Donde el polvo se levanta

Ene 14 • Reflexiones • 3141 Views • No hay comentarios en Donde el polvo se levanta

POR FEDERICO BALLÍ

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Más allá de la opinión que uno tenga sobre los aciertos y desaciertos de nuestros líderes políticos —discusión reservada para otro lugar y otro momento—, pocos negarán que la atmósfera en México se ha enrarecido por una mezcla de indignación e inconformidad. En la población, la respuesta general oscila entre la mentada de madre que desahoga el enojo y la burla irónica que evidencia la resignación. Apenas nos sorprende el reciente anuncio de que “pronto habrá una rebelión en la granja”; profecía poco alentadora pues toda tentativa de festejo queda aniquilada al recordar el final de la obra a la que se alude en esa frase. La ironía de hacer referencia a esta novela para prometer un cambio—una mezcla de realidad velada e inocente equivocación—enmarca, en sí misma, la historia de un pueblo que ha repetido una y otra vez la misma representación teatral y, aun así, es incapaz de reconocerla en cuanto cambian los actores; esto adquiere un doble tinte irónico si pensamos que, medio siglo antes de que apareciera la obra de Orwell, uno de nuestros propios escritores, Emilio Rabasa, ya había retratado el proceso en el que los ideales se abandonan y la revolución, emponzoñada, se transforma en bola.

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La bola es una parodia cáustica en la que el tema político se aborda con ironía y pesimismo. Esta novela —la primera de una tetralogía que sigue la historia de Juanito Quiñones— narra la rebelión local que se produce en San Martín de la Piedra, un pueblo que “no figura en las cartas geográficas del señor García Cubas, ni en los numerosos tratados de geografía mexicana”1. La aparente insignificancia de este lugar, la imposibilidad de ubicarlo en un mapa, le confiere, en forma paradójica, una intangibilidad de sombra que se extiende sobre el país, es decir, lo transforma en un arquetipo de pueblo mexicano que se sitúa al mismo tiempo en todos los lugares y en ninguno —una cualidad por la que Carlos Monsiváis lo equipara con Macondo y Comala. Este detalle, en conjunto con las noticias que se dan a lo largo de la novela sobre otras rebeliones, ayuda a generar la sensación de que lo narrado no es un evento aislado sino una más de las tantas antorchas que se encienden a lo largo de un país consumido por el caos, el fuego y la inconformidad: por la bola.

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Un pueblo como San Martin, lejos de la corrupción característica de las grandes urbes, parecería una cuna predilecta para un héroe nacional; sin embargo, incluso en este lugar, situado entre la nada y el olvido, se generan luchas por el poder. No hay aquí ni idealismo ni interés en el bien común. El objetivo de Mateo Cabezudo, el cacique que organiza la bola, reside únicamente en obtener el protagonismo político; la inconformidad del pueblo sólo es una excusa para el levantamiento.

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En este punto, el abordaje de Rabasa se aleja de lo solemne y de lo trágico. El humor negro y la intención paródica de la obra se evidencian, con acidez, desde que se revela el motivo de la rebelión. A pesar de las múltiples quejas legítimas que poseen los habitantes de San Martín, el “desgraciado suceso” que detona el conflicto apenas dista de lo que esperaríamos de un par de niños de primaria: la disputa entre Mateo Cabezudo y Jacinto Coderas, el jefe político, por llevar la bandera al festejo de la independencia. Esta lucha, tan literal como simbólica, plantea el tema central de la novela y adelanta el diagnóstico de una enfermedad que, incluso hoy, está lejos de sanar: los líderes no buscan cooperar, ni mucho menos dialogar; consideran que dirigir el país es su derecho, ellos se lo han ganado. Para Coderas este derecho proviene del poder legítimo concedido por el estado. Por su parte, Cabezudo lo ha cultivado en el campo de batalla. Ambos desean el protagonismo político sin preocuparse por la responsabilidad que éste conlleva.

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El verdadero incentivo de Cabezudo, su búsqueda por el poder sin importar la forma en que se obtenga, queda al descubierto desde las primeras páginas de la novela cuando Juanito menciona que “un día cayó de leva Mateo, y se vio en el caso de tomar las armas, no sé (ni él tampoco) si en favor o en contra de Su Alteza Serenísima.”2 A esta mención se agrega, tan sólo unas líneas después, que cuando se alza un nuevo movimiento revolucionario “[Mateo] tomó de propia autoridad el grado de teniente, salió de San Martín y se incorporó a la primera fuerza organizada que encontró a su paso, sin averiguar si era de tirios o troyanos.”3 Aunque las acciones de Cabezudo en el primer suceso podrían interpretarse como un producto de la ignorancia y la falta de experiencia, el segundo aclara la ambición del personaje. Como resultado, la revolución no gira en torno a lo que se hace con el poder sino a quién lo ejerce: no hay una búsqueda de justicia sino una lucha por conservar el poder o arrebatarlo.

