El arte totalizador de Pedro Ángel Palou: “México”, la novela

Feb 4 • Lecturas, Miradas • 1396 Views • No hay comentarios en El arte totalizador de Pedro Ángel Palou: “México”, la novela

 

En México, cuatro linajes se entrelazarán durante 500 años para dar cuenta de la gran protagonista: la Ciudad misma

 

POR ELOY URROZ
Sólo la tercera vez que leí el Quijote, caí en la cuenta de una palabra que aparecía una y otra vez y que yo, hasta ese momento, tontamente despreciaba: entretenimiento. Cervantes decía “entretener” y “entretenimiento” innumerables veces a lo largo de su obra cumbre. Saco a colación este insignificante descubrimiento pues es ésa, quizá, la mayor virtud que México (Planeta, 2022) puede detentar. Confieso, asimismo, mi escepticismo inicial al empezar a leerla, ¿cómo iba a sostenerse un libro de 550 páginas donde es la ciudad y no los personajes el principal protagonista, una novela que, de facto, abarca 500 años de la historia de mi ciudad? Y sin embargo Palou lo consigue con apabullante voluntad artística, con “entretenimiento” cervantino y sobre todo con aquello que Pitol llamó “selección de materiales”. No diré que sus 37 largos capítulos son “entretenidos” ni que todos alcancen la misma altura o trabazón, pero sí que, a partir del 10 u 11, México es imposible de soltar.

 

De sus tres grandes partes, la segunda y tercera son formidables, incluso puedo decir que se trata de lo mejor que ha escrito Palou en su trayectoria de más de 30 años como novelista. He leído casi toda su obra y hasta ahora tenía como favoritas Malheridos, Paraíso clausurado y Demasiadas vidas, libros a los que dediqué sendos ensayos en su momento. De las más recientes (las llamadas “novelas históricas”), Tierra roja, sobre Lázaro Cárdenas, es la mejor. No obstante, México la supera, y eso es decir mucho.

 

México se engrana a partir de cuatro familias, los Cuautle, los Santoveña, los Landero y los Sefamí. Estos últimos no aparecen sino hacia el final del libro, cuando hemos arribado al siglo XX y empezamos a conocer la migración de judíos sirios a México en plena Revolución. No de balde, Jorge Volpi ha hablado de “linajes” y no de “personajes” en su reseña sobre la novela. Y tiene razón. Tenemos linajes. ¿Cómo hace, pues, Palou para desarrollarlos, para darles anchura y cabida en el tiempo? Estos linajes aparecerán a lo largo de dos capítulos (una media de 26 años si contamos un promedio de 13 años entre capítulo y capítulo) y luego los volveremos a ver surgir cuando transcurra el tiempo (otra media de 26 años). Así que, en el fondo, estamos hablando de series o segmentos de capítulos y generaciones. Podemos, por ejemplo, ver nacer a un Cuautle, luego verlo hecho un joven o un marido con hijos, luego un hombre viudo e incluso verlo morir, todo esto intercalado por otros muchos eventos y personajes de “la época”. México es, en este sentido, también una saga, pero con cuatro familias, mismas que se irán entreverando a lo largo de los siglos sin, en muchos casos, ellos siquiera imaginarlo. Dicho sea de paso, este sistema nos recuerda la tesis de Duncan Watts que aduce que entre cada ser humano nunca podrá haber más de seis enlaces —o intermediarios—, por lo que todos en este mundo estamos de una u otra manera conectados. Y así pasa en México más que en cualquier otra saga o novela típica del XIX: su tiempo histórico corre en espiral, como creía Vico. Y esto no ocurre por casualidad: ya James Joyce, a quien Palou admira por sobre todo novelista, era un viquiano convencido y su Ulysses está construido —como ha explicado Eco— a partir de esta teoría de la Historia.

