Araucaria
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Un árbol plantado hace siglos en la costa de Jalisco por un fugitivo mapuche es testigo de los cambios en la vida de quienes se cubren con su sombra: lo mismo corsarios que azotaron los litorales del Pacífico, que avaros inversionistas o migrantes que ya no saben adonde pertenecen
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POR LUIS FELIPE LOMELÍ
Para Roberto y Laura
Eso dijo. O eso decía, porque después de un punto en el manglar de la memoria es imposible saber qué fue un acto único y qué fue constante, repetido. Roberto supone que lo habrá dicho muchas veces aunque sólo lo haya escuchado antenoche cuando pasó frente a la casa y ella estaba sentada en la silla de bejuco junto al árbol y ahí, desde la reja, le saludó con el Qué tal, doña Pati, ¿ya lista para que llegue su hija mañana? Y ella respondió eso como si estuviera pensando en otra cosa o, precisamente, porque estaba rumiando lo que traería consigo la visita y no estaba lista, no, ni podría estarlo, porque uno no puede alistarse para lo que no quiere. ¿Resignación?: Acaso. Y tal vez por eso fue que doña Patrocinia (Pati, pues; Pati desde siempre) se hizo como la que se quedaba dormida ahí sobre la silla de bejuco bajo la enramada de la araucaria, entre la respiración vaporosa del manglar a sus espaldas y la brisa marina de costado (¿o será que uno tiene que recobrar su nombre de pila, completo, su nombre de agua y piedra, en momentos como esos?) Pero aquello sucedió más tarde, claro, mucho después de que se despidiera Roberto y él se fuera caminando por la calle de arena, hacia el café que puso con su familia cuando llegaron al pueblo, mientras pensaba en esa otra mañana cuando después del huracán hubo que sacar a uno de los animalitos que se escaparon del cocodrilario y se hubiera quedado ahí, con su calma chicha, latiguera, calma explosiva que revienta en músculos y dientes, lagarto dormido que no dormía bajo la araucaria y entre varios hubo que sacarlo a punta de cuerdas y jalones. Eso fue hace un año. El huracán destrozó La Manzanilla y los cocodrilos meneaban su cola por las calles de arena, entre los escombros de palmas caídas y la ropa de poliéster regada entre las matas. Roberto no supo por qué pensó en eso pero supuso que tendría que ver con el desasosiego: en noviembre no hay huracanes y la hija de doña Pati llevaba ya años viviendo en Fresno, California, diciéndole lo mismo cada vez que le llamaba al celular que le pidió comprar para que estuvieran más cerca —Ya te deposité, mami, ya puedes ir por tu dinero—, que ya nomás tenían que juntar unos papeles, que ya le habían autorizado el perdón, que ya tenía la cita para la residencia, que ya nomás esto y lo otro y prometiendo, ofreciendo, amenazando, sin que Pati pensara que en verdad iba a llegar el día de ayer: porque para Pati eso era un amago; para su hija, una ofrenda. Sólo que ningún cocodrilo salió de su recinto, ni siquiera un chubasco nocturno la sembró de pulmonía. Doña Pati despertó con la greca marimbera del sol entre las ramas.
Doña Pati dijo después de lo que dijo: Yo quiero quedarme aquí con este árbol que no sembré yo misma. Y Roberto miró hacia arriba sin llegar a distinguir la copa.
Luego, ayer, vendrían los gritos de la hija.
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Lo tiraron del barco. Nomás porque sí, porque el capitán ya estaba harto de fracasar de continuo como si ésa fuera su vocación y no la de volverse rico, nombrable, porque los ricos tienen nombre y a él sólo le habían otorgado una patente de corso que no rendía frutos sino estragos, porque la esperanza se volvió encono puro en algún punto del Pacífico, o desde antes: desde que tuvo que intercambiar ovejas por armas en Patagonia, negocios nimios, fiascos y epidemias, desde Elmina, desde la novedad de que no había que atacar más a los portugueses porque ya eran aliados. O después: porque cuando reclutó a la cauda de mapuches al norte de Chiloé para remplazar a los navegantes fallecidos aún se le veía cierto brillo en los ojos. Ahí subió al navío Caleb Rojas, confiado, pensando que una vida temporal de marino era mejor que las encomiendas jesuíticas; creyente, con ansias de conocer el mundo y otros mundos para refundar su casa. Por eso había tomado un puñado de semillas antes de bajar de la cordillera, para que la casa oliera a casa propia, suya, a infancia; para recobrar su nombre que no era Caleb, ni “John” ni “Boy” como le decían los tripulantes ingleses mientras el navío surcaba el litoral Pacífico sudamericano y rehuían de las defensas de Lima y atacaban un Guayaquil que no daba nada y seguían huyendo de donde había riqueza y atacando por botines de gallinas y cerdos y algo de trigo hasta que llegaron a la Península de California pero en vez de perlas y amazonas y ríos de plata se encontraron con otros jesuitas muertos de hambre en medio del desierto y sólo hicieron aguada en San José para retornar al sur ya sin ese brillo en los ojos del capitán sino con la dolencia, el miedo, la certeza casi de que habrían de fenecer todos entre las olas. Alabado sea el dios de las