El arqueólogo y el poder sin brújula

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POR SERGIO RAÚL ARROYO

Etnólogo, doctor en Arte y Antropología

Escribir historia significa dar fisonomía a las cifras de los años.

Walter Benjamin, N11,2

¡Rosa, pura contradicción,
alegría de no ser sueño de nadie,
bajo tantos párpados!

Rainer Maria Rilke
Del Testamento. Octubre, 1925

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La arqueología, como muy pocas disciplinas, es un medio útil para medir el estado de las cosas en el interior de las instituciones culturales o, dicho de otro modo, lo que institucionalmente se ha entendido por cultura. Hacer lecturas cuidadosas de Leopoldo Batres, Alfonso Caso o Ignacio Marquina, representa recorrer las cartografías académicas y políticas que caracterizan la visión del Estado respecto al significado de la cultura y lo que se ha querido de ella. El Museo Nacional Mexicano fundado por Guadalupe Victoria en 1825, se concibió como una superación del rejuego ecléctico del gabinete del anticuario, como instrumento que ponía a la vista las curiosidades de un país emergente que deseaba hacerse creíble como entidad política hacia el interior y al exterior, a la manera de una unidad compuesta por fenómenos naturales y sociales, envueltos en un perfil cultural irreductible. El Museo abanderó como propósito fundacional la exhibición tipológica de la flora y fauna distintivas de un territorio, en paralelo a los vestigios arqueológicos que lo validaban como una nación ya independiente que había pasado por los filtros civilizatorios que paulatinamente imponía el cientificismo positivo .

 

 

La épica porfirista no pudo sustraerse de la arqueología como recurso mitológico. Tampoco los procesos de institucionalización posrevolucionaria quisieron situar a la materia arqueológica en los márgenes de la reconstitución del nacionalismo que acompañó como paradigma los días del cardenismo. Con diferentes ámbitos de resonancia -en ocasiones sin profundas distinciones entre ellos-, el universo prehispánico ha sido un punto de interiorización programática y fuente de símbolos para el poder público, que más allá de arcaísmos, lo ha empleado como una carta legitimadora que le asegura numerosos puentes con el pasado. Casi todas las revoluciones han buscado rearmar el rompecabezas de la antigüedad para ofrecerlo como la estación de una memoria propia.

 

 

Pero el mayor mérito de la arqueología no consiste en la producción de certezas, sino en la reflexión especulativa, en hacer del juego de fragmentaciones un ensamble provisional en el que se reúnen de modo pausado las piezas de una realidad perdida, sin aspirar nunca a alcanzar al mosaico final y definitivo. La arqueología nos adentra en esta práctica, haciéndonos voltear la mirada una y otra vez hacia el vasto territorio del tiempo, convertido en una realidad dispersa y rota. El arqueólogo es el primero en saber que para acceder al pasado resulta necesario atravesar verdades múltiples formuladas por el interés cambiante de las generaciones. A partir del encuentro con una estructura bajo la maleza o con un objeto hundido en alguno de los estratos del subsuelo, se pone en marcha una summa de acciones y razonamientos indispensables para recuperar un gajo de la totalidad perdida.

 

 

Solo ciertos pragmatismos de vocación profundamente esclerótica -incapaces de desarrollar y reconocer la flexibilidad necesaria que exige el borrador histórico- transforman los sucesos temporales y la rueda de las cronologías en moneda de cambio al servicio de una verdad absoluta, formulando narrativas metafísicas que ponen cerrojo a la propia historia, algo que deriva generalmente en actos de autolegitimación, en conmemoraciones ensimismadas y orgánicas o en el franco autohomenaje. Con frecuencia, el poder político ha desconocido los límites que plantea el laberinto del tiempo, ya sea que se trate de encumbrar a la figura-estandarte, de tramar la versión hechiza de una época como paralelismo de otra o de trasladar un capricho esotérico a la kermess celebratoria. Con alternancias de actitud, en las que han mediado intelectuales y funcionarios decididos a pensar en cabeza propia, en distintos períodos políticos el mundo mexicano ha estado sujeto a desplantes en que personalidades y hechos históricos pueden ser convertidos en propiedad exclusiva de los vencedores de la historia; creaciones que lo mismo están hechas de mármol o cartón, pero que entran a escena apuntaladas por las falsas certezas con que se viste el despotismo. La escatología estatalista rara vez se ha impuesto fronteras.

