Dos miradas a una grieta

Jun 17 • Lecturas, Miradas • 2760 Views • No hay comentarios en Dos miradas a una grieta

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La nación desdibujada y Los niños perdidos coinciden en la urgencia de reconocer las fragilidades que el narcotráfico provoca en las poblaciones más vulnerables

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POR ASTRID LÓPEZ MÉNDEZ
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Desde finales del siglo xx, la discusión sobre la nación puso una nueva pieza en el tablero. El recordatorio de los experimentos que llevaron a tragedias mundiales colocó una malla todavía más espinosa para decir algo de su configuración. Como alternativa a las narraciones nacionalistas, la globalización pasó a ser el nuevo marco desde el que se podía hablar de la cooperación internacional y de los pasos regionales y locales para resolver los problemas más apremiantes de las sociedades contemporáneas (algunos desde el inicio la consideraron otro lobo disfrazado de oveja). El Brexit o la ola de populistas de derecha, ahora encabezados por Donald Trump, son suficientes para constatar que ante la apuesta por la solidaridad, no todos quieren seguir en la misma partida.

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En el caso de México, ese debate ha llevado a la recurrente crítica sobre la falta de rumbo; tierra adentro, con las frágiles instituciones y los escandalosos casos recurrentes de corrupción; afuera, la compleja relación con el vecino del norte y la necesidad de combatir de un modo distinto el problema del narcotráfico. Ante el actual escenario político interno y externo, las voces en esa controversia aumentan. El año pasado se publicaron dos libros que si bien articulan propuestas distintas para algunos de los problemas del México contemporáneo, juntos forman las dos caras de la moneda, ya que ni las naciones son tan soberanas como se pretende ni las fronteras son tan claras como se cree.

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Por un lado, La nación desdibujada (Malpaso, 2016) de Claudio Lomnitz es una serie de ensayos que piensan el nacionalismo como una forma cultural de usos y modos múltiples, donde la nación es menos una matrioshka y más una serie de redes mundiales transversales. Con tintes polémicos, en ocasiones teóricos y hasta autobiográficos, Lomnitz atraviesa velozmente temas como la cultura regional, la crisis en los ideales de organización y justicia para el Estado, o los viejos ideales del México revolucionario. El primer ensayo “Michoacán: fantasía de la familia, fantasía del Estado” es el reflejo de la crisis de migración infantil de 2014 en la frontera con Estados Unidos, que es uno de los ejes del segundo libro: ensayo, testimonio y crónica de Valeria Luiselli, Los niños perdidos (Sexto Piso, 2016).

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Entre octubre de 2013 y junio de 2014, cerca de 80 mil menores habían sido retenidos en centros de detención en Estados Unidos. El presidente Barack Obama habló de ellos en ese último mes, “la crisis humanitaria” que se había desatado en la frontera era un asunto urgente que atender. Éstos debían regresar lo más pronto a sus lugares de origen y para ello sus casos fueron una de las prioridades en la lista en las cortes de migración, por lo que se necesitaron muchísimos abogados y traductores para defender a los niños. Sumando algunas coincidencias, Luiselli empezó a trabajar como intérprete en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York en marzo de 2015 y Los niños perdidos es el registro de esos días, cruzado por las cuarenta preguntas del cuestionario para determinar su situación legal.

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Una de las líneas que une a ambos libros es la manera de pensar lo nacional: con la mirada atenta a la historia del presente, como genealogía, y la sociología de lo emergente (a lo que Lomnitz llama imperativo bifocal). Por ejemplo, analiza las causas por las que el albergue La Gran Familia tenía hasta julio de 2014 –fecha en la que el gobierno mexicano detuvo a su directora, conocida como “Mamá Rosa”– a 600 menores a cargo sólo de 12 empleados: desde la migración femenina a Estados Unidos en la década de los 90, los huérfanos por la “guerra contra el narco”, hasta las imbricaciones de este albergue con los gobiernos locales y federales. Por su parte, Los niños perdidos repiensa el lugar que han ocupado los medios, la política y sus leyes ante la “interconexión absoluta entre fenómenos como la guerra del narco, las pandillas centroamericanas, el trasiego de armas desde Estados Unidos, el consumo de drogas y la migración masiva de niños del Triángulo del Norte [Guatemala, El Salvador y Honduras] a Estados Unidos a través de México”.