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La inutilidad de esta rebelión se enfatiza cuando, con una mezcla de cólera y resignación, don Justo dice que “lo mismo fue hace pocos años, y eso que la gente de San Martín no se ha metido en todas las bolas”4 . La bola, el alzamiento contra el poder, se revela como un ciclo que se repite una y otra vez sin generar un cambio. Mateo Cabezudo es sólo el nuevo revolucionario en una larga herencia de revolucionarios sin revolución, de rebeliones huecas. Abandonamos aquí a los héroes que luchan por un ideal y viramos hacia una serie de personajes cuyo único objetivo es encumbrarse sin importar la cima a la que se asciende. No hay aquí mártires, no hay valores, sólo caos.

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Dicho caos envuelve a Juanito desde que se une a la bola, pero sólo se hace completamente tangible en la primera batalla que presencia. Aquí, todos atacan a destiempo; unos gritan “adelante” mientras otros huyen. Si antes existía una pantomima de organización, ésta se pierde durante la batalla. Queda claro que, en realidad, la bola se mueve en una forma inconexa: su verdadera naturaleza es la de una hidra que se retuerce con erráticos espasmos guiados por el instinto, el miedo y la ira.

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Este mismo desorden se repite una vez más durante la toma del pueblo. Aliados se atacan entre aliados: “¡Y sí acabaría, en la ceguedad del combate, sin reconocer a sus amigos”5; Juanito, tras derrocar al jefe de la fuerza enemiga, se transforma en líder del batallón contra el que combatía unos instantes antes con tan sólo decir: “¡Yo soy el jefe! ¡Adelante! ¡Al que retroceda le mato!”6 Los hombres, espoleados más por la confusión que por el miedo, no cuestionan las órdenes de aquél que muestra tanta seguridad al blandir la espada.

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¿Y qué ocurre cuando finaliza la revolución? ¿Qué ocurre cuando Cabezudo adquiere el poder? Todavía nos persigue esa pregunta. En la desierta imagen del campo de batalla —que resuena como un eco en Los relámpagos de agosto— el polvo se asienta para revelar que nada ha sucedido. A los enemigos que sobrevivieron se les perdona, con esa infinita compasión del mexicano, o se les olvida para que puedan proseguir con su vida en una forma un poco —y vale la pena resaltar el adjetivo aquí— más humilde. Los secretarios del antiguo régimen, mano derecha del viejo sistema, se transforman en la guía del nuevo poder: lo único que ha cambiado es la cabeza; pero, ah, pequeño detalle, ¡qué bien embona en el viejo cuerpo! ¡Apenas se notan las suturas!

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Y, aun así, a pesar de las claras señales de alarma, a pesar del escepticismo de don Justo, a pesar de los antecedentes históricos, a pesar de todo esto, el lector no deja de sentir cierta desilusión cuando Cabezudo se transforma en el rostro del sistema contra el que decía luchar. Como sentencia Juanito Quiñones:

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¡Y a todo aquello se llamaba en San Martín una revolución! ¡No! No calumniemos a la lengua castellana ni al progreso humano, y tiempo es ya para ello de que los sabios de la Correspondiente envíen al Diccionario de la Real Academia esta fruta cosechada al calor de los ricos senos de la tierra americana. Nosotros, inventores del género, le hemos dado el nombre, sin acudir a raíces griegas ni latinas, y le hemos llamado bola. Tenemos privilegio exclusivo; porque si la revolución como ley ineludible es conocida en todo el mundo, la bola sólo puede desarrollar, como la fiebre amarilla, bajo ciertas latitudes. La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmueve a las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados.7

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Quizás el pensamiento positivista de Rabasa, embebido en el discurso anterior, nos parezca algo caduco, pero sería necesario el más ciego optimismo para negar la vigencia de su obra. Nuestros políticos todavía se arrebatan la bandera en vez de cargarla juntos, y todavía buscamos el cambio en la sombra del caudillo y no en el ciudadano. No, no me sorprendería que en México se prepare una nueva rebelión en la granja. Aquí sólo hay de esas, en las que entre los cerdos y los humanos ya no hay distinción, y así será mientras quedemos satisfechos con el cambio de un rostro, mientras ignoremos los engranajes de un sistema que se oculta allí donde el polvo se levanta.

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1 Rabasa Estebanell, Emilio, La bola, Océano, 2014, México. (Todas las citas que se utilizan en este texto fueron tomadas de la edición Kindle).

2 Ibidem.

3 Ibidem.

4 Ibidem.

5 Ibidem.

6 Ibidem.

7 Ibidem.

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FOTO: Ilustración publicada el 22 de enero de 1925 en El Universal Ilustrado en el reportaje “¿Existe una literatura mexicana moderna?” Crédito de foto: Andrés Audiffred/ Archivo EL UNIVERSAL

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