 

 

No obstante, en paralelo a los delirios oficialistas, especialmente potenciados desde el período posrevolucionario, la sociedad mexicana ha formado organismos que han replanteado el peso de la sustancia histórica para dotarla de dimensión humana. Esas instituciones en ocasiones han participado del festín oficial, pero también, gracias a pensadores libres formados en su interior, han establecido argumentos y acotamientos sólidos que son contrapesos de la peripecia gubernamental. No pocas veces, haciendo efectiva su autonomía, esos centros de investigación académica han confrontado las versiones tautológicas del poder, siendo vistas con desconfianza, como un obstáculo para el despliegue de la mitología y los ceremoniales del oficialismo, cuya fe en ocasiones parece estar depositada en el poder acumulativo de las mentiras.

 

 

Para muestra un par de botones. El hallazgo de los restos de Cuauhtémoc en la iglesia de Santa María de la Asunción en Ichcateopan, Estado de Guerrero, registrados por Eulalia Guzmán en 1949. Una vez sometido al filo de la autoridad académica del Instituto Nacional de Antropología e Historia, ese suceso generó un dictamen en 1976, del que extraigo tres puntos :

 

 

– Que los restos óseos pertenecen a ocho individuos y provienen de distintas épocas y diversas formas de enterramiento.
– Que la joven mestiza adulta cuyos restos faciales y piezas dentales forman parte del hallazgo… no pudo haber sido enterrada en 1529.
– Que todos los documentos -tanto los que dieron el origen al hallazgo como los presentados posteriormente- son apócrifos y fueron elaborados después de 1917.

 

 

Un dislate más cercano, pero que nada tiene que envidiar al de Ichcateopan, fue aquel organizado en 2010, que dio lugar a una procesión -un banquete de humor involuntario- que llevó “las osamentas de los Héroes de la Independencia” del monumento del Ángel en el Paseo de la Reforma, al Palacio Nacional, la que consistió -ya en el seno de las realidades concretas-, en el traslado de una colección amorfa de huesos, que incluía, entre otros vestigios, restos de niños y un venado. El dictamen estuvo a cargo de la Dirección de Antropología Física del INAH, cuyos resultados se hicieron públicos en enero de 2013.

 

 

Si bien los ejemplos anteriores provienen de polos grotescos, de ninguna manera son únicos. Su proliferación debiera ser motivo de un inventario especializado, al que habría que agregar la postulación del año 1321 como fecha de la fundación de Tenochtitlan, expediente que alguien ha formado en la larga fila de las insensateces nacionales (es ineludible el asalto de la vieja parábola: “¿Qué hora es?: ¡La que usted mande, Señoría!”). Pero las causas del enorme desdén que prevalece hoy día hacia los organismos culturales, solo en parte se explica por esos acomodos. El no constituirse en máquinas falsificadoras o en tarjetas de presentación del oficialismo, ha sido motivo de la desconfianza que esos centros producen en las esferas de gobierno. En ocasiones se les ha soslayado o francamente debilitado por distintos medios, en el que han estado presentes las trampas presupuestales. Para ciertos regímenes la investigación académica es un fantasmón peligroso o inútil, si no se pliega a sus calendarios, coyunturas y veleidades. Si como se ha dicho con insistencia, el conocimiento de la historia es una de las posibilidades de emancipación social, esos estragos presupuestales -el no ser prioridad para la asignación de recursos- muestra la voluntad por avasallar el pensamiento autónomo que en distintos campos intelectuales es capaz de mantener caminos propios, marginales a la obediencia ciega y a todo adoctrinamiento. Su disfunción, a los ojos gubernamentales, está en no insertarse en la línea trazada por los dogmas de quienes capitanean la nave.

