Luisa Josefina Hernández y el Eterno Retorno

Feb 4 • destacamos, principales, Reflexiones • 1042 Views • No hay comentarios en Luisa Josefina Hernández y el Eterno Retorno

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Autora de casi 20 novelas y de decenas de obras de teatro, Luisa Josefina Hernández (1928-2023) fue una de las primeras escritoras profesionales que tuvo México. Su obra destaca por la cantidad —sólo la cantidad permite la calidad, se permitió decir Jules Renard— y por el rigor con que fue, casi siempre, escrita. Fallecida a los 95 años en la Ciudad de México donde nació como hija de una familia de orígenes campechanos, su vida tan larga provocó que muchos de sus libros desaparecieran del volátil y caprichoso mercado aunque —aún para mi generación— siempre estuvo presente en el cuadro de los narradores que terminaron por desmitificar a la provincia, dieron el paso de Lucien de Rubempré e hicieron suya la gran urbe. En el mundo del teatro —ni qué decir— fue una maestra queridísima y la puesta en escena de su dramaturgia, constante.

 

Nostalgia de Troya (1970) y Apocalipsis cum figuris (1982), en mi opinión sus novelas más exactas y perdurables, ganaron el Premio Magna Donato y el Premio Xavier Villaurrutia, así como también fue para Hernández el Premio Nacional de Literatura y Lingüística en 2002. No suelo mencionar los premios obtenidos por un autor en mis notas pues éstos suelen ser “esquivas quimeras”, como decía un amigo, pero aquí lo hago para subrayar que el reconocimiento recibido por Hernández en vida debe completarse con su lectura por las nuevas generaciones porque éstas, desde luego, lo merecen.

 

La crítica, a su vez, se ocupó de ella en 1987 gracias a Fabienne Bradu (Señas particulares: escritora, FCE), yo mismo la estudié en la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX en 1991 y recuperé esas páginas en mis Ensayos reunidos, 1984-1998 (El Colegio Nacional, 2020). En 2010, a su vez, Gloria Prado y Luzma Becerra compilaron Luisa Josefina Hernández. Entre íconos, enigmas y caprichos. Navegaciones múltiples (Conaculta) y nueve años después la UNAM ha reeditado El lugar donde crece la hierba (1956), una de sus primeras novelas, con una introducción de Ave Barreda.

 

Quienes nos hemos interesado en Hernández coincidimos en distinguir al menos tres ciclos concurrentes y aleatorios en su trabajo narrativo: la acerba crítica del universo provinciano en novelas como La plaza de Puerto Santo (1961), Carta de navegaciones submarinas (1987) y La cabalgata (1988), entre otras, donde en la compañía de sus amigos y cómplices, Jorge López Páez, Sergio Galindo y Emilio Carballido (prolífico dramaturgo, sí, pero también autor de una magnífica novela en 1965: Las visitaciones del diablo) describió la entropía lugareña. Ello le permitió aventurarse en la ciudad y sus fiestas, escribiendo sobre el triángulo erótico en La cólera secreta (1964) y La noche exquisita (1965), novelas contemporáneas del mismo afán que Juan García Ponce. Mayor atención provocó, sin duda, su obsesión por el peregrinar religioso, viniendo de Dante y deteniéndose en los fraticelli medievales, a través de la Peste Negra, lo mismo en Apocalipisis cum figuris que en Roch. Novela hagiográfica (2008).

 

Entre la matria, diría Luis González y González, la Babel pecaminosa que es la ciudad para todo escritor moderno, y la narración figural y apocalíptica, decurrió la triple misión narrativa de Hernández. Releyéndola con motivo de su muerte el pasado 16 de enero de 2023, me sorprendió su precisión, casi de relojería. Si bien la distancia en madurez prosística entre La cólera secreta y Nostalgia de Troya es enorme, como si en la formación de Hernández hubiera transcurrido más que un lustro, en ambas destaca el orden al construir la trama y el distanciamiento (no en balde a la discípula de Rodolfo Usigli le tocó la abrumadora lección de Bertold Brecht) con que clasifica humores y pasiones. Aquello que prometían sus novelas de los tempranos años 60 dio lugar a una novela de primer orden como Nostalgia de Troya.