profundidades. Majestuoso. Incólume. Entonces el capitán orquestó una muerte escalonada. O apenas: porque los fracasos le habían quitado lo bravío y tornáronlo piadoso. ¿O sería pereza? La apatía de tomar la daga y pasarla por la garganta de los primeros, de los mapuches, y mejor arrojarlos así, sin siquiera amarras, por la borda y que sea lo que su dios quiera para guardar las provisiones para el resto. Después seguirían los negros y luego los otros blancos que no eran ingleses, pero de eso ya no se enteró Caleb porque nadó hasta la costa y hundió sus dedos en las arenas para luego ver los manglares, los cocodrilos y los monos. Lo vieron todos los que pudieron nadar hasta la orilla, la mitad, y después se encontraron con los cocotales que habían plantado otros que ya no estaban, con las trazas de las reses que habían pastado por ahí hacía mucho y que ya no volverían. Subieron a la peña más alta para otear el horizonte y, a pesar de que no vieron otra cosa más que la selva seca como un mar amarillo ondeando para siempre, algunos de los mapuches decidieron ahogarse monte adentro. Pero Caleb no. Caleb pensó que ya había visto muchos mundos del mundo y desmontó con tiento un predio pequeñito cerca del bosque de mangle, lavó con agua dulce las semillas de araucaria y al plantarlas para que el lar oliera a casa suya, a infancia, para recobrar su nombre que no era Caleb ni John ni Boy, dijo eso que muchos años después ya no sabría en qué idioma lo dijo: si había sido en mapudungun o en el castilla de los jesuitas, si había sido en el inglés que aprendió de los marinos o en el náhuatl en que ahora lo decía y que había tomado, ya cuando una de las semillas había brotado plántula y crecía, de los labios de la mujer que ahora lo miraba.
—Ésta es mi tierra —dijo, y miró las ramas de la araucaria como un acertijo para aves.
***
Roberto toma una fotografía del árbol. Recuerda cuando trabajaba para una agencia de noticias extranjera y lo mandaron a cubrir la protesta en contra de una mina en Chile. Hace mucho, casi en otra vida. Otra vida en donde aún no conocía a doña Pati pero ella ya estaba ahí en La Manzanilla del Mar y aún no se iba su hija a Fresno, California, sino que jugaba en la arena después de alimentar a las gallinas y antes de escamar el pescado para asarlo. Antes de que llegaran los gringos. O no todos: porque de cuando en cuando y desde antes sobrevolaba alguna avioneta o aparecía alguna embarcación frente a la bahía. Y bajaban con sus hombres armados y comenzaban a medir con teodolitos y reglas y el padre de Patrocinia les ofrecía el tejabán y las hamacas y se iba a dormir bajo la araucaria pensando a veces que ahora sí iba llegar el progreso y, en otras, que sólo iban a concurrir desgracias pero que lo mejor era sonreír porque el machete es poca cosa frente a las balas y esos papeles firmados que dicen que esto ya no es tuyo sino de otro. Por eso juntarse con los de la Comisión de Planeación de la Costa de Jalisco que llegaron luego; igual que había hecho su padre con los agraristas antes. Y los talamontes, las brechas que antecedieron a la carretera y al aeropuerto allá por Melaque, a los gringos que no eran gringos sino franceses, italianos, ingleses, estrellas de cine, hombres que parecían pordioseros pero soltaban dólares y licenciados y cercas: de aquí para allá ya no pasas, de aquí para allá ya no pasa nadie (salvo los que no estaban y los que vayan a servirlos, también sus invitados). Roberto mira la pantalla de la cámara y la casa donde ya no está doña Pati. Se la llevaron, su hija y su yerno, diciendo que era por su bien, que ahí ya no podrían estar al tanto y que en California estaría mucho mejor, que tendría los cuidados más profesionales. Y vinieron los gritos, muchos, primero de la hija hacia la madre porque doña Pati no había hecho las maletas sino que se había amanecido ahí sobre su silla de bejuco bajo la araucaria, porque se negó a hacerlas, porque en la casa ya no había nada: eso dijo la hija y acusó a los vecinos que se acercaron al oír el griterío de haber estado robando a su madre, aprovechándose de ella. Y llegó la policía y la hija pidió que los aprehendieran a todos, también a Roberto. Sin embargo los agentes del orden nomás se miraron los unos a los otros y observaron a los más jóvenes y a los más viejos y tal vez vieron en esos últimos ojos el reflejo de una niña que ayudaba a alimentar a las gallinas y a escamar el pescado para asarlo pero que ayer gritaba: Se robaron todo, esos hijos de su pinche madre nada más dejaron las putas plantas.
La hija no dejó que su madre se abrazara a nadie para despedirse.
La subieron a la camioneta.
Roberto mira la araucaria de la casa recién deshabitada y recuerda lo que le dijo antenoche doña Pati, o lo que decía, porque después de un punto en el manglar de la memoria es imposible saber qué fue un acto único y qué fue constante: Ésta es mi tierra, m’ijo. Roberto guarda la cámara y camina hacia el café que puso en esta playa cuando decidió que ya había visto muchos mundos del mundo y quería una casa que oliera a infancia, a familia.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega