De Ángeles y fantasmas
POR VICENTE ALFONSO
/
/
¿Cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, Bruno?
¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio?
Julio Cortázar,
“El perseguidor”
/
Acaso por esa tendencia a simplificar las cosas, no pocos asumen el término novela histórica como un relato armado sólo a partir de hechos comprobables. No obstante, adoptar esa definición como receta suele conducir a textos que pierden en brío y profundidad lo que pretenden ganar en precisión. La lista de historiadores que han fracasado como novelistas deja en claro que no basta agregar descripciones y diálogos a la historia oficial para construir una novela, y viceversa: contar a ras de suelo los laberintos de la Historia tampoco resulta sencillo ni siquiera para los narradores con más colmillo. Quizá el mayor problema de este género sea su carácter dual, ese existir a caballo entre la ficción y la realidad, pues se afirma que quien sirve a dos amos con uno queda mal: ¿de qué manera generar tensión si sabemos de antemano cómo terminará cada batalla, quiénes serán fusilados, quién ganará las elecciones? ¿Cómo llenar los vacíos del relato cuando disponemos de muy pocas fuentes de información?
/
No pocas entre las mejores novelas históricas de nuestro tiempo echan mano de protagonistas inventados para articular realidad y ficción, pues resulta más sencillo narrar las acciones de un personaje que reconstruir los pasos de una figura emblemática de nuestra historia. Así está armada, por ejemplo, La muerte de Artemio Cruz. Pero ficción y realidad no tienen por qué coexistir sólo con procedimientos de injerto. En nuestras letras, pocos han enfrentado el reto de armar novelas históricas en donde los personajes sean figuras clave de nuestra Historia Patria. Entre esos pocos, acaso es Ignacio Solares quien más se ha preocupado por escribir novelas que integran con fortuna los hechos verificables y el torrente de fantasmas que pesan en la Historia (miedos, rumores, creencias, mitos). Autor de una vasta obra que abreva de la filosofía, del psicoanálisis, de la literatura y de la Historia, Solares sabe que no por intangibles resultan menos reales la esperanza, el miedo, el odio. Esta amalgama es el material con que ha construido no pocas entre sus novelas: Madero, el otro (1989), El jefe máximo (1992), La invasión (2005) y por supuesto, de La noche de Ángeles (1991), título que a veinticinco años de su aparición ha reeditado Tusquets.
/
Del protagonista, el general revolucionario Felipe Ángeles, sabemos poco: que fue el más devoto colaborador de Francisco I. Madero. Que profesaba el catolicismo y que fue director del Colegio Militar. Que más de una vez la prensa lo tildó de santurrón. Que en lugar de fusilarlo, Huerta le forzó a exiliarse. Que colaboró con Carranza a pesar de que había entre ambos mutuo desprecio y que también fue pieza clave para Villa y la División del Norte. Que sus momentos de gloria fueron la toma de Torreón y la batalla de Zacatecas.
/
Entre el arsenal de estrategias literarias usadas para armar este libro, destacaré dos por razones de espacio. La primera es el juego con el tiempo. También autor de novelas fantásticas como Anónimo (1979) y El sitio (1998), Ignacio Solares sabe que una novela no es una biografía. Armada como un contrapunto entre el tiempo real (es decir, el que el general Ángeles tarda en cruzar el Río Bravo en una barcaza) y el tiempo recordado (que remite a los momentos clave de su carrera militar), La noche de Ángeles fluye con mínimas dosis de tejido conectivo. Nada de paja. Pero el contrapunto no sólo tiene esa función: también nos hace ver que, como sugiere Johnny Carter en el célebre relato de Julio Cortázar, los momentos esenciales de cualquier vida, aún la más intensa, pueden repasarse en un instante, acaso un instante que se alarga. Cómo no hallar resonancias cortazarianas en estas líneas: “Cabeceó un momento y supuso que se había dormido. Pero vio el reloj y era imposible: de que subieron a la barca habrían pasado apenas unos cinco minutos. ¿Cinco minutos? En realidad acababan de subir y fue a él a quien el tiempo se le estiró como un pedazo de goma.”
/
Solares no teme contradecir las llamadas “verdades históricas”. Sabe que las novelas no confirman: son máquinas de dudar. Y allí encontramos la segunda estrategia: frente a los discursos que presentan la Historia como un tejido parejo y uniforme, Solares exhibe el carácter absurdo de los hechos. Sus novelas nos recuerdan que, para quienes vivieron el día a día de la Revolución Mexicana, los hechos tenían una trayectoria errática. Serán los académicos, que llegarán cuando todo haya terminado, quienes busquen otorgar un sentido a ese caos. Ejemplo de ello es la anécdota narrada en la página 127, cuando nos hace ver que al interior de la División del Norte había fuertes contradicciones respecto al trato que merecían los prisioneros heridos: la ley humanitaria exigía curarlos, mientras que la llamada Ley Juárez, dictada por Carranza, demandaba ejecutar a todos los prisioneros sin excepción. Como resultado a los heridos se les daba tratamiento médico sólo para ser fusilados en cuanto daban síntomas de mejoría.
/
En veintiséis capítulos y un epílogo, Solares logra una exploración de uno de nuestros personajes menos conocidos, un hombre cuya memoria fue relegada, ignorada, olvidada e incluso calumniada por la historia oficial. De allí que el cuestionamiento inicie desde la interioridad del protagonista. Solares logra así un personaje complejo, contradictorio, a veces incongruente, y con ello imparte una cátedra de oficio narrativo. Pocos personajes literarios tan tridimensionales y tan vivos como este general pacifista que en las noches lee la vida de Cristo y el Bhagavad-gītā, que lucha contra las tentaciones de la codicia y la lujuria que Pancho Villa le pone enfrente. Pero no sólo Felipe Ángeles aparece perfilado en estas páginas. Solares traza a Carranza, a Villa, a Madero, a Obregón, a Zapata. Y además los contrapone, como en el contraste Carranza-Madero en donde Ángeles funciona como bisagra y como testigo privilegiado.
/
“Un escritor no elige sus temas —en ocasiones ni siquiera los sitios donde transcurren sus temas—, en el mismo sentido en que ningún hombre es libre de elegir sus sueños o sus pesadillas”, señala Solares en otro de sus libros, Imagen de Julio Cortázar (FCE/UNAM, 2002). Al conjugar, como él mismo ha dicho, lo simbólicamente verdadero con lo históricamente exacto, don Ignacio sólo ha sido fiel a su poética y a sus búsquedas de toda la vida, que parece enunciar en estas líneas de La noche de Ángeles: “Quizá sólo descifraremos la Historia concibiéndola más como un gran sueño que como una maquinaria exacta, atroz y fría”.
/
/
Fotos: Ignacio Solares ha dedicado otras novelas a temas de la historia de México, entre ellas Madero, el otro (1989), El jefe máximo (1992) y La invasión (2005)./Germán Espinosa/EL UNIVERSAL
« Andrzej Zulawski y el microcosmos obsedente “Los caricaturistas ponemos el dedo en la llaga” »