 

 

El momento en que Eduardo Matos Moctezuma cumplió 80 años, se encuentra dentro de esas etapas en que no es nada fácil participar de las proclamas del poder. El arqueólogo celebrado por su trabajo en distintas regiones del país, especialmente por su presencia decisiva en el proyecto del Templo Mayor de la Ciudad de México, ha reflexionado de modo crítico respecto de la trama de la historia ministerial. No solo eso: ha expresado su desacuerdo en lo relativo a la reducción sobrecogedora del presupuesto destinado a las instituciones de ciencia y cultura para los años 2020 y 2021. Ha deplorado la negociación para el préstamo del Penacho de Moctezuma, con la consecuente y ominosa modificación a la reglamentación de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos; con igual ánimo, expresó su desacuerdo por el empleo desquiciado del citado año 1321 para situar allí el banderazo de la fundación de Tenochtitlan. Así, el 2020 no es solamente el peligroso año de la propagación del COVID o el del octagésimo aniversario del arqueólogo vivo más reconocido del país, sino el de un feroz corte temporal y político respecto de una visión de la cultura institucional en México.

 

 

Formado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, Eduardo Matos es parte de una de las mayores tradiciones académicas de México. Su trabajo continúa la extensa saga de proyectos históricos y arqueológicos que desde las primeras décadas del siglo XX redefinen la historia mexicana, dando un sitio central a etapas lejanas que transitan en una enorme franja de crónicas, testimonios materiales y documentos historiográficos, más allá de la intención que quiso convertirlos en un vago e impreciso fundamento retórico del nacionalismo. No es un equívoco afirmar que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la biografía de Eduardo guarda plena correspondencia con la del INAH.

 

 

Eduardo Matos nace el 11 de diciembre de 1940 en la Ciudad de México. Su padre, Rafael Matos Díaz, fue un diplomático dominicano, hombre cercano a la figura y al pensamiento de Pedro Henríquez Ureña. Su madre, Edith Moctezuma Barreda, perteneció a una familia de la ciudad de Puebla. La convergencia de elementos formativos insertos en el seno familiar, dibujó un horizonte cultural que adquirió un peso significativo que lo ligaría desde su infancia al estudio del pasado. La tradición académica, la gesta diplomática y la inmigración trazan líneas paralelas del pensamiento y el anhelo que en muchos sentidos se vuelcan para hacer más precisa la historia de un país.

 

 

Su destino irrevocable, décadas más tarde, lo haría protagonista clave de diversos episodios que cambiarían las concepciones de la arqueología e impulsarían algunas formidables propuestas a propósito de las sociedades autóctonas. Parte de la infancia transcurre en su país natal, en el que apenas dos décadas atrás había terminado una guerra revolucionaria, siendo testigo de una sociedad que resarcía las huellas de una guerra civil y que experimentaba una intensa búsqueda identitaria que convocaba a artistas y pensadores para reflexionar en torno a la esencia y sentido de una nación que, una vez más, se reencontraba con su pasado para enfrentarse con él, como sucede habitualmente después de las borrascas sociales. Esos aspectos tuvieron una presencia cotidiana en la infancia y adolescencia, dotando de un perfil analítico su forma de ver y acceder a lo que el tiempo había convertido en realidades lejanas.

 

 

Matos comentó alguna vez que en la etapa de la preparatoria leyó dos libros centrales para su búsqueda vocacional: Dioses, tumbas y sabios de Kurt W. Marek, publicado a mitad del siglo XX con el seudónimo de W. Ceram, una extensa y erudita apología arqueológica sobre la persistencia civilizatoria que le permitió comprender “la enorme pluralidad de culturas y cómo tiempo y espacio se entretejen, según el hombre interviene en la naturaleza y deja su impronta en ella”. El otro libro que marcó su juventud fue Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, con el que alcanzó a entender “la búsqueda interna que lo lleva a uno al infinito.“ Es probable que la atmósfera poética de Rilke, a partir de la lectura de esta obra, esté latente en la forma del misterioso acertijo planteado en el poema-epitafio de Rilke que sirve de epígrafe a este ensayo y que persigue a Eduardo Matos como una divisa vital.

