El Almagesto

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La obra del matemático y astrónomo griego Claudio Ptolomeo influyó durante siglos en la percepción que la humanidad tuvo sobre su lugar en el universo

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POR RAÚL ROJAS
Pocas obras han logrado alcanzar la fama y relevancia del Almagesto, el célebre tratado de Claudio Ptolomeo, el más destacado astrónomo de la antigüedad clásica. Al igual que Euclides, Ptolomeo dividió su magnum opus en trece libros, escritos en el segundo siglo de nuestra era en la mítica Alejandría. No existía la imprenta, así que cada ejemplar fue copiado a mano, una y otra vez, hasta que los árabes lo tradujeron en el año 827 y por ahí regresó a Europa, en traducciones latinas del siglo XII. Al Almagesto le corresponde el honor de haber sido la obra rectora del pensamiento cosmológico durante más de doce siglos. Es como si hoy estuviéramos aprendiendo de un vetusto tratado que ha sido copiado a lo largo de 1200 años. Ese dato por si solo refleja ya el alcance histórico de la obra.

 

El nombre que utilizamos hoy en día, “Al-magesto”, delata la conexión árabe por la presencia de la partícula “al”. El título original de la obra en griego era “Hè megalè syntaxis”, que se podría traducir como “compendio matemático”, y que al paso del tiempo se convirtió en “el máximo compendio matemático”. La palabra griega “Megiste” (máximo) se transformó, con los árabes, en el actual “magesto”.

 

 

Todos los pueblos con historia han tenido una cosmología. La palabra griega “cosmos” quiere decir “orden”. Y es que desde siempre la cosmología ordena al mundo que nos rodea, intenta hacerlo comprensible. El Almagesto es el pensamiento cosmológico de la antigüedad y de la Edad Media, hasta Copérnico y más allá, realmente hasta que aparecieron Tycho Brahe y Galileo. El Almagesto pone a la tierra en el centro del universo, inamovible, presidiendo sobre la rotación de las esferas celestiales en donde están incrustadas las estrellas y los planetas.

 

 

De Ptolomeo se sabe poco. Sólo que vivió cerca de Alejandría, la ciudad egipcia y greco-romana donde realizó sus observaciones astronómicas. Había habido otros grandes astrónomos, como Aristarco de Samos e Hiparco de Nicea, pero sólo fragmentos o comentarios de sus obras han sobrevivido. Hiparco elaboró el primer catálogo de estrellas que fue extendido por Ptolomeo, precisamente en el Almagesto.

 

 

En la antigüedad clásica nació la tensión entre dos posibles modelos cosmológicos, uno heliocentrista, con el sol en el centro del universo, y el otro geocentrista, con la tierra en el centro del mundo. Más de 400 años antes de Ptolomeo, Aristarco ya había propuesto un modelo heliocéntrico, con el sol y las estrellas inmóviles, y la tierra girando alrededor del sol. Ese modelo contradice aparentemente nuestros sentidos, ya que no percibimos directamente la rotación de la tierra, sólo indirectamente, por el desplazamiento diario de las estrellas y del sol. Ptolomeo se decantó por el modelo geocéntrico, que venía respaldado además por la física aristotélica con sus elementos primarios (fuego, aire, agua y tierra), entre los cuales el agua y la tierra tienden a caer hacia el centro del mundo, es decir, hacia nuestro planeta, mientras que el resto del universo se asumía ocupado por una sustancia incorruptible, el éter o quintaesencia. Sin una física como la de Newton, el modelo cosmológico parecía corresponder entonces al mundo de las apariencias y hasta con la explicación física de Aristóteles. La naciente iglesia católica le dio la bienvenida al modelo ptolemaico, que con algunos ajustes se adaptaba tan bien con la Biblia. Así cristalizó la ortodoxia cosmológica medieval que llevaría eventualmente al arresto de Galileo Galilei, un heliocentrista.

