El mestizaje como proceso de curación. Entrevista con Daniel Lezama

Jul 23 • Conexiones, destacamos, principales • 2213 Views • No hay comentarios en El mestizaje como proceso de curación. Entrevista con Daniel Lezama

/

Con motivo de la exposición Daniel Lezama. Vértigos de mediodía, en el Museo de Arte Moderno, el pintor define su obra desde la superposición de diversos planos: el naturalismo, la resignificación simbólica de los episodios nacionales y la experiencia mágica

/

POR SOFÍA MARAVILLA

Como una bestia que palpita debajo de los aparatos racionales, el inconsciente se remueve ante la potencia de la obra de Daniel Lezama (Ciudad de México, 1968) presente en Daniel Lezama. Vértigos del mediodía, que el Museo de Arte Moderno exhibe como la transfiguración de un laberinto mexicano que mantiene con vida a un minotauro de carne mestiza.

 

De manera no cronológica, sus 25 años de trayectoria están condensados en tres núcleos interpretativos: “El arquetipo de los niños jardineros”, “Historia (natural) de la civilización mexicana” y “La montaña genealógica”. Cada uno de ellos estimula aquello que sigue doliendo en la precipitación arcana que nos caracteriza como nación surgida de la violencia, pero que Lezama ve cicatrizar lentamente, como un significante de esperanza y una posibilidad de encarar, alguna vez, ese vértigo de imperio caído que el artista retoma desde la lectura de Octavio Paz, el gran enmascarador de la ontología mexicana. De este modo da una forma visual al meandro existencial que padecemos como una cultura conformada por un cruce de intempestividades.

 

A veces llamado equívocamente neomexicanista, Lezama prefiere autodefinirse naturalista, pues aunque sus imágenes se parecen demasiado a algo verdadero, parten de procesos creativos que emergen, a la manera daliliana, del automatismo psíquico, dando a luz imágenes ultrabarrocas que recuperan en su corpus la exquisitez de los grandes academicistas. En la obra de Lezama se aprecia el valor por la técnica y las buenas formas de la pintura. Pero no por tener guiños clásicos dejan de conmover a sus espectadores, haciéndoles sentir vértigo apenas crucen el umbral de la sala que resguarda esa mítica extranjería que también dialoga con piezas de la colección del museo: Raúl Anguiano, Roger von Gunten y los autorretratos fálicos de Fracisco Toledo. En su obra lo alegórico, ruina arqueológica del pensamiento según Benjamin, rebosa entre escenas contemporáneas; lo surrealista se abre paso entre paisajes que a momentos evocan a José María Velasco y en otros la estética a la que nos mueve Rulfo en ese mítico Comala que en el México actual se ha convertido en nuestro paraíso perdido.

 

Si la obra de Lezama es una reinterpretación en clave crítica de la Historia (en altas) mexicana, también es un retratista de la intrahistoria, de esas magnas tragedias del ser humano donde se exacerban a destiempo las dualidades, y donde la carne mestiza e indígena priman como protagonistas del lenguaje alegórico. Este conjunto remite al transcurso de nuestra nación como un eterno retorno y un tiempo divino, observable en pinturas avasallantes como Los cargadores, donde lo orgiástico celebra la vida misma en comunión con el universo: un hombre vinculado a la tierra por un cordón umbilical enraizado aparece rodeado de hombres y mujeres que trabajan y cargan canastos con frutos humanos; lleva sobre sus hombros a una púber morena con un manto de hiedra cuan evocación de virgen, que a su vez eleva a un recién nacido a la vida que toma en sus manos el cielo estrellado.

Daniel Lezama. “Cargadores”, óleo sobre lino, 2012.

 

“Es muy neobarroco, muy Tepito”, dice Lezama. Le comparto que, para mí, fue un retorno a lo dionisiaco, que tal vez me he comprado mucho el discurso occidentalizado. El pintor responde: “¡Y se vale! Yo también estoy occidentalizado, y es que no hay esencias puras en mi trabajo. Todos son remixes de una referencialidad histórica y de toda una historia de la pintura. Pero también de una historia personal, nacional, de la vida secreta, del subconsciente y de lo subterráneo de la cultura. Entonces, ¿cómo puedo yo decir que estás equivocada?”