 

 

En 1959, con 18 años de edad, ingresa a la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Entre sus vínculos académicos de los años de estudiante destaca su inclinación por Manuel Gamio, a quien no conoció personalmente, pero en cuya obra identifica el impulso hacia una perspectiva integral y menos compartimentada para la arqueología; Calixta Guiteras, hermana del revolucionario cubano Antonio Guiteras, ubica al estudiante en el umbral del conocimiento de las sociedades indígenas vivas y es una influencia que lo hace seguir paso a paso los albores de lo que pensaba sería una época y un mundo que se proponían más felices para la humanidad; Johanna Faulhaber lo hace sensible tanto a la naturaleza de la Physis humana como a los símbolos que traza y emite el cuerpo a la manera de un libro abierto; José Luis Lorenzo lo acerca a las concepciones dialécticas de Gordon Childe sobre la historia, aplicadas a los procesos de desarrollo de las sociedades antiguas y Román Piña Chán lo estimula a profundizar y transitar en el eje de Mesoamérica, ese concepto territorial gestado por Paul Kirchoff.

 

 

En 1960 obtiene una plaza de ciencias histórico-geográficas en la Dirección de Estudios Prehispánicos del INAH, desarrollando principios teóricos fundamentales y realizando trabajo de campo bajo la dirección de los más importantes especialistas de la época. Fue al principio de la década de los sesenta cuando tuvo una inmersión de gran importancia en cinco grandes ciudades prehispánicas del centro del país: Teotihuacan, Tlatelolco, Tenochtitlan, Tula y Cholula, las que se convirtieron en su enclave teórico. De estas experiencias proviene la decisión de concentrar su trabajo en la arqueología urbana. Desde 1961 comienza una intensa producción de artículos científicos. En 1964, durante una serie de trabajos de excavación en el Centro Histórico de la Ciudad de México, sería literalmente atrapado por la cultura mexica, que se volvería el núcleo de su actividad profesional. Encuentra que la territorialidad mexica es más que un fenómeno físico: representa el mayor y más claro crucero cultural de la antigüedad mexicana, con el que es factible vislumbrar un entramado religioso y político con enormes irradiaciones.

 

 

En 1966, a partir del Proyecto Cholula, Matos encarna un cuidadoso pero significativo rompimiento generacional respecto a la escuela tradicionalista de la arqueología mexicana, cuyo peso político era dominante hasta esos años. Tal vez por esa distinción gregaria se le reubicó en la Dirección de Monumentos, de la que fue director y donde inició una forma distinta de hacer arqueología en proyectos como Tula y Coacalco, desistiendo de insistir en el trabajo arqueológico como mera exhumación y registro, sobre bases teóricas unidireccionales, aplicando con énfasis singular un plan integral y multidisciplinario que combinaba la historia, la teoría del Estado, la antropología, la etnología y el estudio de las religiones, apoyado en el pensamiento de Gamio como fundamento de un principio holístico.

 

 

La interrelación de datos de diferentes disciplinas tuvieron como objetivo revelar los soportes materiales e imaginarios con que se formaron las estructuras de las sociedades teocráticas. Ya no se trataba solo de elementos con efectos cognitivos distanciados, sino de conexiones que solamente se hacen comprensibles por su interdependencia, revelaciones que hacen más descifrables las cosmogonías, si se es capaz depenetrar en sus tejidos hermenéuticos. Matos propone emigrar de los patrones que impone un régimen estático de mitos, hacia una polifonía proveniente del pasado que de cuenta de sus tramas múltiples. La dinámica interdisciplinaria permite conceptualizar elementos de distintas épocas, que de otra manera se considerarían fenómenos confinados en el tiempo o meras vicisitudes, exclusivas para un sistema iconográfico, aislado e inmóvil.

 

 

Matos amplía el horizonte de la región mesoamericana con sus trabajos sobre afinidades culturales, políticas y religiosas, inherentes al funcionamiento del Estado y sus prácticas, en los que subraya el palimpsesto representado por el complejo montaje de la materialidad en la que descansan los testimonios culturales de las ciudades históricas, como ensamblajes de capas sucesivas que mantienen vivas sus vinculaciones. En 1975, con la edición de Muerte a filo de obsidiana, establece bases para una arqueología moderna en el país, en la que está presente una mirada que permeará el pensamiento académico y también el imaginario colectivo de México. Sus aportaciones conjugan el descubrimiento arqueológico y la reconstitución histórica como ejercicio transversal. Lo sucedido en tiempos remotos solo es útil si nos encontrarnos con el presente. El 21 de febrero de 1978, al abrir una zanja en el ángulo nororiental del Zócalo, una cuadrilla de trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza descubre el monolito de la diosa lunar Coyolxauhqui, un momento que trastocaría definitivamente la faz del Centro Histórico de la capital de México e intensificaría la vocación urbana de un segmento de la arqueología. El proyecto iniciado por Matos, acompañado por el arqueólogo Raúl Arana, sistemáticamente aporta materiales e información sobre la antigua Tenochtilan. De este proyecto deriva el Programa de Arqueología Urbana (PAU), iniciado por él y continuado por varias generaciones de arqueólogos, como recurso para adentrarse en la compleja densidad histórica de la Cuenca de México. Desde luego, no puede pasarse por alto que en paralelo a la aparición de los vestigios del Templo Mayor, resurge el mitote, un tanto secularizado, a cargo de chamanes, mexicatlahuines, desempleados y merolicos esotéricos, quienes recobraron presencia o encontraron subsistencia en pleno ombligo del mundo.

