Danza africana

Jun 6 • Ficciones • 3946 Views • No hay comentarios en Danza africana

POR ILIANA OLMEDO MUÑOZ 

*Autora de Itinerarios de Exilio (Renacimiento, 2014) @ilianaolmedom

 

i like my body when it is with your

body. It is so quite a new thing.

Muscles better and nerves more.

i like your body. i like what it does

e.e. cummings

 

Había llegado la hora de los finales y una suerte de hojas metálicas me atravesaba, como si estuviera presa en la caja de un mago, subdividida en bloques cuadrados, el estómago dislocado, jalado a la derecha. Se sentía como una forma rebuscada del cáncer, así imaginaba su forma. En la barriga se acumulaba el escozor y el ahogo, no cabía nada más, una gastritis compulsiva. Las palabras trastabillaban, no nacían, se trepaban unas encima de otras. Me daba golpes de pecho y balbuceaba. Seguí inmersa en el camino, absorta en el cambio de velocidades. Jacobo regresaba como el reflujo ácido. Jacobo, maldita la hora. Deseé como nunca un coche automático, avanzar esa palanca me exigía un esfuerzo extraordinario. Respiré con fuerza, resoplé y al mismo tiempo intenté convencerme, aunque no me gustara, -había sido el mejor desenlace posible. Dadas las circunstancias.

 

Una luz roja me detuvo y tomé el celular, repasé mi lista de contactos, a quién llamar en el momento de necesidad. Cómo admitir necesidad si no necesitaba a nadie. Si me consideraba autosuficiente y el consuelo me parecía una necesidad de débiles y memos. ¿Qué exigía esta situación? ¿Ser oída u oír? ¿Observar o ser observada? ¿Llanto abigarrado? ¿Melodrama? Las venas del cuello me palpitaban tratando de cargar con la fuerza que buscaba sonsacarme las lágrimas pero se contenían. Se hacían pegajosas y se negaban a salir. Y la espada me perforaba más. Me topé con el número de Jacobo oculto bajo el nombre de Pablo, un amigo a deshoras y en los malos ratos de la oficina, e intenté no verlo. Le seguía el de Paulina, la profesora de danza africana. Llevaba meses insistiendo en que probara el baile, una hora y media de cualquier tarde, estirar las piernas, sacudir el cuerpo, no podía caerme mal, no me empeoraría, no habría daño. Iría. Marqué. Paulina me informó: a las cinco. Faltaba media hora. Accedí todavía con recelos, todos ciertos, hacía años que no bailaba. Nunca había practicado algún deporte, el trabajo me absorbía; además, la actividad me torturaba aunque alguna vez lo había intentado, una hora diaria de movimiento por la mañana y agotamiento el resto del día, abandoné a la semana. El ejercicio debía ser un pecado menor. Banal. Lo creía una verdad difícil de aprender y la había digerido tras años de constatación. Disfruto de las rutinas. Jorge me calificaba así: persona rutinaria y lo consideraba un rasgo positivo, aunque a veces enojoso, de mi carácter. Yo encontraba un tufo maloliente en la palabra y respingaba un poco al oírla pero nunca alegaba, para qué, si no podía ser más que de esa única y solícita manera. Otra verdad tardía. Se es o no se es, sin medias tintas. Además evitaba contradecir a Jorge. Pasaba de puntillas por cualquier tema polémico, tengo la certeza de que las discusiones generan amargura y destruyen los afectos. Y yo no esperaba menos que armonía dentro del seno conyugal, lo llamaba así quizá con ironía, quizá con buena intención. Mejor alojar la basura debajo de las mesas, en el sector invisible de la casa, de la monotonía. Ahí descansaba también mi razón para probar la danza, más ahora, en mi estúpido momento de necesidad. Acceder de manera rápida y por demás diplomática a las peticiones de Paulina, una amiga de mis tiempos universitarios. Cuando la diversión parecía algo dócil y a la mano, como yo desearía ser a veces, sencilla y a la mano. Me consideraba lo opuesto, difícil e inaccesible. Como deben ser las directoras de proyectos.

 

Paulina nunca terminó los estudios, abandonó antes de finalizar el segundo semestre. Haber compartido el sobresalto inicial de las aulas, el descubrimiento del sexo, las pasiones y el alcohol había fortalecido nuestro lazo. Lo efímero pautaba su trayectoria y la naturaleza inconclusa de mis relaciones personales despertaba mis dudas acerca de la verdadera calidad de la amistad que compartíamos. Paulina transitaba de un hombre al otro con la misma suavidad con la que seguía los acordes atonales de los tambores africanos. En eso la admiraba. Bajé la mirada y descubrí dos contundentes bloques de concreto sobre mis pies. Ninguna ligereza. Para personajes flotantes, Paulina. En cambio yo prefería el paso firme, sonoro y constante de los zapatos de cemento. Bien puestos sobre la tierra. Directivos y bien encauzados.