 

 

El Almagesto es un libro para especialistas. Más de la mitad del texto consiste en detalladas demostraciones geométricas, que son realmente sencillas vistas con los lentes de la trigonometría moderna, pero difíciles de seguir con las unidades y notación usadas. El primero de los trece libros es la excepción. Se postula y se justifica ahí el modelo geocéntrico. Éste consiste en dos esferas primarias, la superficie de la tierra, cuya extensión es insignificante comparada con la esfera que contiene incrustadas a las estrellas. La tierra no se mueve mientras que la bóveda celeste gira alrededor nuestro una vez cada 24 horas. Que la bóveda celeste debería ser una esfera era algo supuestamente obvio, dado que la figura geométrica más perfecta y regular, aquella que admite innumerables ejes de simetría, es precisamente la esfera. En términos del idealismo platónico, a la bóveda celeste no le queda otra alternativa que ser eso, una esfera. El resto del Almagesto es la descripción de la máquina celeste completa, con el sol, la luna y los planetas conocidos. A la esfera de las estrellas hay que agregar otra esfera adicional que propulsa al sol en su camino diario alrededor de la tierra a lo largo de un plano inclinado llamado la eclíptica. Pero también la luna y los cinco planetas clásicos de la antigüedad requieren de sus propios “engranes”, esferas adicionales con complicadas interconexiones.

 

 

El gran problema del modelo ptolemaico es que los planetas no describen círculos alrededor del sol, sino elipses, como sabemos desde las leyes postuladas por Kepler. Para salvar las observaciones, es decir para que el modelo coincida con lo que se ve por los telescopios, hubo que agregarle “epiciclos” a los engranajes celestiales. Es decir, los planetas girarían alrededor de la tierra ejecutando un complicado ballet. Marte, por ejemplo, describe un movimiento circular de pequeño radio (el epiciclo), pero el centro de este epiciclo gira alrededor de la tierra (a lo largo de un círculo llamado deferente). Es un doble movimiento circular como el que producen los espirógrafos para los niños, una especie de círculo con bucles.

 

Desde la tierra lo que se logra observar de acuerdo a este modelo es un movimiento alrededor nuestro, pero a una velocidad variable a lo largo del año y, lo más sorprendente, con momentos en los que Marte parece desplazarse en sentido contrario, haciendo visibles los rizos del gran espirógrafo cosmológico.

 

No terminan ahí las complicaciones, ya que el centro del círculo deferente no está ubicado en la tierra. Y si desde la tierra el movimiento de Marte es irregular a lo largo del año, desde otro punto externo a la tierra, el llamado “ecuante”, el desplazamiento del centro del epiciclo sería uniforme. Como debe ser, si es que concebimos al cosmos como un gran orden celestial.

 

 

Si todo esto suena complicado, es que lo es. El Almagesto no es ninguna perita en dulce y por eso han aparecido un sinnúmero de comentarios a lo largo de la historia, algunos contemporáneos que reescriben el modelo ptolemaico utilizando formulas algebraicas y trigonométricas modernas. Además, avezados programadores han escrito simulaciones para Internet, donde cualquier persona puede echar a andar la maquinaria celeste, observando la progresión de los planetas sobre sus respectivos deferentes y epiciclos. Si el cosmólogo en ciernes así lo desea le puede agregar epiciclos a las trayectorias. Hoy sabemos que añadir epiciclos corresponde a modelar una curva dada con lo que se llama una transformada de Fourier, así que, si quisiéramos modelar que los planetas giran alrededor de la tierra a lo largo de orbitas cuadradas, también es posible hacerlo, sólo hay que agregar más y más epiciclos. Por eso cuando alguien trata de forzar una teoría cualquiera, agregando explicaciones o casos especiales, cada vez que la teoría entra en dificultades, se dice que esa persona “está añadiendo epiciclos”. Hoy sabemos que el sol no está en el centro del universo, vaya ni siquiera a la Vía Láctea le corresponde ese honor. Sabemos también que las estrellas y los planetas se atraen mutuamente en proporción inversa al cuadrado de su distancia, y que eso determina su complicada coreografía a lo largo de órbitas elípticas. Pero hasta que esto estuvo claro, el modelo ptolemaico proporcionó una explicación de los cielos que con sus docenas de círculos engranados con otros círculos, en diversos planos, correspondía bastante bien con las observaciones y metía orden en lo que por definición debería ser perfecto, la gran maquinaria del cosmos.

 

FOTO: Especial

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