 

Y es que, precisamente, Lezama invita a la apropiación de la obra, a buscar en sus imágenes las interpretaciones propias de quien contempla, dejarse contagiar por los paisajes con los que tan generosamente nos colma el alma: “Yo estimularía a quien ve mi obra a apropiársela al máximo y no pensar si está equivocada o no su interpretación. Hay mucha impotencia en el público al decir ‘es que no he hablado con el artista’, ‘es que no entiendo’. Estamos desempoderados como sociedad o como espectadores. Hay una paranoia en equivocarse en la interpretación. Yo creo que no hay ninguna interpretación equivocada. No hay ninguna, no existe”.

 

Otro eje de su trabajo es la religión: un Juan Diego sostiene el estandarte de la virgen de Guadalupe, imagen suprema del sincretismo religioso mexicano, mientras que detrás una niña con la calavera pintada en el rostro recuerda la contracara de la vida, cercana a los genitales exhibidos de una mujer tumbada en el suelo, como representación del origen de la existencia. Por otro lado, la vinculación de lo femenino con la naturaleza aparece en obras como Comarca y Bosque de pino, donde los cuerpos femeninos se transfiguran a espejismos arbóreos, o en Circuito cerrado, donde la luminosidad proyectada desde el vientre permite la imagen de la esperanza, de la luminosidad radiante del porvenir.

 

“Mi visión es muy carnal. Hay un homenaje y una admiración a la carne más que a las connotaciones espirituales, y desde luego sí tengo una identificación con la noción de matria; México para mí es un país femenino, no es un país hombre. Es un país mujer, siempre lo ha sido. Tiene razones psicológicas de fondo: yo me crié con mi padre en México, mi madre era de Estados Unidos. Entonces, México se convirtió en mi madre como nación, como mi espacio, y psíquicamente yo tengo una relación con México de hijo edípico con la madre. La noción de un correlato físico y pesado con la madre está en todo. Es un psicodrama”. Tal vez de allí es que el mayor impacto visual (al menos para mí en mi calidad de espectadora) rezume de sus pinturas en el núcleo genealógico: composiciones de gran riqueza que a momentos nos hacen pensar en el Bosco, como en El árbol del color, donde vemos a una joven mujer sosteniendo el cuerpo desnudo de un adolescente de revés, como si emularan un parto erotizado, mientras que ambas piernas del chico son a su vez retenidas por un hombre y una mujer, vestidos e impávidos, ella con una tinaja que derrama un color similar al del cuerpo del adolescente desnudo, el hombre con un libro que parece autoescribirse con la misma tinta, y el color va a dar a la tierra, formada por calderas, y de allí brota un árbol que da frutos como pequeños chiles de colores; o El árbol nodriza, a cuyo pie una siamesa da a luz bebés que salen hacia una olla, entre sangre rosada y sábila, escapando hacia la tierra, para plantarse cómo tubérculos y brotar como hombres; o La pillahuana, alusión alucinógena, de cuya penca florece una niña disfrazada de conejo y a su alrededor duermen niños, mientras que una familia, aletargada, descansa al centro.

Daniel Lezama. “El sueño de Juan Diego”, óleo sobre lino, 2004.

 

A mitad de la exposición hay un conjunto de monotipos que conforman el Paisaje mexicano, una alusión a El Origen del mundo, de Courbet, en el que una vulva deviene águila nacional en la forma del vello. Después comienza una nueva transición hacia una figura fálica sobre la cual anida el águila y el vello vulvar se convierte en una frondosa montaña, y en una última transmutación, el vello es surcado por un falo serpentino, que brota desde la abertura vaginal misma.

 

Inspirado en parte por el trabajo de su padre, también pintor, pero también por el vasto imaginario de la cultura mexicana heredada desde el exterior, Lezama se ha dedicado a responder las preguntas existenciales que surgen a quien se sienta identificado por ese núcleo que emerge del linaje de Cortés y Malitzin: “Empecé a pintar a los 25 años durante la carrera, pero yo tenía ya un antecedente fuerte porque mi padre era pintor. Él me enseñó tanto a pintar como a valorar la cultura. Yo fui un niño pequeño en Texas, pero realmente después de los cuatro años sólo he vivido en México. En ese sentido me considero, por una parte, cien por ciento mexicano, pero por otra con una influencia en mi infancia de un espíritu nacional y social muy diferente al mío que se integró a mí, y que yo he vivido como mexicano. Me considero una persona que, desde lo mexicano, he vivido otras cosas y he analizado otras culturas, pero soy completamente mexicano”.

