Víspera de año nuevo

Dic 29 • destacamos, Ficciones, principales • 3632 Views • No hay comentarios en Víspera de año nuevo

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Dos hermanos, que participaron en la Guerra Civil Española en bandos distintos, se encuentran en un restaurante cerca de la frontera con Francia para descubrir que el dolor deja cicatrices

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POR ILIANA OLMEDO

Acordaron que se reunirían en un punto intermedio entre Blanes y Arenys de Mar, los dos pueblos de su infancia. Ambos habían nacido en Arenys y se habían vuelto adultos en Blanes, o acaso sólo habían consumado en Blanes las resoluciones que los convertirían en adultos después.

 

Cuando los alcanzó la guerra en aquel julio de 1936, Manel observó la situación en su transparencia, todo le resultaba nítido, se alistó con los militares de Franco sin quejas, dudas o lamentaciones, congruente con su educación. Como hermano mayor no se permitía vacilar y nunca lo hacía. En cambio a Joan, cada una de sus elecciones le había resultado espinosa y desvelante, como hermano menor lo llenaban las conjeturas, las suposiciones, las imaginaciones y las ideas que sus padres solían calificar de incoherentes. Pese a las divergencias, ambos habían terminando en la misma senda, forzada y ruinosa, de la guerra.

 

Desde que tuvo conciencia, el Joanet se resolvió a interpretar. Su sentido de la imitación sorprendía incluso a su indiferente padre, que lo miraba con simpatía y desdén. “Un actor, un actorcito”, repetía entre dientes y suspiraba. Además, Joan poseía una de las mejores sonrisas del pueblo, heredada por línea materna de su abuela, que en sus años de beatitud juvenil había ganado en dos ocasiones el premio a la más reluciente y digna dentadura de la región, otorgado por la dirección comarcal para fomentar el uso de una marca de dentífrico de la que el alcalde de Blanes era el principal promotor.

 

Joanet debutó a corta edad con el grupo teatral de la iglesia en la fiesta de San Joaquín, desde ese día el pueblo entero se había convencido de su talento y las mujeres enamorado de él. Cuando cumplió catorce, perdió la virginidad sin dificultad ni obstáculos con la viuda Leonor, que se deshacía por encontrar parejas sexuales después de la muerte de su señor Llorens. Sólo que el Joanet no logró llenar la vacante, el encuentro no se repitió. Manel los había espiado, atestiguado las caricias desconcertadas de su hermano y cómo el sexo se transformaba en un accidentado paseo. Él, tres años mayor, suplantó al hermano en los lances, tarea que realizó con bastante asiduidad y destreza hasta la noche previa a su enrolamiento. Todavía recordaba la voz de Leonor repitiendo: te esperaré, te esperaré.

 

Joanet gastaba sus horas libres en otro tipo de entretenimiento, intercalaba las visitas al cine con los paseos al teatro. Había conseguido hacer amistad con las respectivas taquilleras, ambas a punto de alcanzar la treintena, a las que a veces invitaba un helado o un café después de la última función. Después de ver tantas veces Tarzán, logró memorizar los diálogos al dedillo. Las alentaba a que le dijeran alguna frase al azar y él, con seguridad, les respondería. Joanet estaba un poco enamorado de Magdalena, la taquillera del cine, pero nunca pasaron de tomarse la mano y de los besos ocasionales. Después del agreste aprendizaje con Leonor, experimentaba ciertas reservas hacia las mujeres, más si eran mayores. A las dos les juró un amor perpetuo antes de que la bola de la guerra lo arrollara y acabara con mono azul entre republicanos.

 

En un primer momento, el asunto de la señora de Llorens había alejado un poco a los hermanos, pero con el tiempo se convirtió en el arma favorita de Joanet. Él y su sonrisa seducían hasta a la chica más suspicaz mientras su hermano se quedaba con sus despojos. Manel compensaba la carencia de brillo social y galantería con relaciones largas y profundas como fosas.

 

El diligente sentido del deber de Manel y su exclusivo, acaso más allá de lo estricto, sentido de la disciplina, lo guiaron en la guerra a la aviación, donde se desempeñó sin error junto a los alemanes. Su obstinada puntualidad lo condujo directo a misiones de alto riesgo. Nunca había dudado en ser fiel a los rebeldes, él siempre había sabido que su lado estaba con la iglesia y los libertadores de España y ahí estuvo. Nunca escuchó al demonio que habla a los soldados, no sufría dolores de cabeza como la mayoría de sus compañeros, aunque sí experimentó pesadillas que lo despertaron helado. Sentía que se había librado de lo peor, de la matanza mano a mano, de las trincheras, que Joanet había padecido. Odiaba la guerra y sin embargo, no podía recordar un momento más intenso y luminoso que los minutos previos al despegue de su avión. Las hélices acelerando progresivamente, que ocultaban el silencio y creaban sus propios vendavales, empezaban minúsculos y se expandían empujando todo lo que se encontraba a su alrededor.