 

 

Pocas novelas que recuerde yo están plagadas de tantos guiños literarios e históricos, musicales, políticos y culturales, urbanísticos, deportivos, arqueológicos y hasta de moda y gastronomía. México es un almanaque de México: una ciudad completa donde el concepto “total” o “totalizante” le encaja a la perfección. Un poco como Los bandidos de Río Frío, cuyo autor, Payno, no por nada aparece en varias memorables páginas de México (capítulo 23) donde, incluso, toma su punto de vista. Palou, como Payno, quiso incluirlo todo, pero supo con sabiduría elegir, si no lo más representativo, sí lo más novelístico, y como botón de muestra cito el capítulo 16 dedicado a Don Catrín de la Fachenda, quien no es otro en la novela que Celestino Landero Güemes, quien, a su vez, quedará conectado con Gil Cuautle y Amparito, todo inserto durante la coronación de Iturbide en 1822. Sólo en esas pocas páginas deambulan, entre otros, la Güera Rodríguez y Fernández de Lizardi. Este Gil Cuautle reaparecerá (ya viudo) en 1843 dos capítulos más tarde, en un legendario café del centro de la ciudad donde trabará amistad con nada menos que Ramiro Aguirre Santoveña y Julio Landero, quienes de paso le recomiendan leer La vida en México, el célebre libro de la escocesa “Fanny” Calderón de la Barca. En esa jugosa charla tenemos, pues, un encuentro entre un Landero, un Cuautle y un Santoveña y ellos tres ni siquiera lo saben, es decir, no imaginan que, según designio del novelista o del Destino, debían entablar contacto pues “la vida es un pañuelo” y sí, porque la Historia avanza siempre en espiral.

 

Entre los mejores capítulos, o segmentos de capítulos, se encuentran los dedicados a Alexander von Humboldt y los de su furtiva relación con Bernardo Santoveña (13 y 14), pues, de cierta oblicua manera, su homosexualidad va a anteceder al extraordinario capítulos 31 dedicado a Novo y Villaurrutia en tiempos de Obregón, Toral y la Bombilla (de la que, por cierto, se habla en extenso), hasta aquellos otros con los que termina México, los 36 y 37, donde se narra la cruenta historia de amor entre Manuel Santoveña y Leonardo Cuautle y la de sus compañeros Felipe Landero e Issac Sefamí (otra vez los cuatro apellidos, los cuatro linajes apareciendo ineluctablemente a través de los siglos y las edades). Este último segmento tiene como telón de fondo Tlatelolco, primero, y los años del descubrimiento de la Coyolxauhqui en 1978, inmediatamente después. Deambulamos por el bar 9 en la Zona Rosa y las glamurosas fiestas de Ernesto Alonso; aparecen por ahí Fuentes y Luis Spota, José López Portillo, Eduardo Matos Moctezuma y Viviana Corcuera, entre otros muchos personajes célebres de los setenta.

 

Imposible dar cuenta de todo. Concluyo con un hermoso pasaje de nuestra metrópoli, personaje central y ubicuo de la novela, y al que Palou nunca pierde de vista, pues, sabe que, al final, ésta no es sino la historia de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México: “Eusebio [Santoveña], inquieto, decidió dar un paseo por la ciudad nocturna antes de regresar. Se detuvo frente al convento de Belén de los Mercedarios y escuchó el agua corriendo por los arcos del acueducto de Chapultepec. Avanzó luego hacia la fuente de Salto de Agua. La luna bañaba la fachada de la capilla de la Purísima Concepción, ubicada justo enfrente, y deseó que la piqueta de los de Ayutla nunca alcanzara este bello templo barroco” (274). Estamos en pleno 1857 y Eusebio no sabe por cuál bando decantarse: ¿por los liberales o por los conservadores?, ¿a favor de Juárez, Sierra y Melchor Ocampo o en su contra?, pero también estamos en 1985 y hierve la tierra y en 1692 y en 1790 y en 1525. Estamos, pues, ante una enorme novela en espiral que no se arredra en engullir medio milenio de historia de una de las más grandes y complejas ciudades del planeta. Y esto no es poca cosa.

 

FOTOS: Pedro Ángel Palou es también autor de Todos los miedos (Planeta, 2018). Rui Ortiz/ Cortesía Planeta

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