Dos hijos de Whitman: García Lorca y Crane en Nueva York

Ago 20 • destacamos, principales, Reflexiones • 3619 Views • No hay comentarios en Dos hijos de Whitman: García Lorca y Crane en Nueva York

POR SERGIO TÉLLEZ-PON

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A Eduardo Mendicutti

Amo el amor de los marineros

que besan y se van

Pablo Neruda

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Hacia el final de El mundo alucinante (1966), su estupenda novela sobre fray Servando Teresa de Mier, el cubano Reinaldo Arenas hace coincidir al intrépido fraile y al poeta cubano José María Heredia en el laberíntico Palacio Nacional durante la presidencia de Guadalupe Victoria, y escribe: “El hecho de que ambos hombres convivan en un mismo sitio (el palacio presidencial), que la historia los haya hecho converger en un mismo lugar en situaciones similares, y que a la vez no recoja este acontecimiento, no deja de ser una de sus conocidas y atroces ironías. Por eso, si nos sometiéramos, como historiadores, al dato estricto, ambas figuras, tan importantes para nuestro continente, ahora mismo tendría que retirarse mudas, y perderse, definitivamente, y sin mayores trámites, por los extremos opuestos del edificio o por los desconocidos recovecos del tiempo”. Son los biógrafos quienes, asumiendo el papel de historiadores literarios, tienen que reparar y registrar ese tipo coincidencias para que no se pierdan en los laberintos del tiempo. En cambio, las atroces ironías de la historia han hecho que se dé una gran importancia anecdótica cuando se trata de los encuentros que tuvieron Marcel Proust y James Joyce, o el propio Proust con Oscar Wilde, cuando en realidad fueron encuentros muy menores, o sería más preciso llamarlos “no-encuentros”.

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En alguna de sus varias visitas a París, Wilde visitó a Proust cuando éste era aún joven y le seducía la intensa vida social de la aristocracia; deslumbrado por las anécdotas que ya se contaban por todo París sobre el exitoso dramaturgo, Proust lo invitó a cenar a casa de sus padres; la cena fue incómoda por la desagradable impresión que Wilde causó en los padres de Proust, cosa que el irlandés percibió de inmediato, pues en cuanto pudo se fue. Años después, cuando Proust se encontró con James Joyce en una cena en el Hotel Ritz de París, a la que también asistieron Stravinsky y Picasso, según se cuenta, Joyce estuvo borracho toda la velada e intentó prender un cigarro que de inmediato le pidieron apagar por la frágil salud de Proust mientras que el francés, sentado a su lado, sólo pensaba en sus achaques; en un momento, alguien le preguntó a Joyce si había leído En busca del tiempo perdido y contestó que no; acto seguido le preguntaron a Proust si había leído el Ulises y también contestó que no. Luego, el chofer de Proust los llevó a sus respectivos aposentos, y no sólo no cruzaron ni media palabra sino que Joyce intentó abrir la ventana, cosa que le pidieron que no hiciera si es que no quería matar al asmático. No se podría decir que fueron unos “desencuentros” pues no fue un choque de trenes, no todo acabó tan mal: se guarda la esperanza de que, tal vez, el próximo encuentro, si lo hay, pueda ser mejor. Y tampoco es propiamente un encuentro pues no hay empatía entre ellos, no conviven, no confabulan en proyectos comunes o intiman como hace Arenas que suceda entre el padre Mier y Heredia. Son estos unos “no-encuentros”: los involucrados están pero incómodos, quisieran no estar en ese lugar y en ese momento, y en cuanto ven la oportunidad salen huyendo; toda la expectativa puesta en el encuentro deja una tremenda desilusión y un insípido sabor de boca.

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De tal manera que lo que hubo entre Federico García Lorca y el poeta estadounidense Hart Crane bien puede decirse que fue uno de esos “no-encuentros”. La historia y sus atroces ironías sólo se limitan a que los interesados coincidan en un punto: la Ciudad de México en el caso del fraile y el poeta cubano; París, donde Proust vio a Wilde y a Joyce; Buenos Aires, donde García Lorca tiene un encuentro real con Salvador Novo, o Nueva York en el caso de estos dos, pero de lo demás deben encargarse sus protagonistas. Algunos de estos casos muestran que cuando alguien trata de intermediar —como si se tratara de una inexperta Celestina— para que dos universos creadores se encuentren, resulta contraproducente porque lo único que consigue es que esos dos se ignoren olímpicamente.