 

Durante la guerra sólo coincidió una vez con el Joanet, en Aragón, meses antes de la evacuación republicana a Francia, cuando el avión de Manel fue derribado. Joan había intentado verlo antes, varias veces. Ahora que Manel estaba herido e inmovilizado en un hospital improvisado para altos cargos, podía ir hacia él como si de un punto fijo se tratara. En esa reunión entre lamentos y olores ácidos de podredumbre y alcohol, intercambiaron un par de frases.

 

—¿Cómo estás, hermano? —dijo Manel a punto de deshacerse en llanto.

 

Joan lo consoló con una palmada en el brazo. Manel intentó persuadirlo, deja a esos comunistas de cagada, le repetía al oído, ¿no te da miedo condenar tu alma? Joan lo miraba desde su condición de hermano menor y negaba moviendo la cabeza.

 

—No se trata de dios, Manel, somos nosotros, los jodidos.

 

Antes de despedirse, acordaron un encuentro, más dilatado, en el futuro. Si ambos salían vivos, se encontrarían, la víspera del año nuevo después del fin oficial de la guerra, a las tres de la tarde en Lolis, un restaurante a medio camino entre Blanes y Arenys. De acuerdo con el rumbo que habían tomado los acontecimientos, aquella cita sonaba a disparate de moribundos, pero sólo pretendía ser la respuesta a dos hermanos que llevaban casi tres años sin verse.

 

La recuperación de Manel fue lenta, tan punzante y feroz como la conciencia de haber ganado la guerra. Joan había cruzado la frontera y contaba los días en un campo de internamiento en la costa. A pesar de las distancias, compartían la experiencia del frío, el dolor y el hambre. Joan pasó los primeros días tras el fin de la guerra en esa Francia, incesante y exhausta, a punto de estallar que lo repelía: el vencido. Después de recordar autoridades y deudos y de escribir cartas interminables, había conseguido salir gracias a las gestiones de su hermano. Mientras Manel se recuperaba con la única certeza de cumplir su objetivo: ver al Joanet en Lolis. Eso lo impulsaba a sanar. Joan pensó faltar al encuentro convenido. Volver a España le parecía demasiado arriesgado, pero Manel lo había sacado del campo, se lo debía.

 

Manel llegó temprano, con gafas de sol y el cabello alineado con cera, estaba ahí, sentado en un lugar desde donde se podían advertir todos los movimientos de la puerta de entrada. Ahora parecía más serio, se veía crecido, unos pronunciados aros grises le rodeaban los ojos azules y lo hacía lucir un poco triste, acaso mayor. Desde aquel breve encuentro en Aragón no había visto a su hermano. Sabía que Joanet atravesaría esa puerta. Joan siempre había sido más listo que él, aunque menos veloz. El día que el señor Maragall los pescó robando manzanas de su huerto, alcanzó a Joanet, y él logró su liberación gracias a sus mañas interpretativas y a la destreza de sus argumentos. Esta vez seguro había despachado con la misma ventura las dificultades impuestas por el nuevo orden de cosas.

 

Nadie quería volver, significaba la cárcel o la clandestinidad. ¿Dónde estaría Joanet? Él ya había visitado la casa paterna, se cobijó en los cuidados de su madre una larga semana de espera y sin luces de Joan. Lo evocaban con frecuencia, mencionaban sus gracias y desatinos.

 

Manel no sólo anhelaba mirar al Joanet, apretujarlo con fuerza y contarle lo que había sentido, lo que había pensado y lo que quería olvidar. También quería, principalmente quería, decirle la noticia. Brindarían por la decisión.

 

Y entró Joan con la frente quizá más grande, pero todavía con su sonrisa excepcional, un poco disfrazado según él. Manel se puso de pie, la pierna le dolía, y dio unos pasos renqueantes. Cuando tuvo a Joanet enfrente no le dio tiempo siquiera de alzar los brazos, Joan se apresuró a abrazarlo y mientras Manel reconocía el olor que se confundía con una de las lociones baratas que le disgustaban lo mismo que a Joanet le encantaban, recordó las noches cuando el viento no les permitía dormir y los dos hechos ovillo se abrazaban y no se llamaban por sus nombres, sino hermano y hermano.