 

Jugando con los mapas de La Habana, de las riberas de la Loire, de Ixtapan de la Sal, de Roma, de Ottawa y de la Ciudad de México en fechas como 1963, 1950, 1958, 1936, 1957 y 1965, en Nostalgia de Troya llama la atención lo incisiva que es, desde una modestia aparente, Hernández como novelista. Sus diálogos son perfectos (la dramaturgia vaya que se nota) y en ellos se muestra una desencantada visión del mundo que no puede venir sino de la frecuentación de la prosa anglosajona, porque la naturaleza ética de los personajes de Charles Dickens es la materia de las lecturas que el protagonista les ofrece a las señoras Mac Dowall y Trenton en el balneario mexicano, damas estadounidenses que habrían podido ser huéspedes de Bernard Berenson en la florenciana finca de I Tatti. He de releer a Katherine Mansfield —aunque Hernández detestaba, leídos o escritos, los cuentos tanto como la literatura de género— para sembrar la angustia de las influencias en Nostalgia de Troya. Troya, en fin, es la metáfora de la ciudad (las ciudades) conquistadas mediante la argucia del deseo. “Estás esperando que venga la muerte”, le dice el protagonista a la señora colombiana, quien le contesta: “Desde luego no quiero sembrar la muerte, la destrucción y el caos”. “Pues no vendrán”, concluye René, “vendrá tu muerte particular y el caos que ya llevas adentro”.

 

Tengo mis dudas —no sé en que punto del Eterno Retorno se encuentre Nostalgia de Troya— de si las novelas de una escritora elegante y discreta que amó a Francisco de Goya y a Samuel Beckett como lo fue ella, puedan gustar hoy día. Se deben a una idea de la novela como filosofía moral, ajena por ese entonces no al compromiso filosófico pero sí a la denuncia social, inadvertentes ante el vértigo de la acción —era de aquellos cinéfilos quienes no perdían el tiempo rivalizando con el cine— que, me parece, atosiga a los narradores actuales, aunque no todos —desde luego— compiten con Netflix ni sueñan con la fortuna de volverse guionistas de series tan apasionantes como efímeras. El asunto está previsto en Nostalgia de Troya: René, en Ixtapan de la Sal, queriendo retirarse a escribir una novela, sólo logra escribir un guion para la televisión.

 

Si aquella idea morosa de la novela —nacida de la lectura de Cesare Pavese y Alberto Moravia entonces en contraste con la velocidad de Truman Capote— tan propia de Hernández y concentrada en el lenguaje como fin en sí mismo, parece cosa del pasado, sólo es cuestión de aguardar a que se cumplan los ciclos. Nada es del todo nuevo, reza Así habló Zaratustra, reza también la sabiduría popular. Pero sí hay —en el tiempo de las relecturas— novedades. Mi ejemplar de Nostalgia de Troya, bien encuadernado hace medio siglo por Siglo XXI, con papel sólido y tipografía muy amable—mostraba discretas huellas de haber sido leído en su día, aunque yo no recordaba nada. En cambio, tenía yo demasiado presente Apocalipsis cum figuris y en ese exceso acechaba la decepción. No fue así: “la ilusión óptica del espectáculo carnavalesco”, como apunté en 1991, volvió a engañarme. Es decir, a tener efecto: “los peregrinos no forman parejas” y “por ende sus relaciones con los de otras castas tienden a una vulgaridad poco común”. Eso leo en Apocalipsis cum figuris. Me conforta, ayer y hoy, haber leído, no una sino dos veces, a Luisa Josefina Hernández.

 

FOTO: La escritora y dramaturga Luisa Josefina Hernández, quien falleció el pasado 16 de enero/ INBAL

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