 

Detuve el coche frente a la entrada de la Academia. Miré las ventanas amplias de la sala de baile y la lluvia arrojando apenas las primeras gotas. Escribí un mensaje a Jorge, contraída y sometida por el anhelo de compasión, le pedí pasar la tarde juntos. Sería un consuelo tras haber renunciado a Jacobo. Jorge respondió diligente y agobiado, me recogería. Quise sentir alivio pero la cuchilla permanecía anidada en mis vísceras. Escocía.

 

El día pintaba gris, lamenté no haber disfrutado los últimos dos meses con Jacobo. El preludio agridulce a los finales. Imaginé, sentada en mi amable sillón tan opaco como la tarde, una primavera distinta. Lisa, sin tantos obstáculos ni trabas. Carente de mensajes repentinos a Jacobo en los que le cancelaba nuestras reuniones semanales, una y otra vez. Demasiada carga. Empecé esquivando y acabé por huir. Se había convertido en tortura, como creí que sólo serían los matrimonios largos. Ahí mismo regresaban las cuchillas. Traté de cambiar la dirección de mi lógica interna. Guiarla hacia las estaciones. Al invierno anterior, al episodio en que nos conocimos: los encuentros fortuitos que se vuelven fatales. Casi chocamos al entrar en el banco. Titubeamos un poco, como comediantes sumisos, y sonreímos. Nos reencontramos minutos después, en la cola, y terminamos intercambiando números y señas. Compartíamos varias amistades, incluso a Paulina, y de manera tangencial a Jorge. Nuestras trayectorias parecían disparadas desde el mismo mortero, pensé, e hice una llamada perdida con la plena conciencia de que el peligro acechaba, el agua cerca del abismo, como esos canales que observaba ahora desde el coche, descendiendo trémulos. Los presentimientos alertan y nunca los escuchamos, para qué, si nos gobierna el deseo de error. La gracia de la falla. Equivocarse. Jacobo contenía el error. Su belleza podría calificarse así, de distorsionada. Alto y corpulento, con barriga protuberante. La nariz de punta blanda y una barbilla redonda y suavecita. Muchas veces la sentí contra mi esternón. Su inarmónica hermosura contrastaba con su modestia. Jacobo gustaba del error. Y se equivocaba al juzgarse. Me pareció de una imperfección digna de rescatar. Nuestros encuentros solían ser parcos en palabras y ricos en acciones. Él actuaba, vivía de interpretar (o repetir) las voces de otros. Su aparente falta de ideas me intrigaba y al estar con él yo aspiraba a su desenfado, intentaba abandonar el pensamiento y convertirme en cuerpo. Un ser de tacto. El experimento me fascinó al principio, después adquirió dificultad. Con él me enzarcé en una equivocación tras otra desde el inicio y hasta el final. Mi amante, esa palabra descastada. Con el tiempo me convencí de que no precisaba las paranoias, ni las suspicacias que desataba en Jorge y menos la penuria cernida sobre mi vida tras las visitas. La culpa existe. Aún. Y más la posibilidad de ser descubierta. Todo lo que podía perder. Todo lo que podría haber perdido.

 

En realidad el final con Jacobo me degradaba y al mismo tiempo me complacía, me brindaba tranquilidad y reposo. Una tregua tras cinco meses de reyerta constante conmigo misma, con Jacobo, intentando evadirlo, esconderlo, mantenerlo a raya, y Jorge, sobre todo Jorge. Convencerme de la felicidad. Eso era: la meta final del camino. Un siniestro, pero cierto. Algo líquido luchaba por brotar de mis ojos. El rímel se correría. Arranqué un pañuelo de la caja a mi derecha y me limpié con la punta. Seco. Ni siquiera la rabia acertaba la vía para brotar. Se aglutinaba con tanto ardor que me impulsó fuera del coche. Me dejaba empapar por el agua para simular las lágrimas que no podía soltar, pero el agua no era tan abundante y cerré los ojos para evitar el sentido de merma creado a mi alrededor. ¿Dónde se hallaba la abundancia, la lluvia torrencial? Todo parecía tardío y aletargado, tan similar a mis días con Jorge, a la espada que cortaba transversalmente mi seno conyugal.

 

Entré en el salón de baile con la dignidad de un pájaro viejo y me observé el perfil aguileño en el espejo, parpadeé y me dirigí al vestuario mientras me ataba el cabello en un chongo alto y africano. Me sonreí a sí misma frente al espejo y no me gusté. Había algo tibio en los bordes de esa mueca con aspiración de sonrisa. Tenía la intención de dejarme vencer por mis pensamientos durante la clase pero al oír los primeros golpes del tambor y las voces similares a aullidos animales (así los consideraba: volcánicos y primitivos), cambié de opinión, mejor dejaría de pensar.

