Pepe, nariz de cerdo

Dic 27 • Ficciones • 6313 Views • No hay comentarios en Pepe, nariz de cerdo

 

POR ANTONIO MORENO MONTERO

 

Mientras Gabriel Sosa, hábil cirujano en remover lunares y realizar injertos de piel complicadísimos, trabaja a altas horas de la noche, en el laboratorio de su casa, para darle el último toque a un proyecto que le dará fama y más fortuna. A diez cuadras de allí, José Piñeiro, alias Pepe México, esnifa la plaza de toros con la desesperación de un náufrago, hecha de coca colombiana, que delineó perfectamente sobre la mesa del comedor de su casa. Gabriel y Pepe son amigos desde la infancia, nacieron en  el mismo barrio, fueron a los mismos colegios y, pasando la adolescencia, como un falso pacto de lealtades, en una fiesta de fin de cursos, decidieron intercambiar a sus novias.

 

Gabriel se fue a estudiar medicina a la ciudad de México y Pepe decidió emprender un negocio de fabricación y venta de botas vaqueras en Sonora, dejando no sólo trunca la carrera de Historia sino en pausa latiente los anhelos y viajes que lo hubieran llevado a residir por un largo rato en la tierra donde había nacido su abuela materna, en una aldea gallega cuyos habitantes eran diestros en la construcción de zahúrdas y en la cría y engorda del cerdo ibérico. El mismo Pepe México suele contar lo que su abuela le narraba de niño: en la época de la dictadura de Francisco Franco se multiplicaron las piaras porque la aldea suministraba anualmente veinte mil kilos de carne de cerdo a la intendencia de Madrid. Porque era el más querido de los nietos, la abuela le pagó un viaje para visitar la aldea y conocer a los primos y tíos que había visto únicamente por fotos. Dos días antes del retorno a América, Pepe decidió recorrer el campo. Esquivando las heces de los cochinos, caminó hacia un lugar que él consideró espectacular, casi mágico. Buscó el mejor paisaje y cerró los ojos. Quería memorizarlo y no olvidarlo jamás, pero se lo impidieron los guarridos de un cerdo imponente, parado muy cerca de él. Arrepentido por no haber aceptado la guía del primo Severino, cuando trató de correr, le salieron al paso otros cerdos del mismo tamaño, cercándolo, en actitud hostil. Quiso llorar al verse en peligro inminente. Recordó que traía una barra de chocolate en los bolsillos. Espantó de la mente el ataque de los cerdos, aunque por los nervios a flor de piel los imaginaba con los colmillos del jabalí, largos y filosos,  con los cuales podían despedazarlo en el acto. Sacó la barra de chocolate, la desempapeló con cautela y se acercó al jefe de los cerdos como quien entrega una ofrenda a un dios implacable. Pepe México jamás retuvo en la memoria el paisaje de la aldea gallega, rodeada de piaras y zahúrdas, pero sí la nariz del cerdo que lo intimidó exigiéndole un tributo a cambio de su vida. Siempre que esnifa recuerda la nariz del cerdo.

 

Pepe no se siente satisfecho aún. Considera que una Vía Apia, no mayor de diez centímetros de extensión, será suficiente para atenuar problemas y preocupaciones, que son muchos y difíciles de solventar. Las fosas nasales de Pepe borraron la blancuzca Vía Apia que con tanto esmero había trazado minutos antes, como si fuese un arquitecto impulsivo y caprichoso. Si los tabiques nasales le resistiesen, está convencido  que construiría una vía de tres carriles hasta el culo del mundo. Saciado y a sus anchas, la casa para el solo, porque la familia (con cuatro hijos y una esposa sobreviviente de una laberíntica psicopatía que la puso al borde del suicidio) pasó el fin de semana en casa de sus padres. Se recuesta en el sillón para meditar y  dejar pasar el efecto y los tics faciales agudos que le dan cuando se le pasa la mano. No puede pensar en nada. Siente un zumbido que sale del cerebro y lo atenaza hasta muchucarle la cabeza. Prende la televisión. Primero, la pantalla transmite las imágenes de un partido de béisbol; Pepe quiere entusiasmarse, es su deporte favorito; después, observa con extrañeza que las imágenes empiezan a desenfocarse. Toma el control para buscar otro canal; asume problemas en el  receptor de la señal, por lo que golpea ligeramente el control remoto contra la rodilla. El siguiente canal se ha distorsionado por completo. Vuelve al partido de béisbol. En lugar del diamante, los jugadores y el público, ve el rostro de un hombre que ocupa toda la pantalla, y habla con voz engolada; por el tono, parece un predicador, un político en campaña o un presentador de noticias. Salta del sillón cuando se percata que el  hombre de la voz solemne cada vez se parece a la suya y, con más nitidez, advierte que tiene una nariz de cerdo.

