia, Marruecos y Egipto que la misma ciudad de Marsella, hermoso puerto para sobrellevar la vida; no obstante, el universo interior realmente está en otra parte. La misma suerte corren los sudamericanos en España, los sudamericanos en Sudamérica, los norafricanos en Europa, los españoles en Alemania, los latinoamericanos en Estados Unidos, todos son Ulises, y cada quien a su manera no deja de pensar en Penélope, en Telémaco, en el calor reconfortante del hogar lejano; pero el caso de Freddy Flores, el boliviano, asesinado a tiros por un personaje inflamado de un nacionalismo anacrónico, modela comportamientos y fabrica relatos en serie, rasgo característico de las desgracias.
La vulgata del racismo, irreductible en sus metáforas animalescas y símiles irracionales, se alimenta siempre de sus mismos despojos para deshumanizar al otro. Los inmigrantes mexicanos se reproducen como conejos, declaró en 2009 el jefe de la policía de Raleigh, capital de Carolina del Norte; y añadió sentenciosamente para caldear aún más los ánimos: “hay que impedir que sigan proliferándose”. En nada se distancia este símil con los empleados por Goebbels en la época de la Alemania nazi. En el mundo animal los judíos representaban a los insectos, las ratas, o a pequeñas y repulsivas bestias generadoras de plagas y enfermedades. Afirma Bruce Chatwin que la historia de Buenos Aires está escrita en su guía de teléfonos. Gambazza, Signorile, Perlman, Volman, Averbach, Aberastegui, Fontana, Galarreta, Rallo (el viajero elige al azar otros apellidos, diferentes a los que enumeró Chatwin, tanto los unos como los otros cuentan la misma historia de exilio, desilusión, ansiedad, fracaso o fortuna).
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Paul, el franco-argentino, que no hace acto de presencia aún en la cafetería, me reveló por la mañana otra dimensión para identificar a los vecinos que pisan suelo patagónico, un conjunto de expresiones que siempre, aquí y allá, vale la pena tomarlas con pinzas, como si fuesen objetos punzo-cortantes: paraguas (paraguayos); bolitas (bolivianos); perucas (peruanos); brasucas (brasileños); y chilotes (chilenos). Esto del bullying porteño sería una rotunda majadería, por básica diplomacia hacia los vecinos, si el hostigamiento no se ejerciera de ida y vuelta, y peor aún, si esa dinámica de agravios mutuos careciera de sentido del humor, pero los argentinos aunque sobrellevan con una asepsia lingüística muy cómoda el tema de los orígenes, a veces, se les escapa de las manos. De la misma manera ocurriría si un mexicano, en tierra yanqui, le llamara frijolero a otro mexicano. Todo esto forma parte de un vicio impune básicamente post-darwiniano, propio de los imbéciles, cuyo discursillo tiene el propósito de resaltar la pestilente nata de la soberbia. Muy a tono con los desplantes de Donald Trump, el tartufo millonario que llegó a ser presidente, y que a menudo expresa frases de odio hacia los inmigrantes mexicanos. Tanto unos como otros, son dichos que causan repelús, pero circulan mediáticamente con mucha rapidez y en ocasiones, por desconocimiento o no, se les dibuja en el rostro de muchos una risa de mentecata superioridad.
Son frases que también alientan escaramuzas; sin embargo, son útiles en la medida que proporcionan al discurso de la diversidad entre el nosotros y los otros una suerte de dispositivo que permite que el presente sea un poco más inteligible. Después de engarzarme en una pelea frontal con el taxista que me llevó ayer al Ateneo, de avenida Santa Fe, en el barrio de Recoleta (fui a comprar el filme Un cuento chino —2012)—, de Sebastián Borensztein), de si valía la pena o no la entronización de Lionel Messi como santo patrono del fútbol argentino (porque no ha ganado nada con la selección; el pibe es un pecho frío), cambié de velocidad y de tema, luego de ver a un grupo de chinos cruzar el paso peatonal.
Le dije que ahora veía más chinos en la ciudad que en años anteriores. La retórica del taxista porteño, en general, es fina y telúrica, sometida a lo que ellos suelen calificar como viveza criolla. Pueden hablar de Borges con soltura y habilidad socrática (no es una exageración, dicen en ocasiones cualquier pavada, pero bien dicha), como exhibir los 100 talones Aquiles del presidente en turno; diagnosticar el futuro de la Argentina; alardear con cifras, estadísticas y opiniones ambulatorias y tal vez apócrifas, como si fuese para mí una auténtica clase de economía, y que en ese momento sí anhelaba una sonrisa incontenible, relajante y catártica que poblara mi rostro cuando el taxista dijo que había tres millones y medio de bolivianos en el país, como si eso fuese un problema y no una oportunidad para dinamizar y enriquecer aún más la diversidad cultural del país.
¿Y qué onda con los chinos?, insistí: No podemos hacer nada contra eso, son más viejos que nosotros. Lo que me gusta de ellos es que son silenciosos, de bajo perfil y trabajan como una máquina…pero los bolitas… (No quiere a los bolivianos). El taxi frenó frente a la librería, afortunadamente; el conductor ya había enriquecido el limo de su lenguaje porteño, de modo que podía enhebrar un sofisticado repertorio de estereotipos culturales hasta el infinito: antes, los de la colectividad eran minoría, y muchos de ellos se fueron a Israel, después del ataque a la AMIA, pero pará, son tres millones y medio de bolitas…
Llega Paul, con una bufanda que le envuelve el cuello como una boa constrictor. Pedimos unos cortados, y la cuenta; decidimos retornar a la casa de huéspedes para allá ver el partido entre Argentina y Paraguay. Los argentinos están convencidos que de la mano de Messi ganarán la Copa América 2015, después de más de dos décadas de sequía.
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En 2010 viajé en autobús de Buenos Aires a Asunción en un invierno aún cálido; quise poner en práctica algunos consejos del Paul estadounidense (Theroux), tomando notas, atento a los detalles y en caso de que no pudiera aprehender todo de un golpe de vista como él lo logra en sus libros, recurriría al dibujo primitivo. Según Theroux, dejar la casa y viajar sólo son elementos básicos que ayudan a enriquecer la poética del viaje. El tercer consejo, desplazarse por tierra, me remitió a mis viajes estudiantiles de la década de los ochenta, tras rodar 16 horas en autobuses ADO de Puebla a Tuxtla Gutiérrez, con sus constantes paradas, paisajes alucinantes, pueblos pequeños que parecían postales del siglo XIX, con una sola calle. En un momento inesperado, la contemplación pasaba a un estado de trance. Esas imágenes quedaron grabadas para siempre en la retina: el caballo y su jinete, el aljibe, la noria, el campesino que camina por un sendero hacia la labor, la montaña y sus colores, los niños que gritan a voz en cuello las frutas frescas metidas en bolsitas, bañadas de limón y chile en polvo; el agua de coco, el agua de horchata, pan de marquesote, dulces cuyos nombres parecen títulos de poemas, las risas y el llanto de la familia que se despide.
Me gustan más las fronteras imaginarias. Por lo menos, creo que la imaginación es lo que termina de moldear la frontera latinoamericana, o cualquier territorio que se presuma como enclave fronterizo, especialmente si entre países vecinos hablan la misma lengua; y un dato que no es menor, Paraguay y Argentina, más que el judeo-cristianismo rampante, están profundamente unidos a través de una bebida tótem: el mate.
En 16 horas y media llegué a Clorinda, una ciudad fronteriza que forma parte de la provincia de Formosa. Los aromas acuáticos que me llegaban del río Paraguay me daban la sensación de alcanzar un sitio ya conocido en otro tiempo, y en otro lugar. Yo era el único “pasajero extranjero” del autobús—¿quién carajos tiene que sentirse así en la propia lengua y dentro de una cultura donde hay más afinidades que diferencias?—; de modo que tenía que pasar a las oficinas de migración y aduanas en el cruce Clorinda-Puerto Falcón. Eran las siete de la mañana. Cuando vi la larga fila de autos al descender del autobús me dio un vuelco la cabeza, con mi pasaporte en mano, como si estuviera en el puente internacional Córdova-Américas que une las ciudades fronterizas de Ciudad Juárez y El Paso, Texas.
Antes de mostrar mi pasaporte a las autoridades migratorias, brotó en mí una curiosa expectación —eso es lo que pensé, según mi criterio de latinoamericano acostumbrado al cruce fronterizo entre Estados Unidos y México, donde es más factible que ocurra un cortocircuito respecto de otros cruces fronterizos en el resto del mundo.
Al ver mi pasaporte mexicano el oficial de migración, con un aspecto de rechoncho leñador, buen carácter y entrado en años, me jugó primero una broma relacionada con el equipo de fútbol América y el ex-jugador Salvador Cabañas, el ídolo guaraní que en una noche de copas, en un bar de la capital mexicana, resultaría agredido de un balazo en la frente en 2011.
Barajó mi pasaporte antes de imprimirle el sello que me permitiría la entrada al país de los algarrobos, el guaraní puro y Yo el Supremo (José Gaspar Rodríguez de Francia, aquel dictador bobalicón que gobernó al Paraguay como si fuera la Isla Barataria), y no formuló pregunta alguna sobre mi itinerario de viaje, ni sobre lo que llevaba en la mochila, tampoco si cargaba con la suficiente cantidad de dinero para proseguir mi viaje y financiar mi estancia en la ciudad de Asunción. Señaló con un dedo el lugar donde debería esperar el autobús que me llevaría a la capital del país, ahí nomás, luego de cruzar el río Paraguay. Le di las gracias y después le pregunté cómo se decía hasta luego en guaraní. Jajetopata, me dijo con un sonrisa libérrima.