 

 

Se ha calificado su obra como neomexicanista. Pero ¿qué significa ser mexicano en su obra? ¿Qué sentido tiene el mexicanismo?
Yo considero que la pintura mexicana que reflexiona sobre México ha existido desde siempre. Incluso se ha dado antes de la noción de México. El mexicanismo se ha formalizado en el siglo XX con el Dr. Atl y los muralistas. Posteriormente pasó una especie de reacción en los años 60, con el grupo de Cuevas y “la cortina de nopal”, y luego en los 80 surgió la palabra “neomexicanismo”, que define a un grupo de artistas que genera imágenes relacionadas con los símbolos “aparentes”, los emblemas de México que van desde las estampitas de las monografías hasta la bandera o la lotería. Entonces, se usaron en los 80 y 90 muchos de estos elementos como jugando con su apariencia, pero no analizándolos, sino usándolos como una especie de estética de barrio, popular o semipopular: ángeles, demonios, cosas que se toman de las iglesias o de la artesanía, y eso es lo que se llamó “neomexicanismo”, y como estaba de moda el sufijo “neo”, pues lo ocuparon.

 

Pero yo no me considero neomexicanista ni parte de una tendencia que replica elementos, sino como alguien que los analiza, los desmenuza, los deconstruye. Me considero “heteromexicano”, porque soy una persona mexicana pero que es heterogénea en su visión de México. Tampoco me considero un mexicano ejemplar, típico o promedio; yo me considero una anomalía que ha vivido en México y que asume la mexicanidad como uno de sus grandes temas, que incluso durante un tiempo fue un tema central de mi obra. Ya no es lo que hago ahora, pero siempre va a permear en mí la noción de ser mexicano. Es parte de mi autenticidad como artista. No poder soslayar mi origen, mi realidad, mi pensamiento y mis preguntas mexicanas.

 

Ha definido su arte como naturalista; sin embargo, aquí vemos una historia sobrenatural de México. ¿Cómo coexisten estas dos nociones en su obra?
El naturalismo, como yo lo defino, es una forma de pintar que parece real, pero no lo es; parece natural lo que ves, pero es una imaginación, no está copiado de ningún elemento concreto. El realismo siempre parte de una imagen previa, ya sea de un modelo, una fotografía o un objeto. En este caso siempre he considerado que mi obra ha sido una creación de cosas que se parecen a lo natural pero que no los son; son verosímiles, pero no verdaderas. En el caso de la historia sobrenatural, Erick Castillo se refiere a una visión del arte donde hay un componente psíquico y uno mítico de los elementos que están ahí: es la historia de la geografía, de la vegetación, pero la historia de lo sobrenatural es la historia de los espíritus, del alma humana, de los mitos, o las ideas.”

 

Al observar su pintura, vemos que permean los arquetipos indígenas, los cuerpos del mestizaje contemporáneo y arcaico en medio de escenarios mágicos, más allá de lo racionalmente conmensurable…
Yo siento que la cultura mexicana es una cultura primordialmente indígena y mestiza. Esa es la visualidad que nos rodea; es simplemente un juego más de una mitología emocional que nace desde la conquista y desde las lecturas de la conquista. A mí me marcó mucho el cuadro de José Clemente Orozco de La Malinche, donde los colores de la figura pasan del tema racial a un tema prácticamente de contraste formal. Por otro lado pasan de una mitología profunda de la madre como indígena y del padre blanco, que en la actualidad se entremezclan y entrecruzan totalmente. En el mestizaje hay una luz pareja, sobre todos los cuerpos y sobre todas las razas. Creo que un juego muy interesante que se da en mi trabajo es que las cosas se mezclan, se unen, se reúnen, se reconcilian; es un proceso de reconciliación, no un proceso de diferenciación. Pienso que México, a pesar de la violencia de la Conquista, eventualmente no descuidó ni el físico de la cultura ni el paisaje como tal, y –aunque es cuestionable tal vez este comentario– se generó una nueva familia: primero, destruida y disfuncional, y luego asumida como tal, o sea: se curó esa familia. México se curó a sí mismo a través del mestizaje. Puede ser polémico, puesto que está de moda pensar que el mestizaje es un error, que es una justificación de un colonialismo, o que está mal reconciliarse y reunir dos cosas en una, es como si quisieran separar los ingredientes, pero resulta que el mestizaje es imposible de separar en sus elementos.

