Cuchillo de cocina
POR GABRIEL OSUNA
Aquel día no fui a la escuela. Mi madre llora ante la muerte de mi padre. Llora mucho. “Qué van a hacer mis hijos, Dios mío.” Siento feo, aunque en el fondo creo que no es para tanto. Mi padre está frío, pero hay comida, agua, y tenemos ropa para el invierno. ¿Por qué se preocupará tanto nuestra madre, si todos los días me manda al monte a traer leña? Yo estaba preocupado porque esa mañana tenía que entregar el dibujo de los álamos y el arroyo colorado.
Desde entonces, me he encargado de muchas cosas y me he convertido en un hombre. “Ve y pídele fiado medio kilo de frijol. Aquí tenemos tortillas.” Hago media hora caminando, entre las veredas, para llegar a la tienda del pueblo. En el mostrador Juan le dice a Pedro, el de la tienda, que somos tan pobres que ni le agarramos amor a los recién nacidos; que probamos la carne una vez al año cuando algún conocido mata un animal, y que somos gente de rancho de lo último de pobre. Es verdad, pero todo tiene que ver con la intención de las palabras.
Desde que Juan dijo eso, tengo que soportar el lamento del caballo ciego y enfermo, y ser fuerte al ver cómo choca con la paca de alfalfa, con el cerco de púas. Todos los años que sirvió y lo sigo queriendo… ¿Por qué la gente no muestra ningún sentimiento? ¿Pensarán en la vaca y el cochi y su último grito al momento de su sacrificio? ¿Por qué la gente de la ciudad envidia nuestra vida de rancheros? Es difícil entender sus palabras cuando llegan con sus carros nuevos y su ropa bonita. Limpios, bañados. A lo mejor por eso siempre sonríen. Así es también Juan, porque viene de la ciudad. A uno aquí se le olvida sonreír. La última vez que lo hice fue en el pueblo, antes de salirme de la secundaria.
Yo estoy mejor aquí porque no me gusta el ruido de la gente. Prefiero la mutua vigilancia entre la tarántula y yo, que sabemos cuál es nuestro lugar para no encontrarnos. El aullido de los coyotes en la madrugada ante un cielo estelar en constante movimiento me arrullan como a un niño recién nacido. El casi imperceptible ruido de las hojas del mezquite y la iguana que se esconde del frío nocturno debajo de su madriguera me enseñan cómo debo comportarme en la vida. Sólo los seres humanos producen el miedo mortal que ninguna otra alimaña puede inspirar. Por eso, somos tan pobres que ni siquiera le agarramos amor a la gente…
Desde que todo sucedió, el sol reverbera; el verde del monte es más verde y el azul del cielo, más azul. Un vaso de agua es un vaso de agua junto a la corteza lunar del torote. Los paloverdes están rebosando de flores amarillas. Las chuparrosas me miran compasivas, y con el brillo negro de sus ojos me dicen que la vida es más sencilla de lo que uno cree. Las vacas y los cochis no hablan, pero saben qué es la justicia. Por eso sólo mueven la cola para espantarse las moscas, y siguen comiendo tranquilamente. Confían en mí porque me conocen desde que nacieron. El arroyo todavía corre y los álamos siguen ahí.
Juan murió de veinte cuchilladas; lejos, en medio del monte. Todas en el pecho; ni una sola en la espalda. Su sangre tiñó el arroyo del color de las pitahayas.
El pudor puede ser un lujo.
Éramos tan pobres que seguimos usando el mismo cuchillo de cocina.
* Fotografía: Mi padre está frío, pero hay comida, agua, y tenemos ropa para el invierno” / Especial