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Llegamos a la casa de huéspedes. En hora y media empezará el partido. Henry, Paul y yo tomamos asiento en la pequeña sala. Está David, que es de Cali, Colombia; le gusta que le digan Morrison (por El rey lagarto), cursa la maestría de arquitectura en la UBA; Alejandro es de Valencia, España, pero reside en Trelew, una ciudad perteneciente a la provincia de Chubut, situada a más de mil 300 kilómetros de Capital Federal; está a punto de concluir el doctorado en agronomía también por la UBA (Universidad de Buenos Aires). Al final de cada semestre, Alejandro viaja a Buenos Aires para tomar exámenes y presentar sus proyectos de investigación. Pactamos no discutir sobre Messi ni Maradona, los dos santones dividen las aguas del río de la Plata.
También están los uruguayos, de Montevideo, Rafael de Franco, que estudia música en la Universidad de Palermo; y Juan Mieres, quien viaja periódicamente a Nueva Zelanda para trabajar en la pizca del kiwi. Estando en Buenos Aires, resulta atractivo, por lo que dice Mieres, viajar a otras zonas del continente austral relativamente cercanas, como a la pequeña urbe de Wellington, una ciudad portuaria, capital del país, que ofrece una belleza natural proporcional a las ganas de practicar senderismo en esos paisajes idóneos para los filmes de aventura. Sí, dice, aunque la ciudad está shena de chilotes. Convivir con eshos es toda una aventura. Risas.
El interior de la casa está tapizada con afiches de Bob Marley. Para Rafa son reliquias de la vida aérea y apasionada del apóstol de la cannabis. Bob es parte de una mitología; nos mira a todos desde lo alto de su afiche, pero no nos oye; su cabellera parece una Medusa; impertérrito, le prende fuego al canuto de marihuana pegado a su boca. Le digo a Rafa que, señalando al afiche, le está quemando las patas a satanás; él hace suya la expresión mexicana y añade Hasta dejarlo renco, como si fuese una promesa hacia Bob, que es su santo y seña. Alejandro, para la ocasión, nos presume el vino que ha comprado (Postales del fin del mundo, a 40 pesos argentinos), y sugiere que nos sirvamos en unos vasos transparentes de plástico. Alguien toca el timbre de la puerta principal. Entra como una docena de personas. Son de Asunción, Paraguay, dice Morrison. Piden las llaves de las habitaciones. Las mujeres suben las escaleras, parecen agotadas, como que han ido de compras; los hombres, todos vestidos de saco negro, parecen trabajadores de una funeraria, pasan a ocupar las sillas del comedor que está a un lado de la exigua sala.
Los cuatro paraguayos piden cuatro botellas grandes de cerveza (como la reina Caguama, de México); se las beben con la misma velocidad que Maradona cruzó a galope (los antiguos patagones galopaban) la cancha inglesa para anotar uno de los mejores goles de la historia del fútbol mundial. Aún sedientos, piden cuatro botellas más. Otras cuatro. Una ronda más. Da inicio el partido.
Trabajan para una empresa nutricional de origen estadounidense y asisten a una convención internacional a celebrarse en Buenos Aires. Nos persuaden que con dichos productos podemos dejar de consumir alimentos nocivos que más temprano que tarde deteriorarán nuestra salud, como las carnes rojas, pastas, pizzas, alimentos fritos y gaseosas… ¿y el exceso de chela? El que lo dice, el más rechoncho de todos, bebe siempre con apuro. Los no argentinos observamos que entre líneas se asoma la rivalidad y el resentimiento (histórica, cultural o de cualquier cuño).
Justo en el medio tiempo se me ocurre hacer dos preguntas para confirmar un presentimiento —y no son preguntas envenenadas—. (Argentina gana tentativamente el cotejo por dos goles a cero). ¿Qué es lo más les gusta de Buenos Aires?: Obvio, dice el que bebe más y ejerce como líder de la tropa, con una inflexión monocorde: la cerveza y las chicas, porque allá en Paraguay no tenemos buena cerveza ni mujeres rubias con ojos celestes. ¿Y cómo les llaman ustedes a los argentinos? Le da un trago a su bebida, ve a sus colegas de la empresa nutricional y dice curepa, usando un tono de complicidad que todos, argentinos y forasteros, compartimos —aunque curepa signifique piel de chancho.
FOTO: Puesto fronterizo de la ciudad de Clorinda, Argentina. /AFP
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