 

¿Qué nos queda hoy de ese “vértigo de mediodía”, de ese sentimiento de caída del imperio mexica?
Octavio Paz se refiere a varias cosas con esto, entre ellas a una especie de condición recurrente de la psique mexicana que se autosabotea en su momento de potencial triunfo. La noción que él maneja es incluso universal a la condición humana, porque dice que hay un momento en la vida de un joven que puede morir en la plenitud de sus facultades o que se marea porque el sol le da vértigo. Ahí tenemos a “El extranjero” de Camus, que se dispara un balazo porque el sol lo tiene enfrente, en el resplandor del día. A lo mejor eso es lo que le pasó a la cultura mexica en su origen, pero de pronto volvemos a ver qué nos pasa cuando queremos sostener algo.

 

Histórica o personalmente tenemos una especie de fatalismo que pertenece a una cultura joven porque México no es una cultura anciana ni de psique madura, aunque sí es una cultura que debería estar en su plenitud tanto corporal como mental, pero que siempre está luchando por sobrevivir a sí misma. Esa es la noción que tomo de Paz y que de alguna manera se refleja en mi obra como una especie de pathos o de fatalismo, pero que siempre se plantea como una pequeña expectativa después de sufrir, que esto no es un generador de desesperanza sino de esperanza, de que un día vamos a abrir los ojos y vamos a dejar que el sol del mediodía entre.

 

Es una concepción ciertamente teleológica. ¿Quién sí sería un pueblo de una psique madura?
Las psiques maduran por los siglos. Somos una cultura que tiene poco tiempo y que nace de una violencia, y estamos en un proceso de curación que lleva 400 años. Entonces es una terapia que nos da la propia vida, el amor, el deseo, porque México es una cultura vitalista, sexual, creativa, siempre muy pujante, y yo lo veo como una autocuración.

 

Por otro lado, por ejemplo, la cultura China, que lleva miles de años, u Occidente que ya se leyó a sí mismo despiadadamente –sobre todo los países del norte–, son culturas maduras; la cultura del sur con todas sus diferencias con la cultura del norte al final es una cultura también madura. En cambio, podemos hablar de África como una cultura inmadura, y no es una visión peyorativa, sino que es una cultura que no se adapta a los cambios todavía y que está sufriendo gravemente, todos los días, las consecuencias de ser joven, o de no saber qué hacer.

 

Hay culturas que tienen un dominio de sí mismas, y otras que están en un flujo emocional. El mexicano está en ese flujo emocional, sea rico, pobre, blanco, moreno, indígena, siempre se pregunta: ¿qué soy?, ¿por qué soy?, ¿que soy en toda esta mezcla? Esas preguntas pasaron por mí y me siguen pasando, y al final mi pintura es una especie de respuesta personal respecto a la pregunta de qué es ser mexicano, por qué soy como soy, por qué soy diferente, por qué soy igual, qué me gusta, qué no me gusta…

 

Al pensar en las culturas inmaduras, pienso en el núcleo del niño en tu obra. ¿Ese es uno de sus significados alegóricos en su obra?
Sí, pero no en un sentido peyorativo. Se refiere a algo que es posibilidad infinita, donde pasas de una etapa a otra, una transición donde te estás convirtiendo en algo más. Creo que la condición humana, en todas las edades, es esa, pero ese momento es ideal para pensar en ese tema, es el momento emblemático de estar en transición, de decir: “Yo es Otro”. No en vano Rimbaud era un escritor adolescente…

 

En cuanto a la posibilidad de formas múltiples, ¿cuál es su proceso de creación para lograr las escenas de sus obras?
Podemos pasar por dos caminos que se juntan: el camino técnico y el camino emocional, la forma de pensar una imagen. Yo me considero un creador y desarrollador de imágenes: mi creación está en la imagen, no en la técnica, pero la técnica es esencial para que la imagen brille, entonces me considero un pintor práctico, de eficiencia. Suena frío, pero no lo es. Yo soy un usuario de las herramientas de la pintura, que tiene 500 años como historia formal en la que ha desarrollado una caja de herramientas tremenda, como dice John Berger, que puede ser para un artista joven, de finales de siglo XX o principios del siglo XXI, un enemigo o un aliado, y yo decidí tomarlo como aliado. En ese sentido no entronizo la técnica ni la cocina de la pintura, los pigmentos, todo lo que los artistas manejan como una especie de religión, tampoco tengo la frialdad de usar la pintura para hacer imágenes que golpeen, o que sean espectaculares.

