“El Anti Edipo” como novela

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Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Medio siglo después de su aparición, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, merece volverse a leer por razones que van más allá del gusto anticuario. Siéndome imposible comulgar con sus ideas, no soy el único en ver ese tratado como la más sublime aberración de esa Francia Barroca que nunca existió (se quejan los franceses) o, al menos, de esa Francia bizantina que en los años treinta de la centuria pasada condenaba Julien Benda como negacionista de la transparencia cartesiana.

 

El Anti Edipo (1972) es una novela filosófica como lo fue Así habló Zaratustra, donde se narra una aventura profética que no puede ser sino ficticia. Es un verdadero desfile de personajes, desde Sigmund Freud trayendo hasta nosotros al trágico Edipo, quien despierta en el siglo XX como un desvarío de los Monthy Python hasta Artaud, quien patentó, nutrido de surrealismo y de manes esotéricos, al loco como el revolucionario absoluto, tentación contemporánea al endiosamiento del Marqués de Sade por los clérigos de Saint-Germain-des-Prés.

 

Aunque Deleuze & Guattari fueron amigos reticentes de una antipsiquiatría a la cual no se podía adherir del todo un regente de manicomio como lo fue el Dr. Félix, creían que el loco deseaba imperativa, revolucionariamente. Y el deseo, siguiendo una vieja tradición epicúrea que pasa por cierto socialismo utópico es, por naturaleza, disruptivo. El filósofo Deleuze (1925-1995) y el psicoanalista Guattari (1930-1992) escribieron, con El Anti Edipo, una versión en extremo sofisticada del maridaje entre Marx y Freud postulado por Wilhelm Reich, tan sorprendentemente exitoso. Lo reconocieron honradamente.

 

Reich, al crear el freudomarxismo, encarnó la consigna bretoniana (“Transformar el mundo con Marx, cambiar la vida con Rimbaud”, etc.) pues la represión del deseo era uno de los objetivos malévolos de la sociedad burguesa, que extraía del obrero (el Joven por naturaleza), no sólo la plusvalía, sino normaba y reglamentaba sus orgasmos, fiel a sus orígenes judeocristianos. La tara la compartía con el psicoanálisis: el villano de El Anti Edipo es Freud, el cómplice del capitalismo a la hora de castrar al esquizofrénico, supremo rebelde. La revolución proletaria sería también sexual o no sería revolución (ya algunos bolcheviques lo anunciaban) porque liberaría al hombre en toda su plenitud. Era obvio que las ideas de Reich irritarían a todos los puritanos: a su maestro Freud, a los estalinistas y, finalmente, al FBI. Reich murió en prisión en 1957.

 

Homenaje a Reich, quien a diferencia de Deleuze & Guattari no sólo amaba las máquinas como literatura fantástica, sino las diseñaba (su artilugio de los orgones le fue mostrado al propio Einstein), El Anti Edipo no va tan lejos. Pese al militantismo de Guattari, el horizonte “rizomático” de El Anti Edipo y su secuela (Mil mesetas, 1980) es bastante conservador, o al menos, muy escéptico en cuanto a que la astucia burguesa pueda ser burlada, tan capaz, como lo demostró en los años sesenta, de convertir al Che Guevara de Korda —ya se sabe— en solo una camiseta. Otros veteranos del 68, como Badiou, el maoísta impenitente y sin embargo admirador de Deleuze, se olieron que el “dandismo” intelectual antiedipiano “desmovilizaba”, en virtud del onanismo a la juventud revolucionaria.