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Otra de las rutas compartidas es la que examina el camino que lleva el capital emocional al capital político. En la cuarta parte de Los niños perdidos, Luiselli cuenta cómo diez de sus alumnos de la Hofstra University en Hempstead, Nueva York, empezaron “a hacer una mínima diferencia” al formar la Asociación para la Integración de Adolescentes MIgrantes (TIIA por sus siglas en inglés): frente a sus ojos, “aún incrédulos”, crearon una organización para dar, a niños y adolescentes migrantes, clases de inglés, clases de preparación para la universidad, deportes, un programa de radio y un grupo de debate sobre derechos y responsabilidades civiles.

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Sobre Mamá Rosa, Lomnitz realiza una semblanza en la que la mujer, “entre matón de pandilla y una madre Teresa de Calcuta”, se convierte en un personaje entrañable: su padre no deja que se case con un trabajador por motivos de clase, ella dice que entonces no se casará nunca, pero que adoptará a todos los desamparados de Zamora, Michoacán. Con esa transgresión de género y a la sociedad tradicional fue como empezó La Gran Familia, que creció tanto que acabó olvidando lo que significaba el núcleo familiar. El compromiso de los estudiantes y de Mamá Rosa con su comunidad de ir más allá de los discursos, además de ser muestras de solidaridad, reflejan también la fragilidad de su continuidad, sobre todo cuando es tan vulnerable o se atenta contra el sentimiento y significado más profundo de comunidad.

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Hay dos imágenes que se me aparecen una y otra vez. Las notas de los periódicos dicen que bajo un cielo nublado y una tarde abrasadora, los niños con globos suben contentos a un autobús, después de salir del aeropuerto, al haber sido deportados; las notas de los periódicos dicen que los niños con juguetes nuevos por fin se divierten sanamente toda la tarde de su liberación. Pero todos son niños perdidos, con hogares huecos o sin hogar, a la deriva de sus familias, de la ley y del Estado, a la espera de una comunidad que los integre. En Michoacán, cuenta Lomnitz, la atención se centró en el oportunismo político de la detención de Mamá Rosa, en lugar de buscar la “consolidación institucional de las políticas dirigidas a la infancia”. Contar las historias de los menores a quienes les quitaron el derecho a la niñez “no sirve de nada, no arregla vidas rotas”, dice Luiselli, “pero es una forma de entender lo impensable”.

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Resulta difícil conceder un voto de confianza a una sociedad que ni siquiera puede proteger a los más indefensos, ya no digamos a sus alcances para rastrear y romper las cadenas de causas y efectos. Tanto Luiselli como Lomnitz coinciden en la urgencia de que los gobiernos reconozcan que el problema del narcotráfico es transnacional y que la falta de prerrogativas sociales y políticas para los indocumentados en Estados Unidos complica cada vez más la situación para los que deben quedarse en sus lugares de origen, convirtiéndose en blancos fáciles para sumarse a la plantilla de los cárteles y pandillas. Si la historia “local” se teje tanto en Zamora como en Hempstead, no es el pensamiento sino la evidencia lo que apunta a que no sólo los relatos, también las instituciones, se ponen en jaque cuando alcanzan conexiones hemisféricas. Es entonces cuando esas mínimas, pero al mismo tiempo grandes diferencias se convierten en el remedio urgente de una grieta, no porque aseguren que no se hará más grande, sino porque su existencia es el recordatorio de que apenas vamos asimilando las hondas raíces de los problemas que nos siguen contando historias que todavía no sabemos cómo van a terminar.

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FOTO: La nación desdibujada, Claudio Lomnitz, Barcelona, Malpaso, 2016, 312 pp./ Los niños perdidos, Valeria Luiselli, México, Sexto Piso, 2016, 105 pp.

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