 

Mi pintura varía de cuadro en cuadro, y depende mucho de lo que yo quiero lograr en términos de construir una imagen. Voy dejando que el automatismo psíquico vaya saliendo. De hecho, a veces me quedo dormido bocetando, como si me autohipnotizara, entonces estás dejando pasar flujos y energías tal vez inconscientes, tal vez arquetipos colectivos, cosas que rebasan tu conciencia, y empiezo a desarrollar todo ese material, todos esos personajes extraños y les doy forma en la pintura, en un marco, en una representación, en una espacialidad, en una paleta de un clima emocional en el cuadro. Pienso en términos de lo que yo quiero ver en ese cuadro, no cómo, el cómo viene después.

 

Su pintura está llena de alegorías históricas en clave crítica. ¿Cómo dialoga esto con un momento en el que experimentamos un auge, una reformulación, del imaginario nacionalista desde el discurso oficial?
Toda mi vida he sido crítico de un discurso que venga de por encima y que tenga además intenciones de poder ideológico. Soy un anti-ideólogo de mi trabajo, y en mi vida personal también. Considero que la política debería estar al servicio de la sociedad y no al revés, y eso es un problema de la democracia de cualquier lugar del mundo, incluyendo los países que aparentemente pudieran tener historiales democráticos más hermosos. Están siempre bajo el asedio de la condición humana, y ésta muchas veces busca cosas que no son racionales y que van más allá del espíritu de las naciones. Mi trabajo parte de una extremada libertad y un extremado anarquismo, en términos de jerarquías. Yo me niego a la jerarquización social y política; cuando yo veo eso soy muy crítico.

 

Por ejemplo, en mi trabajo yo he sido un admirador y un analista y un reconstructor de la imagen de la virgen de Guadalupe, virgen morena, y solamente en pensar en su uso político, me revuelve el estómago.

 

Usted aparece en el cuadro Árbol del color. ¿Suele autorretratarse?
Esa representación espectral fue una de las primeras apariciones, fue como una visitación en el aspecto religioso, un espectro que visita una escena preliminar. Pero en mi obra hay poca representatividad de mí; ahora hay más, es como que pasa el tiempo y a veces tienes que voltear a verte en un espejo, literal. Toda mi obra es un retrato mío, pero es un retrato psíquico, y ahora ya es hora de voltear al espejo, aunque no me voy a convertir en un autorretratista, pero sí, ahora mi obra tiene un carácter más cercano a mi persona, física y mental, a mi vida y a mi entorno. Estoy entrando a un terreno en el que empiezo a ver dónde estoy parado en corto: veo a mi familia, me veo yo.

 

¿El pintor tiene un compromiso con la sociedad?
Sí tiene un compromiso con la sociedad, y eso debería ser relativo a todas las personas, sean o no artistas: hacer lo suyo bien y con responsabilidad y dar su máximo. Pero yo no soy activista ni creo en el activismo. Mi tema cívico y práctico es una cosa completamente aparte de mi obra.

 

Mi obra tiene que ser lo que es al máximo, no está al servicio de una idea, de una cosa externa, de un uso. Yo estoy en contra del arte como activismo social, político y hasta personal. Perdón. O de las luchas por las reivindicaciones que son el terreno más resbaloso de la cultura actual junto con la retribución y las venganzas históricas, que son lo contrario a un proceso reconciliatorio, que nace también de una idea del arte como activismo, como en las redes que empezó un proceso en que el arte empezó a descreer de su propia capacidad y de tener la muletilla de tener un plus de significado porque haces algo por la sociedad. Yo creo que es al revés. Es más: mientras más inútil, más profundamente inútil pueda ser una obra, más se puede mover las conciencias.

 

¿El arte tiene que ser provocador?
No: tiene que ser honesto. Su honestidad automáticamente va a generar una situación contra la represión al ser auténtica. No tiene nada que ver con la represión sexual, sino de los impulsos libres del sujeto.