 

Corre el chiste de que si en Francia, en los años 70, no hubo Brigadas Rojas, como en Italia o Banda Baader Meinhof, como en Alemania, se debió a que los militantes franceses se quedaron en sus buhardillas descifrando artefactos como El Anti Edipo y similares, esperando sacar, de esa tratadística, menos la manera de hacer bombas que las razones para arrojarlas. Pero se equivoca Onfray, el radical francés en trance de convertirse en fraile predicador, cuando dice que los conceptos de Deleuze acabaron por ser tan abstrusos e imprácticos, para fines revolucionarios, como los de un Husserl. De todos los filósofos del siglo XX pocos miraron nuestro siglo con mayor tino que Deleuze & Guattari, al describir la horizontalidad de la sociedad contemporánea, la naturaleza explosiva del nomadismo (nuestras migraciones) o a la red, el verdadero rizoma anunciado en Mil mesetas, junto a la geofocalización planetaria.

 

El Anti Edipo, al asociar al esquizo (el sujeto revolucionario opuesto al paranoide, “anormal” de derechas), con el deseo liberador, nunca acierta a demostrar (como tampoco Foucault en su Historia de la sexualidad) por qué demonios el capitalismo estaría tan interesado en normalizar el deseo y castigar al placer cuando son precisamente las teocracias islámicas y los autoritarismos de toda laya quienes ven en Occidente la disipación, el hedonismo, “la pérdida de todo valor moral”, etc. El cambio de sexo está prohibido en la Rusia de Putin, no en Nueva York, Londres o Buenos Aires.

 

El futuro entrevisto por Deleuze & Guattari no fue, empero, ese “nuevo desorden amoroso” como lo profetizaron Finkielkraut y Bruckner donde el placer, libre de las cadenas del capital, inundaría el mundo. Ese hombre natural, pleno en inocencia roussoniana, reconciliado con el sexo en su feliz diversidad, se topó, en el siglo XXI, con un nuevo puritanismo donde, contra los propósitos de sus ideólogos, nada fluye y todo se transforma para volver al eufemismo, la mojigatería, la identidad innegociable, el horror por el otro, quien ya no es el cura de aldea, sino el vecino narcisista y su intolerable diferencia alterna.

 

Por ello, remitiéndome a mis lecturas de juventud, de esa monstruosidad etimológica que es El Anti Edipo —mitad Vasarely, mitad Archimboldo— me fascinó que encontraran en D.H. Lawrence y en Henry Miller, a sus maestros en el arte de amar. Deleuze & Guattari entendieron que quienes sabían de sexo, antes que el doctor Freud, eran ese par de novelistas. Uno, el inglés, creyente en la energía sexual pero atormentado por la genitalidad; otro, el neoyorquino, fascinado por el mundo del sexo en todo lo que tiene de belleza, aventura, felicidad y, también, de crueldades para el alma y para el cuerpo. Estaba, en el destino de Lawrence y Miller, la censura. Ayer, con las sociedades de la moral y las buenas costumbres ordenándole al coime del censor que escudriñe las cajas en los puertos a la caza de ejemplares clandestinamente exportados de El amante de Lady Chatterley (1928) o de Trópico de Cáncer (1934); hoy, con las nuevas sociedades de la decencia que cancelan desde los pináculos de la academia universitaria, enemigas de la libertad de expresión y del canon artístico. Tan gazmoñas las de antes, como las de ahora.

 

Si leemos El Anti Edipo como novela filosófica nos adentramos, acaso, en tiempos ya tan remotos como los de El asno de oro, pero igualmente fascinantes gracias a un par de locos, Deleuze & Guattari (a quienes hubiese honrado el mote), fascinados por las máquinas, las de Kafka, las de Roussel o las de Villiers de l’Isle Adam, por todo aquello que en literatura es aberrante, como lo dice Lapujade, el actual exégeta de Deleuze. Un par de filósofos, en fin, que quizás contra sus deseos más íntimos, asumiendo que no podían transformar el mundo, decidieron interpretarlo.

 

 

 

FOTO: Félix Guattari (marzo, 1930), el un psicoanalista, filósofo y guionista francés que fundó el esquizoanálisis y la ecosofía. Crédito de imagen: Editorial Herder Mx

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