 

 

En 1987 se inaugura el Museo del Templo Mayor con Eduardo Matos al frente. El museo se plantea como un elemento integrado a la zona arqueológica. Desde entonces, anualmente cientos de miles de personas visitan cada año este complejo cultural que ha permitido ampliar nuestras ideas en torno a la cosmovisión no sólo de la sociedad mexica, sino del vasto orbe que conformó. No es casual que a partir de sus primeras incursiones en el sur del país en sitios como Bonampak, Comalcalco o Malpaso, hasta sus trabajos en el Templo Mayor, haya estado a bordo de algunos de los mayores proyectos de la arqueología mexicana de los siglos XX y XXI, sobre todo aquellos que desembocaron en el período posclásico, cuando la expansión mexica tuvo un papel clave. Durante las distintas etapas de exploración del Templo Mayor se han descubierto monolitos, fragmentos de pintura mural y ofrendas que puntualizan el conocimiento de los nodos, así como de las estructuras culturales compartidas de las sociedades antiguas.

 

 

Entre sus libros más frecuentados, además de Muerte a filo de obsidiana, están El Templo Mayor de los aztecas, Estudios mexicas, Tenochtitlan, La muerte entre los mexicas, Mosoamérica antigua, Vida y Muerte en el Templo Mayor, Las piedras negadas, La piedra del Sol, etc., así como trabajos de investigación, informes y opúsculos que se cuentan por cientos, entre los que es especialmente interesante mencionar Octavio Paz y la Arqueología. Quizá el común denominador de su obra esté en el postulado de que la materia arqueológica puede sustanciar o romper la ortodoxia de un sistema de creencias y supuestos. En varios de estos trabajos aparece la determinación por situarnos en un horizonte marcado por el riesgo, por el gusto a no apostar a lo seguro, contra el patrioterismo simplón y chato que da la espalda a las realidades concretas. En determinados momentos, Matos parece seguir a Paz: “Una cultura que tiene como fin básico preservarse, no es cultura, sino un mero retrato tautológico. La tradición pierde sentido cuando ya nada la desafía o la modifica.”

 

 

Ha desempeñado varios cargos públicos dentro y fuera del INAH. Es miembro de la Academia Mexicana de Historia, del Colegio Nacional y la Academia Mexicana de la Lengua. Ha recibido reconocimientos como la Cátedra que lleva su nombre en la Universidad de Harvard, la Orden Nacional del Mérito del Gobierno de Francia, el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Colorado y la UNAM. Es Miembro Asociado del Instituto Arqueológico de Alemania y ha recibido el Premio Nacional de Ciencias y Artes con que lo reconoció el Gobierno de México en 2007. En su recuento de rompimientos vitales, está el de haber desistido de aceptar cargos que en cierta coyuntura pudiesen representar un lastre para continuar su diálogo con la antigüedad mexicana. De ningún modo Matos ha dado la espalda a las instituciones, por el contrario, ha querido hacer de ellas instrumentos para trazar futuros deseables. Velada o explícitamente, las vertientes arqueológicas que están inscritas en su perspectiva, tal como él las ha asumido, representan una arena de debate actuante en que no ha estado ausente la polémica, la que ha enfrentado sin cargar el fardo de alguien que se sabe una leyenda viviente.