 

—Puta madre, soy yo—, dice y corre con desesperación hacia el baño. Frente al espejo se palpa la nariz y se convence que la suya todavía sigue en el mismo sitio. Luego, una hemorragia la tiñe de sangre. Se le complica un poco porque el exceso de polvo le provocan ganas irreprimibles de defecar. Siempre suele ser así. Sin embargo, hoy, mientras defeca y trata de contener la sangre, se convence que la nariz de cerdo es real, aunque no la vea reflejada en el espejo.

 

A diez cuadras de allí, Gabriel, el cirujano, está a punto de verificar si el experimento ha tenido  resultados con el proceso de esterilización de la piel de cerdo que inició tiempo después del accidente ocurrido en una fábrica del que resultaron con quemaduras severas decenas de obreros; muchos de ellos perdieron la vida o quedaron desfigurados. Los  hospitales tanto privados como públicos fueron rebasados por la tragedia. Fue entonces que Gabriel, el cirujano, decidió crear en Ciudad Juárez, un banco de pieles para injertos heterólogos en la frontera, el primero y único en su género. Pero antes de examinar la esterilización e hidratación del primer lote de piel de cerdo del futuro banco de pieles, quita las gasas de la trompa de un perro que perdió la nariz en una pelea clandestina en un galpón del barrio. Se enteró por el vecino, que es el dueño del animal. Gabriel le pidió que se lo trajera a casa, y trataría de reconstruirle la nariz destrozada sin ningún costo. Los orificios nasales muestran consistencia, a juicio del cirujano, quien los toca esperando alguna reacción de dolor en el perro, y lo que éste manifiesta es un movimiento de cola en señal de que todo marcha de maravilla. Gabriel grita de júbilo y sabe que si pudo lograr con éxito el injerto de piel de cerdo en un perro, podría llevarlo a cabo en los seres humanos.

 

El primer lote de piel de cerdo se mantiene iluminado, bajo la estandarización de un rígido proceso de limpieza, desinfección y esterilización para mantener a raya los microorganismos patógenos y así evitar la proliferación de bacterias. Gabriel vuelve al laboratorio. Se asoma a la primera bandeja  y toca una piel humectante, tersa y suave, como la de una señorita de quince años, o la de un niño recién nacido. Emite otro grito de júbilo. Y se siente feliz.

 

A Gabriel se le apetece brindar por sus logros. Una copa de vino coronará sus proezas profesionales. Suena el timbre del teléfono. Se percata que es su amigo de la infancia, casi su hermano.

 

—¿Qué pasa?

 

—Me siento muy jodido.

 

—¿Volviste a meterte esa chingadera?

 

—Sí.

 

—¿Qué pasa?

 

—Apenas pude parar una hemorragia cabronsísima, que me dio después de meterme la cocoy.

 

—Qué bueno.

 

—Pero eso no es todo .

 

—¿Te duele algo?

 

—No es dolor. Siento que traigo una nariz de cerdo. Me veo al espejo y no traigo nada, está mi nariz, pero siento que la traigo, carajo.

 

—No te muevas de allí. Voy a tu casa enseguida.

 

Pepe México abre la puerta intempestivamente. Gabriel se queda absorto al ver que su amigo, en efecto, posee la nariz carnosa y abultada de los cerdos.

 

* Fotografía: “Mientras defeca y trata de contener la sangre, Pepe México se convence que la nariz de cerdo es real, aunque no la vea reflejada en el espejo” / Archivo EL UNIVERSAL

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