¿Que mueve su creatividad ahora? ¿La pandemia le movió?
Las mismas pulsiones, las mismas pasiones siguen moviéndola. Vivimos en una época compleja en términos del arte en el mercado, y también me estoy acomodando a esas realidades en términos prácticos, y espero con curiosidad ver qué pasa con el mundo, porque no es el mundo estable donde puedas generar una obra con parámetros no cambiantes o que se dirijan pausada y naturalmente a una dirección, ya que todo puede pausarse o acabarse en cualquier momento. Estamos entre plagas, crisis, convulsiones sociales y morales, y yo tengo curiosidad de ver qué pasa y ver cómo mi yo puede capotear o no estas condiciones.

 

 

En cuanto a la pandemia, me movió en lo personal, pero creo que la pintura trabaja en la salud y la enfermedad, en plaga, en épocas de felicidad o infelicidad social. Yo no vi el cambio, me concentré en mi interioridad y en la pandemia se vio la crisis, el cambio social, pero el trabajo, la imaginación y las premisas son las mismas, por lo menos para mí. Así es mi búsqueda.

 

 

Sobre su obra La Venus, que causó furor en redes…
Yo no exageraría la noción de furor. Sí diría que causó un poquito de rechazo, pero furor sería miles de cancelaciones, y no pasó. Mi obra es una obra de empatía, amorosa. La gente lo sabe, hay quienes van a encontrar raja en donde sea, hasta en un vaso de agua. Yo creo que La Venus es algo que requiere la mínima cultura para entender que nació de una concha en el mar y que puedo yo trasladar ese evento a una metáfora y que además no es apología de ninguna cosa. Y si naces, naces niña, podría haberla puesto como una bebé, o nace como una mujer joven o una adolescente. Además, estoy usando una imagen históricamente muy utilizada. Es el retrato de George Platt Lynes, un precursor y pionero de lo que ahora se llama arte LGBT. Fue un fotógrafo homosexual extraordinario de los años 30, que fotografió a esta niña por su androginia; esa obra ha sido retomada también por el pintor Eric Fischl como una reinterpretación de lo ideal que se aparece en la cotidianidad de un taller. Uso la imagen de la marca Shell como una especie de tributo a la idea del pin-up del taller que está siendo ignorada por los que están ahí. En lugar de estar siendo deseada, perseguida o admirada, ellos están en lo suyo y ella es una pin-up que está tal vez colgada en la pared, o está naciendo encima de un coche, pero no es vista, entonces creo que esa imagen rebasa con mucho cualquier tipo de imagen.

 

Debes de tener muy claro que yo lo que le pediría a un espectador es que vaya con los ojos y el corazón abierto a ver la obra. Tienes que abrirte y ver con la total inocencia con la que yo lo hice. Si asumes que yo hago cosas con la conciencia provocadora, ojeta, perversa, entonces vas a querer leerlo así. Pero si entiendes el mood, vas a ver cómo mi trabajo es extremadamente afectivo, empático, afectuoso, no hay una humillación o un desprecio a nadie ni nada. Hay para mí un amor que se manifiesta ahí, y yo pido que se reciba así, y que no proyecte uno la parte negativa. Es algo que va más allá de mí. Si pasas la vida buscando ofenderte, buscando quejarte, estás perdido. Y si le damos voz a eso estamos perdidos todos. Y está pasando. Le estamos dando voz, –la academia, la pintura– le estamos dando voz a quien tiene una voz estridente, a quien cree que porque recibió un agravio histórico, entonces tiene el derecho a destruir lo que está presente, lo que se está creando, o lo que ya se resolvió. Hay un afán de destruir incluso las bases mismas de la sociedad porque tienen unas bases equivocadas o incorrectas, y eso es ya impermisible.

 

Estamos entrando en un terreno donde la destrucción existe porque no se puede reemplazar lo que ya está. Quieren hacer una tabula rasa. Y esto es lo que estamos haciendo, lo contrario a la tabula rasa: hacer crecer la vegetación del espíritu, resanar el bosque del alma. Quien quiere talarlo porque esa tierra tiene un contaminante, ¿qué propone?, ¿qué va a sembrar? No hay ahorita una contrapropuesta.

 

FOTO: Daniel Lezama. “La Joya-Abrevadero”, 2015. Cortesía Museo de Arte Moderno. / Daniel Lezama

« »