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¿Cómo fue ese “no-encuentro” entre García Lorca y Crane? Los biógrafos de García Lorca son quienes aportan más datos al respecto pues los de Crane prácticamente lo ignoran. Los biógrafos de Crane mantienen esa actitud tan anglosajona de invisibilizar a los escritores hispanoparlantes: en una reciente biografía considerada como la más exhaustiva, The Broken Tower. The Life of Hart Crane (Norton & Company, New York, 1999), Paul Mariani le dedica poco más de una página a García Lorca y el “no-encuentro” lo despacha en un solo párrafo para el cual, paradójicamente, Mariani se basa en la versión que tiene del hecho el biógrafo de García Lorca, Ian Gibson (la biografía de Mariani la adaptó, actuó y dirigió James Franco en la película homónima de 2011). De manera que en su mayoría también me basaré en lo que los biógrafos de García Lorca han aportado sobre este “no-encuentro”.

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A García Lorca y Crane los unían varios puntos en común. El primero es mayor que el otro, sólo por un año, así que prácticamente son de la misma generación aunque el estadounidense es más precoz en su obra literaria: sus primeros libros que llamaron la atención en el continente poético se publicaron con un par de años de diferencia: Edificios blancos es de 1926, mientras que Romancero gitano apareció en 1928. Los dos son homosexuales pero no viven con plenitud su sexualidad: Crane fue criado en un ambiente familiar de frecuentes peleas entre sus padres, quienes a los nueve años lo mandaron a vivir con su abuela materna a la Isla de Pinos, en Cuba, donde a los 16 años tuvo su primer intento de suicidio; y García Lorca no lo hacía tan evidente para no incomodar a su familia ante la cual siempre tiene la mejor cara. Crane había huido a Nueva York para intentar dejar sus monstruos atrás y así poder escribir El puente, un largo poema épico que tomaba como punto de partida el puente de Brooklyn y lo convertía en símbolo de un país destinado a la grandeza; y para García Lorca ese viaje fue muy inspirador pues pudo escribir Poeta en Nueva York, “la renovación que tanto deseaba para su obra” (Gibson); El puente se publicó en 1930 y Poeta en Nueva York una década más tarde en México. Con tantas cosas que los unían podría pensarse que el encuentro sería una consecuencia natural de sus afinidades, sin embargo, también hubo algunos detalles en contra que finalmente ganaron y lo llevaron todo al traste. Sin embargo, a pesar de tantas coincidencias, García Lorca no sabía nada sobre Crane hasta el momento de conocerlo y es probable que Crane tampoco supiera de la existencia de aquel.

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Crane se fue a Nueva York huyendo del opresivo ambiente familiar en que había crecido en Cleveland, Ohio, pues al padre machista le parecía una ofensa saber que su hijo era poeta así que, además de presionarlo para que aprendiera un oficio, lo obligaba a trabajar en la fábrica familiar de dulces. En la gran manzana encontró un mejor ambiente cultural para su desarrollar su labor poética (estrechó amistad con Sherwood Anderson, Eugene O’Neill y sobre todo con Waldo Frank) y pudo vivir con más libertad su sexualidad aunque también aumentó su dependencia al alcohol. Ahora se sabe que García Lorca llegó a Nueva York para poner tierra de por medio luego de una frustrante relación que tuvo con un joven escultor, Emilio Aladrén, y no, como se había dicho durante mucho tiempo, para aprender inglés; en esa “Babilonia trepidante y enloquecedora”, como el propio García Lorca la llamó, vivió intensamente los nueve meses que pasó allá (de junio de 1929 a marzo de 1930). Aunque desde su llegada se encuentra con mucha gente que lo quiere y lo admira, esas personas no podían sustituir el amor que había perdido. Crane regresó de Francia en agosto, luego se fue a pasar el final del verano a Patterson, al norte del estado de Nueva York, y finalmente llegó a la ciudad. Ambos están allí cuando sucede la gran depresión económica, incluso García Lorca atestigua la caída de Wall Street y le escribe a su familia: “el inmenso tumulto de voces, gritos, carreras, ascensores, en la punzante y dionisíaca exaltación del dinero”, en contraste con el ambiente de la Universidad de Columbia donde “todo es quietud”.

