El Capital: Crítica de la Economía Política
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POR RAÚL ROJAS
Hubo una época en el siglo pasado en la que se decía que el segundo libro más publicado, después de la Biblia, era Das Kapital, la obra maestra del filósofo alemán Carlos Marx (1818-1883). Ignoro si esto sea cierto, pero por lo menos es atinado decir que la obra ha sido tan poco leída como la Biblia. Los tres volúmenes de Das Kapital requieren adentrarse en una lectura espesa y difícil. En aquellas épocas pasadas había que aplicarse a su estudio de lleno, o se tenía uno que matricular en alguno de los cursos sobre El Capital que todavía existían en muchas universidades del mundo occidental hasta los años ochenta. Con el derrumbe del “socialismo realmente existente” se dejó de publicar la obra, por lo menos en grandes ediciones. Pero de que el libro transformó al mundo, y de manera profunda, de eso no cabe duda alguna.
El Capital quedó inconcluso a la muerte de Marx. Durante su accidentada vida sólo apareció el primer volumen en alemán, con traducciones al francés y al ruso. Terminar ese primer volumen le llevó mas de quince años. Lo escribió y reescribió hasta que quedó satisfecho. El material para los volúmenes dos y tres fue reunido por Federico Engels, quien fue el ejecutor del testamento político de Marx. El tercer volumen apareció apenas un año antes que Engels mismo falleciera.
Lo que he comprendido a lo largo de muchas décadas, después de mi primera lectura de la obra, es que El Capital es un libro escrito en muy diversos planos y por eso fascina y atrae a un espectro de lectores multifacético. Hay los filósofos, quienes se concentran el primer capítulo sobre el fetichismo de la mercancía y el trabajo alienado. Los economistas discuten la teoría del valor y la transformación de valores en precios. Los líderes políticos se interesan por la descripción de la situación de la clase obrera y sus demandas. Los teóricos de la coyuntura buscan claves para entender las crisis periódicas del capitalismo. Hasta los teólogos incursionaron en sus páginas derivando la llamada teología de la liberación. Por eso se puede discutir sobre El Capital noches enteras, y dependiendo de la composición del público, se produce una moderna torre de Babel. Como en los sesentas, durante los movimientos estudiantiles que le dieron un nuevo auge a la relectura de El Capital, en donde se buscaba la fórmula para un socialismo con rostro humano, muy distinto al de la decepcionante esfera soviética.
El Capital es, para decirlo en las palabras de Bolívar Echeverría, un gran periplo argumental. El primer tomo está dedicado al proceso de producción capitalista, el segundo al proceso de circulación, y el tercero tematiza el proceso en su conjunto. Se trata de “una totalidad artística”, como decía Marx, que quizás por eso nunca pudo cerrar el círculo y concluir la obra, ya que nunca estaba satisfecho con lo ya producido. Incluso la traducción al francés del primer volumen la modificó sustancialmente, en vez de tratar de terminar los otros dos volúmenes.
La historia que relata el primer tomo es bien conocida. Todo producto del trabajo humano es “trabajo cristalizado”. El valor de las mercancías se puede medir por la cantidad de trabajo que contienen, directo o indirecto, es decir aquel directamente realizado por los obreros, o bien el trabajo contenido en los medios de producción gastados. Entre trabajadores y capitalistas existe una asimetría fundamental. Los trabajadores no venden el producto de su trabajo sino su capacidad de ejecutar trabajo, es decir, venden su fuerza de trabajo por un salario. Los capitalistas pueden vender el producto por su valor, es decir de acuerdo a su contenido de trabajo cristalizado, y la diferencia entre ese valor y el salario es la plusvalía que se embolsan los capitalistas. Y ese es el meollo del asunto. Bajo el capitalismo el proletariado es alienado del fruto de su trabajo.
Carlos Marx no fue el primero en explicar el modo de producción capitalista utilizando una teoría del valor. Los economistas clásicos, como Adam Smith o David Ricardo, ya habían plantado las primeras semillas en esa dirección, sin llegar a las últimas consecuencias del análisis, como criticaría Marx. Especialmente Ricardo planteó un problema que posteriormente sería retrabajado durante décadas: la posibilidad de encontrar una unidad para medir el valor que fuera inmutable frente a los vaivenes del mercado, es decir, el llamado problema de la mercancía patrón capaz de proporcionar una unidad absoluta de valor.
