Dostoievski, Brodsky, Putin

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Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
De los numerosos libros aparecidos este año con motivo de la invasión rusa de Ucrania, el que cayó en mis manos fue L’idea russa. Da Dostoevskij a Putin (Neri Pozza, Vicenza, 2022) de Bengt Jangfeldt, el biógrafo sueco de Maiacovski. En su brevedad, el libro de Jangfeldt, traducido al italiano, es además de sucinto y erudito, inquietante. Sólo en una ocasión en sus 185 páginas aparece citado Stalin por su nombre, lo cual quiere decir que la fanática idea imperial putiniana, cuyos orígenes se remontan a Iván el Terrible, está logrando desestalinizar la historia rusa, convirtiendo al comunismo soviético en otro episodio tiránico, de apenas 74 años de existencia, en la longeva historia de una autocracia sólo interrumpida por la experiencia democrática entre febrero y octubre de 1917, y durante algunos años en el ocaso del siglo XX.

 

Desde el cisma que dividió la iglesia católica entre Occidente y Bizancio en 1054, Moscú ha sido la tercera Roma y Rusia se ha concebido a sí misma como la sede de la Ortodoxia, el verdadero cristianismo, portadora de una misión providencial que a veces ha pretendido erigirse en faro del planeta (como durante los años soviéticos con bajo del disfraz de otra religión secular) o al menos de los pueblos eslavos, como cuando predominó el paneslavismo, visto con malos ojos por Nicolás I. Muerto en 1855, ese zar lo consideraba un inoportuno idealismo que mezclaría a su imperio en los contaminantes asuntos europeos. Después, las variadas eslavofilias, de S. Uvárov (1786-1855) a K.N. Leontiev (1831-1891), pasando por N. Y. Danilevsky (1822-1885), enfrentaron a Rusia con Occidente con violentas razones metafísicas y ontológicas, no muy distintas a las esgrimidas actualmente por Vladimir Putin y Dugin, su ideólogo, según resume Jangfeldt.

 

En el siglo XX, el eslavismo se movió de la teología a la geopolítica. El movimiento eurasiático intentó demostrar que Rusia no era ni podía ser europea sino asiática y como tal olvidarse del viejo continente y unirse, en calidad de guía espiritual y política, a la India, China y el Japón. Los eurasianistas, expulsados por el golpe de Estado bolchevique y la subsecuente guerra civil de 1918-1921, acertaron al identificar, después, al régimen de Stalin como el digno sucesor del belicoso “nacio- nalismo gran ruso”. A los rusos blancos —salvo a un puñado de liberales— les escandalizaba lo que el comunismo tenía de ateo, no de autocrático. Más sorprendentemente aún, el eurasianismo gozó de la reservada simpatía de algunos comunistas, como el ministro bolchevique Lunatchatski, el Vasconcelos ruso, o el desgraciado príncipe Mirski, el gran crítico literario ruso muerto en el Gulag.

 

Y por si fuera poco, nada menos que el arqueólogo L.N. Gumilev (1912-1992), el hijo confinado de la poeta Ajmátova, murió predicando la etnogénesis euroasianista, con subidos tintes antisemitas, bien aprovechados por Putin, su ávido lector. La extrema derecha rusa, concluye L’idea russa, fue clandestinamente financiada por los comunistas conservadores durante la perestroika, para debilitar al recientemente fallecido Gorbachov, quien como alguna vez pronosticó Paz, moriría como un Bolívar, olvidado y calumniado tras haber liberado tierras inmensas.

 

Los eslavófilos, en el siglo XIX, fueron rusos de alta cultura europea pues los verdaderos tradicionalistas nunca saben que lo son y aquellos, como los hermanos Aksákov, escogieron a Rusia contra Europa con argumentos románticos. El más notorio de los eslavófilos fue, desde luego, Dostoievski, aunque el novelista nunca dejó de dialogar con los “europeos”, como el liberal Aleksandr Herzen, a quien visitó en privado, en Londres, en 1862.

 

Si se lee al último Dostoievski, el del Discurso sobre Pushkin (1880), se encontrará menos al satírico fanático de tantas páginas de El diario de un escritor, que a un profeta —como lo fueron después los existencialistas rusos Soloviov y Berdaév— preservando el alma eslava, pero en conflicto fecundo con los occidentalizantes, quienes, como Herzen, en su amor por la comunidad agraria, a su vez mucho tenían de eslavófilos. La siguiente paradoja es bien conocida: fueron los bolcheviques —modernizadores por formación y propósitos— quienes acabarían encarnando la eslavofilia más demoníaca, como lo aventuró Dostoievski al retratar a los revolucionarios en Los demonios (1871-1872), prospectos no sólo de Stalin, sino de Trotski y Lenin, cuya ocurrencia wilsoniana de federar a Ucrania con Rusia, hace 100 años, es posible que termine por hacer salir su momia, a instancias de Putin, de la Plaza Roja.

 

El 6 de enero de 1985 el novelista de origen checoslovaco Milan Kundera publicó “An Introduction to a Variation”, donde recordaba cómo, a partir de la invasión de su país en 1968 y releyendo El idiota, aparecido un siglo atrás, se había dado cuenta de que Dostoievski le era insoportable. No lo era por razones estilísticas o chovinistas, según Kundera, sino porque la cultura eslavista, su resentimiento y su culto al sufrimiento, representado por el escritor, le parecían el origen remoto, indudable e hiriente de la agresión soviética. Aquel otoño en Praga era, para él, la ansiada y soñada victoria dostoievskiana sobre Occidente. Contra Dostoievski, argüía Kundera, le quedaba el solaz lúdico y libertario de Diderot.

 

Brodsky, con todo su prestigio de disidente soviético, le contestó de inmediato, en The New York Times con “Why Milan Kundera is Wrong about Dostoyevsky”, el 17 de febrero. Para empezar, un soldado, le espetaba el poeta al novelista, nunca representa cultura alguna: lleva consigo armas, no libros. Le ofrecía después algunos rudimentos de geopolítica. Si Checoslovaquia cayó de ese lado de la Cortina de Hierro fue porque así lo pactó Stalin, antes de derrotar a Hitler, con Churchill y Roosevelt. El muy racionalista universo diderotiano habría traicionado a Kundera, en primer término, y en segundo lugar, olvidaba el autor de La broma (1967) que la libertad, occidental o no, que le permitía votar por Diderot era la ansiada por Dostoievski para sus personajes, crucificados entre la razón sí y la razón no.

 

Kundera, en la opinión de Brodsky, era un occidental hecho y derecho, es decir, un hombre para el cual está fuera de discusión la superioridad moral sobre todo lo venga del Este y de su sentimentalismo dostoievskiano. Finalmente, Brodsky pudo recordarle a Kundera que los eslavófilos se alimentaron de Hegel y del romanticismo europeo, pero le recordó que el comunismo soviético también venía de Alemania, de Marx.

 

No sé, con franqueza, quien tendría la razón, si Kundera o Brodsky. Desde donde se le mire, el diferendo termina por ser pesadillesco al reponer la querella entre occidentalizantes y eslavófilos, en las respetadísimas personas del novelista y el poeta. Concluye Beng Jangfeldt, en L’idea russa, recordándonos que la locura de Putin, como la de todos los autócratas rusos, tiene método. Un viejo y exitoso método.

 

FOTO: El escritor Fiodor Dostoievski fue un notorio eslavófilo/Fedordostoievski.ru

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