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El principal testimonio que se tiene es el del responsable de este “no-encuentro”: Ángel Flores, director de la revista Alhambra que editaba la Alianza Hispano Americana, asociación encargada de “propiciar las relaciones culturales entre Estados Unidos y el mundo de habla española”, escribe Gibson. Es Flores quien lo hace cruzar el East River y lo lleva a Brooklyn. Una versión dice que Crane estaba en un bar y otra dice que lo visitaron en su departamento en el 130 de Columbia Heights, desde donde diario veía el majestuoso puente de Brooklyn que tanto le inspiraba para su poema y desde donde el ingeniero John A. Roebling había supervisado la construcción del puente. Escribe Mariani: “Dos de los más finos poetas del siglo, dos hijos de Whitman, llevando con ellos dos de las grandes lenguas de América, en el mismo lugar juntos” (la traducción es mía). En lo que sí coinciden todas las versiones es en que Crane ya estaba bastante borracho y lo rodeaba un grupo de marineros. No es nada extraño que Crane estuviera rodeado de marineros pues su amante era un marinero noruego, Emil Opffer (quien lo llevó a vivir al 130 de Columbia Heights), y durante mucho tiempo fueron un ícono gay muy recurrido en todas las artes: hay que recordar el poema “El joven marino”, de Luis Cernuda; la novela Querelle de Brest, de Jean Genet, que años después adaptó al cine el alemán R. W. Fassbinder o las fotografías de marineros de Pierre et Gilles. Al año siguiente, García Lorca se encontraría en La Habana con el excéntrico poeta colombiano Porfirio Barba Jacob quien, según Fernando Vallejo en su biografía El mensajero, en una de sus locas aventuras llevaría a Lorca a ligarse un par de marineros, aunque al final el granadino se arrepintió y Barba Jacob se acostó con los dos.

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Escribe Gibson que Crane “experimentaba un vivo interés por todo lo español” pero no hablaba este idioma y, aunque a García Lorca le gustaba la sonoridad de algunas palabras en inglés, tampoco hablaba esa lengua: “el poeta del Romancero gitano ni escribe ni se expresa en otro idioma que el español de Andalucía; y en este momento no posee más manera de hacerse entender por sus asombrados y ávidos amigos norteamericanos que a través de la música de sus canciones, sus risas y su atropellada forma de hablar, como un niño precoz mimado por hadas locas”, escribió un colaborador de la Alhambra. Así es que Flores tuvo que traducir para uno y otro las presentaciones y los saludos entrecortados hasta que Crane y García Lorca cruzaron algunas frases en francés. Según Flores, Crane invitó a García Lorca a quedarse en la fiesta, al granadino le agradó la idea principalmente por los marineros. Acabadas las cordialidades, Flores se despidió y, a punto de irse, miró hacia atrás y vio que Crane había vuelto con su grupo de marineros mientras García Lorca se integraba a otro. No se sabe si avanzada la fiesta volvieron a cruzar palabra. Al parecer, no volvieron a coincidir. Una versión asegura que a García Lorca, Crane le provocó asco por su aspecto de alcohólico. Es probable que en “Nocturno del Brooklyn Bridge”, García Lorca haga una alusión o un rápido retrato de Crane:

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Pero no hay olvido ni sueño. Carne viva.

Los besos atan las bocas

en una maraña de venas recientes

y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso

y el que teme la muerte la llevará sobre los hombros.

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Las vidas de Hart Crane y García Lorca también tienen una curiosa coincidencia con sus trágicas muertes en plena juventud creativa: el estadounidense suicidándose al aventarse del barco Orizaba que lo llevaba de regreso a Nueva York vía La Habana, después de haber pasado un año en México con una beca Guggenheim para escribir un poema que él pensaba como una continuidad de El puente; el español, asesinado hace ochenta años, el 18 de agosto, en un paraje a las afueras de su Granada natal a manos de los esbirros de Franco que acabarían por derrocar a la República española. De sus cuerpos nada se sabe, esos sí quedaron perdidos en los desconocidos recovecos del tiempo.

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ILUSTRACIÓN: Francisco Javier Olea/El Mercurio de Santiago

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