El segundo tomo de El Capital trata del proceso de circulación. Aún para ciudadanos del mundo moderno resulta incomprensible como es que un banco central puede crear dinero de la nada, imprimiendo billetes. Marx desmenuza todas las formas del dinero y muestra convincentemente que, como mero símbolo o signo de valor, una nota bancaria es tan útil para aceitar el proceso de circulación de mercancías como lo son el oro y la plata, y aún más. Inspirado por el Tableau Economique de los fisiócratas, produce una primera versión del flujo de la producción capitalista en forma matricial.
Pero hay un problema fundamental con la teoría del valor marxista. Si el valor representa trabajo cristalizado y si las mercancías se intercambian por su valor, ¿cómo es que la tierra puede tener un precio, cómo se puede fundamentar el pago de una renta por su utilización? En el caso de las notas bancarias, ¿cómo es que el valor que representan se puede degradar en procesos inflacionarios? El tercer tomo de El Capital está dedicado a resolver algunas de estas cuestiones, pero lo que realmente capturó la imaginación de los economistas socialdemócratas de la época, fue la esperada solución del problema de la transformación de valores en precios.
Expliquemos. Los precios de las mercancías es lo que percibimos todos los días. Pero el intercambio de valores subyace al capitalismo, es decir, representa la esencia oculta de un sistema en el que la plusvalía es apropiada por una clase social. En los mercados, sin embargo, no pagamos por horas de valor, sino cierto número de billetes bancarios que representan una cantidad en pesos y centavos. Para relacionar ambas cosas, valores y precios, Marx analiza a la economía como un proceso de flujo de mercancías entre todas las ramas de la economía. En ese flujo ingresan mercancías que se transforman en el producto total. Hoy diríamos que la matriz de insumo-producto regula todo el proceso. Diríamos que se trata de un sistema de ecuaciones simultaneas que determinan, al mismo tiempo, lo que se paga por los insumos en función de cuánto y como se produce con ellos, pero también por cuanto se puede vender el resultado final. Marx plantea en ese fatídico tercer tomo que los valores de las mercancías son el valor inicial necesario para realizar el cálculo. Los críticos de Marx, sin embargo, no tardaron en demostrar que el valor inicial resulta irrelevante y que la economía puede producir el mismo sistema de precios sin tener que recurrir para nada a los valores como tiempo de trabajo cristalizado. Un desastre teórico y del que quizás Marx estaba consciente durante todos esos años en que no pudo finalizar los últimos dos tomos. Y es que entonces la superficie, es decir, los precios y la supuesta igualdad entre vendedores, queda finalmente desconectada de la esencia, la apropiación de la plusvalía.
Pero hay otro plano de la argumentación de Marx que es hoy quizás el más importante. Es el plano libertario, el de la certeza en la posibilidad de un mundo mejor donde cada quien produciría de acuerdo a su capacidad y cada quien recibiría de acuerdo a sus necesidades. Un mundo sin desigualdad de clases. Un mundo solidario en el que el proletariado vería respetados sus derechos. La revista The Economist, que no es ningún bastión del comunismo, le dedicó hace años un editorial a Marx y su obra. Lo declaró vencedor. Vencedor en el sentido de que las reivindicaciones obreras levantadas en El Capital se habían obtenido: regulación de la jornada de trabajo, prohibición del trabajo infantil, regulación del trabajo de las mujeres, prohibición del trabajo en lugares peligrosos e insalubres, derechos laborales como el descanso durante el fin de semana, derecho de asociación libre y sin represalias, derechos políticos para todos, voto universal, etc.
Así que El Capital en parte ya no se lee porque las reivindicaciones obreras ahí planteadas para el siglo XIX fueron alcanzadas en el siglo XX, por lo menos en los países con desarrollo mediano y alto. Y de expropiar a los expropiadores ya no hablan ni los socialistas, después del colapso del experimento soviético. Pero la reivindicación mayor, la utopía que es el hilo conductor de toda la obra, la de lograr una sociedad más justa e igualitaria, eso sigue siendo un objetivo inalcanzado, algo a lo que aún podemos seguir aspirando.
FOTO: Karl Marx (1818-1883), autor de El Capital./Especial
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