 

Bailé: solté el cuello y sacudí los brazos, animalmente, por completo embrutecida. Me dejé guiar por Paulina como una marioneta gigante y perfecta. Giro, vuelta, uno, dos y exhalar. De pronto la danza parecía la suma de las fuerzas de la naturaleza, reunidas o encimadas, una posibilidad que se manifestaba y adquiría cuerpo en mi cuerpo. Esa inteligencia que solía reprimir. La soltura como un monumento a la dificultad, el reto por fin me alcanzaba y para mí, cuyos obstáculos siempre resultaban más escasos y endebles que la potencia de mi fuerza, aprobaría con sobresaliente. El aire se me escapaba, la razón, enorme inundación de ideas y pensamientos, se agolpaba y perdía figura, se manifestaba en sentimiento. El sudor crecía y formaba dos círculos irritantes debajo de mis axilas, trazaba una avenida desde el ombligo hasta su cuello, echaba a perder mi blusa tan lisa y el aroma de mi perfume caro y floral.

 

Abstraída en el vaivén de mis movimientos observé el árbol goteante y fresco afuera de la academia y recordé de pronto, casi como una humillación, por qué dejé de ver a Jacobo. Ese cuerpo tan amigo de mi cuerpo. Manos ásperas de actor, dije con voz soterrada por los tamborazos, ese tacto que me sometía y acallaba. Y una frase se compuso en mi mente, se apoderó de mi cabeza maestra y totalitaria: “esa inteligencia que solía reprimir”. Me detuve. Abandoné el salón, entré en el baño y busqué con brusquedad mi celular en el fondo de mi bolsa. Llamé a Jacobo, porque nunca nos llamábamos. Era una regla tácita, una restricción tan práctica como amarga. Su número aparecía en la pantalla, registrado con el nombre de Pablo. Y sonó y sonó. Poco a poco recuperé el ritmo natural de la respiración. Me rendí aflojando los brazos, inclinando levemente la cabeza a la izquierda. Colgué. Intenté regresar a la clase, mejor me puse los zapatos altos. Salí con la bolsa en la mano a la calle, al ritmo del sonido cada vez más lejano de un Senegal que nunca antes había inventado y que ahora se manifestaba en elefantes apareándose en lagunas de agua verde y puerca y garzas contemplativas pero concupiscentes, más sabias que el mismo Dios.

 

Sonreí, los dedos de mis manos se agitaban imitando las alas de pájaros diminutos; mi cabello rizado, liberado de las ataduras tras la agitación del baile, temblaba tímido ante el rocío posterior a la lluvia. Ahí estaba mi coche. Huí de él, de la promesa de comodidad. Me escabullí arrojándome al suelo y reptando me alejé de la imagen blanca de mi auto y de la posibilidad de que Jorge accediera a mi llamado y apareciera. Avancé por el suelo, frotando las palmas y las rodillas contra la mugre del universo. Me senté en la banqueta mojada y fangosa, al alzar la vista, miré a Jorge bajarse de un auto plateado. A dos calles de la Academia. Sólo dos. Tan mediocremente obvio. Se despidió de alguien que no pude ver. Se despidió de la misma manera que lo hacía de mí, inclinando el torso y con la mano apoyada en la puerta. Observé las manos de rojas uñas largas y vulgares que rodeaban el cuello de Jorge, mi marido, esa palabra tan sojuzgadora, ese lento mentecato que apresuraba el paso para evitar mojarse. Sin duda era mi opuesto. Luego él miró alrededor sin notarme, como si su precaución fuera un ritual extemporáneo e inútil. Perdí la silueta de la mujer y observé alejarse el coche, ya sin mi esposo pero con su olor. Recordé a Jacobo, y admití, la separación derivó de mí, de mi sentido de la practicidad. Del peso de los compromisos a los que el miedo o la costumbre nos impiden renunciar. La carga de la decisión me fragmentaba, como la caja de un mago. Todo por la persecución de un orden, de mi vida sin grietas ni fracturas. Agaché la cabeza y al mismo tiempo la espalda, el peso del mundo me cayó encima de golpe y era demasiado. Por fin un par de lágrimas cansadas y exiguas cedieron. En nombre de mi idea de felicidad, esa mierda que nos tragamos cada día conforme crecemos. Me di cuenta que quería mi vida como antes, antes de Jacobo, y murmuré con los dientes muy apretados, quiero mi vida como era antes, de otra manera. Esa otra manera daba sentido a mis pensamientos, a mi extrema integridad, a mi constante perseguir la perfección y la gracia. Porque en realidad no quería que mi vida fuera como antes, sino de otra manera.

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas

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