 

Se sentaron en una mesa plastificada blanca, con manteles individuales de papel y cubiertos lustrosos, llenos de diminutas rasgaduras causadas por el uso. Manel en uniforme lucía igual a sí mismo, sin variaciones. Era ese, el hermano mayor.

 

Pidieron huevos estrellados con cebolla y tarros de cerveza grandes. Manel hablaba y vertía sal en la yema demasiado blanda, enumeraba lugares, Madrid destruido, vistas aéreas, contiendas, daba detalles, se entristecía y callaba. Hablaban en voz baja, como si no hablaran de nada. Joanet mantenía la media sonrisa. A veces inclinaba un poco la cabeza y lo observaba remojando el pan en el aceite donde flotaba el huevo.

 

Siguieron murmurando, Joanet refirió lo difícil que le había resultado adaptarse a las estrecheces del campo de batalla, a la improvisación de esa guerra, a la soledad casi completa, a la muerte de los amigos, a los riesgos, el cansancio, lo que he visto, tú lo sabes mejor que yo. Al ritmo de una canción que sonaba lejana, la camarera rubia les trajo helado de vainilla coronado con una pequeña sombrilla y una cereza un poco vieja, rugosa pero todavía dulce.

 

Este era el momento preciso para las confesiones, pensó Manel, y declaró la noticia. Manel, el hijo bueno, el que se había reclutado para terminar con esos come-curas ayudaría a su hermano, el actorcito, y no sólo a él, utilizaría su situación para colaborar con la resistencia, salvar a los huidos, apoyaría a los republicanos. Esta es liberación de ambos, dijo teatral: mi dolorosa expiación, mi toma de conciencia. Ya sabes, en Argelès, en México, hay varios grupos.

 

Al oír las palabras de su hermano, Joanet se puso de pie y brindó, tal como Manel lo había imaginado, por esa excepcional, inesperada, decisión del hermano mayor.

 

 

—¿Y tú? —preguntó Manel.

 

Joanet perdió la sonrisa.

 

—¿Yo? —hubo una pausa y continuó—. No puedo con esto.

 

Ahora era Manel quien perdía la sonrisa.

 

—¿Estás diciendo lo que estoy pensando? —dijo Manel.

 

—Manel, la guerra no ha terminado —dijo Joanet—, la guerra está aquí —dijo golpeándose la sien con el dedo índice.

 

—Para mí sí —dijo Manel, sin saber por dónde empezar la réplica—. Vi las mierdas de adentro, me equivoqué.

 

—Yo también me equivoqué y me voy, renuncio a la República, a la política. A la mierda, perdimos.

 

En esa respuesta y, sobre todo con esa sonrisa, que era la misma, intacta, de la infancia, algo había cambiado. Acabaron los helados en silencio. Manel pidió café solo. Joan prefirió, como solía, un cortado. Manel no entendía, salirse ahora, cuando seguramente le otorgarían una misión de importancia en las tareas de organización de la resistencia, era, desde cualquier ángulo que se examinara, una aberración.

 

Para menguar la sordina que amortiguaba sus pensamientos, trajeron sus recuerdos comunes a Lolis, la huida del señor Maragall, Tarzán, Magdalena, cómo nos equivocamos con Leonor, hasta que las sillas descansaron boca arriba, mostrando sus flacas patas al techo y sólo aguardaban su partida. La cuenta con manchas de grasa yacía sobre la mesa, entre ambos. Pese a las insistencias y reparos del hermano mayor, Joan pagó. Caminaron hacia la estación de autobuses.

 

Manel iría a Blanes, con los viejos; Joanet rechazó su invitación de pasar la noche ahí, prefería ir a la habitación que, con nombre falso, había alquilado en Arenys. No planeaba visitar la casa paterna. Joan veía a su hermano tan poco sensato, dominado por completo por la sentimentalidad, no lo reconocía. Manel pensaba lo mismo, casi con las mismas palabras.

 

Las luces de los autobuses se aproximaban con lentitud y sistema, convirtiéndolos en siluetas sobre el pavimento.

 

Se dieron la mano, Joanet sonrió y ladeó la cabeza para observar mejor a su hermano, deseando comprender su transformación, y Manel fruncía el entrecejo mientras trataba de identificar el momento en que Joan se había convertido en ese Joan.

 

Ambos prometieron volver a verse. Ninguno habló de una fecha.

 

 

ILUSTRACIÓN: Iván Vargas

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