 

 

Los reconocimientos, como a menudo sucede, alientan pero también obnubilan. Obnubilan cuando tienen un efecto consagratorio y establecen la falsa creencia de los profesionales como algo consolidado. Alientan, en la medida en que permiten reanudar los lazos con el oficio, entendido como un proceso siempre en tránsito y sin punto final. El trabajo de Matos no cae en las trampas del profesional consumado, sino que, con buen humor, da sentido y nueva ductilidad a una genealogía que lo precede y constituye. El arqueólogo también habita un fondo histórico que está en los propósitos y las palabras en que hemos depositado nuestros afectos. Detrás de sus obras subyacen pequeñas o grandes verdades acerca de la historia y el patrimonio cultural, no siempre celebradas por la política de los políticos.

 

 

Matos se inscribe en un largo proceso de renovación sensible a la dualidad de la aceptación y el rechazo de las tradiciones. Aceptación de fenómenos y realidades concretas sin juicios preestablecidos, aceptación a cambiar de ideas y acceder a la transición de las convicciones a ultranza. Rechazo a la ligadura que nos hace ser siempre los mismos, rechazo a reducirnos a los utilitarismos del folclor o a las ataduras del pintoresquismo turístico, rechazo a la unidad ficticia o a la diversidad edulcorada, rechazo a habitar en el sarcófago del conocimiento intocable, rechazo a ser meros rellenadores de los huecos que otros dejaron. En resumen, rechazo a todo sistema de creencias compartidas que desemboquen en los peligros de la unanimidad.

 

 

Resulta muy interesante referir dos intervenciones de Eduardo Matos en foros públicos que se desarrollaron en diciembre de 2020. La primera de ellas en la Mesa 3 de Análisis. Ciencia y Cultura, convocada por el antropólogo Bolfy Cottom, donde expresó sus desacuerdos respecto a la política cultural de los dos últimos años de gobierno. Compacto sus comentarios:

 

 

Hizo señalamientos sobre el desmantelamiento del Estado Cultural: “… se está acabando con diversas instituciones de varias maneras”/Denunció el hostigamiento contra científicos e intelectuales/Condenó la reducción presupuestal para el sector de “…entre el 70 y el 75% contra la investigación para limitar sus actividades”/Lamentó la ausencia de contrapesos no gubernamentales en la formulación de una nueva Ley de Ciencia y Tecnología/Advirtió de los riesgos de modificar aspectos reglamentarios del Artículo 37 de la Ley Federal de Monumentos y Zonas Arqueológicos Artísticos e Históricos, relacionados con potenciales acuerdos con gobiernos extranjeros para el “préstamo” de materiales arqueológicos provenientes de México, con lo que se hace un reconocimiento tácito y se legitima la propiedad relativa a organismos del exterior de piezas que fueron sacadas del país en todo tipo de condiciones. Una decisión que vulnera el patrimonio mexicano/Criticó lo absurdo de solicitar perdón a diversos países, incluido el Vaticano, por lo ocurrido hace 500 años, en especial al gobierno español, cuando -Matos afirma- con establecimiento de relaciones entre México y España en 1836 y la llegada del embajador Calderón de la Barca, se formalizó el reconocimiento recíproco entre dos países independientes y debió quedar saldada cualquier disputa. Frente al desplante de tintes religiosos claramente culpígenos, Matos se pregunta: “¿A quién se la va a solicitar perdón por las batallas entre Tenochtitlan y Tlatelolco?”/Refirió la ausencia de un reconocimiento oficial a Ruy Pérez Tamayo por la obtención del 23º Premio Menéndez Pelayo/Subrayó lo ominoso y desequilibrada que resulta la designación presupuestal para el Proyecto Integral Complejo Cultural Bosque de Chapultepec, frente a la quiebra financiera de los organismos de ciencia y cultura/Llamó a la organización de foros, para enfrentar la situación crítica de las instituciones de ciencia y cultura.

 

 

Concluyó su participación afirmando: “estamos viviendo momentos inusitados” y recurrió a un pasaje situado en los primeros meses de la Guerra Civil Española, fechado el 12 de octubre de 1936, cuando el general Millán Astray gritó en la Universidad de Salamanca, frente al rector Miguel de Unamuno: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”. Sea real o ficticio ese episodio , Eduardo Matos expresó: “Ojalá en mi país nunca se escuchen esas palabras”.

 

 

De la segunda intervención, su discurso en el Colegio Nacional por la conmemoración de sus 80 años, recojo las siguientes citas:

 

 

– A propósito de sus rompimientos vitales:

“A los 80 años se está más cerca de la muerte, pero también de la vida. Durante este lapso de tiempo he pasado por cuatro grandes rompimientos y un quinto está pendiente. De ser profundamente religioso rompí con la opresión de la religión a los quince años de edad; después vendría el rompimiento con la familia; más tarde con el poder que representaba tener cargos importantes dentro de mi profesión que, aunque nunca me impidieron continuar con mis investigaciones, eran un lastre que había que tirar por la borda. Después llegó el momento de terminar con las cosas superfluas de la vida. Ahora estoy parado en la encrucijada del quinto rompimiento: mi encuentro con la muerte.”

 

 

– Sobre el Templo Mayor:

“Hubo un momento en que mi parte sensible se vio opacada por la académica, aunque aquella continuaba allí, latente. Fue el Proyecto Templo Mayor el que dio pie para que volvieran a juntarse de manera tal que las dos marcharan juntas como esas dualidades que forman un todo. Estoy formado por esas dos partes. En lo académico, el Proyecto me llenó plenamente; en mi interior volví al encuentro de las hojas que caen en las tardes de otoño…”

 

 

– Sobre la situación actual de las instituciones de cultura:
“Hoy vivimos tiempos trastornados. Todo lo que se había erigido se viene abajo. La ciencia y la cultura son denigradas y no se comprende el valor que tienen para los pueblos. La historia se tergiversa al gusto de los gobernantes. Se viven momentos difíciles tanto por enfermedades como por la situación económica que prevalece. A las instituciones se les quitan los recursos y muchas investigaciones y actividades se ven reducidas al mínimo. Lo peor, creo, es la manipulación que se pretende hacer de la historia con fines políticos. Decir que Tenochtitlan se fundó en el año 1321 para hacerla empatar con 1521, 1821 y 2021 es un despropósito. Con enorme tristeza me entero que se acaba de adicionar al Reglamento de la Ley de Monumentos de 1972 algo que a simple vista parte de un error: conforme a esta ley, todos los materiales producto de las culturas prehispánicas son patrimonio nacional, lo que implica que todo el acervo que se encuentra en el extranjero independientemente de cómo haya salido pertenece a la nación. Me pregunto: ¿Es que se puede pedir prestado lo que es nuestro para después regresarlo? Eso implica reconocer que los materiales arqueológicos fuera del país no son patrimonio nacional, sino que pertenecen a ellos.”

 

Comúnmente el poder se mira en el espejo de sus propias ficciones, buscando la afirmación narcisista, a partir de la cual puede disolver o fabular procesos y hechos. El ego gubernamental define las etapas históricas unilateralmente y las califica, emplea los datos a la mano que le resultan útiles sin ningún escrúpulo, bajo el principio de que el tiempo de su ejercicio administrativo, a fin de cuentas, es el tiempo de llegada al mejor de los mundos posibles. Las taras políticas con frecuencia se proyectan como fieles retratos del poder. Nada más funesto que un gobierno que se postula como única fuente de verdad. Al autoritarismo lo asiste el triunfalismo, señal del temor a abrirse hacia una realidad donde no todo es favorable y en la que no sólo opera la razón estatal.

 

 

En Posdata, Octavio Paz afirmaba: “… el valor supremo no es el futuro sino el presente; el futuro es un tiempo falaz que siempre nos dice “todavía no es hora” y así nos niega… Aquel que construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente.” Más allá de la jerga radicalista, de los residuos del colonialismo, de la descalificación como recurso pavloviano; más allá del líder carismático y del prestigio definido por la cultura administrada, es necesario pensar en cabeza propia, encontrar en el presente el valor axial de la existencia, es allí donde donde deben operar primordialmente las lecturas del pasado. La voz del arqueólogo parece decirnos: “Tenemos que imaginar otro futuro”. Con estas palabras tal vez busco una forma de agradecimiento para Eduardo Matos por hacer un poco más inteligible nuestro mundo.

 

FOTO:  El hallazgo de la Coyolxauhqui por una cuadrilla de Luz y Fuerza del Centro llevó a la creación del Museo del Templo mayor en 1987, bajo la dirección de Eduardo Matos./ Cortesía INAH

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