El catolicismo de Carrère

Sep 9 • destacamos, principales, Reflexiones • 6748 Views • No hay comentarios en El catolicismo de Carrère

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Hace una semana cuando escribía mi nota sobre las vísperas del centenario de Léon Bloy no podía yo saber que el antiguo Premio FIL de la Feria de Guadalajara le sería otorgado a Emmanuel Carrère (1957), el último en la anchurosa estirpe de los escritores católicos franceses. En El Reino (2014), como es natural, Carrère niega tres veces la cruz de su parroquia, dubitativo sobre si es o no es cristiano (cristianos son todos quienes creen en el dogma de la Divina Trinidad y ahora se ha convertido, erróneamente, en sinónimo de protestante), pues su novela cuenta el desenlace de la conversión del escritor al catolicismo en su juventud y su pronto desengaño.

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Termina El Reino (publicado en español por Anagrama y traducido por Jaime Zulaika) como empieza, con la duda. Carrère, en esta novela a la vez erudita (una vasta encuesta sobre los apóstoles, Pablo de Tarso y la escritura de los Evangelios, así como del corpus paulino) y autobiográfica, se enfrenta a la cuestión de si una vez escrita una obra tan apasionadamente cristiana, se le preguntará, en buena ley, si sigue siendo cristiano. No, dice el novelista, “no creo que Jesús haya resucitado de entre los muertos a los tres días”.

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Pero ante el misterio de la vida eterna, el autor duda. El Reino, en su epílogo, culmina ambiguamente. Invitado a una de las comunidades de El Arca, las creadas por Jean Vanier con el propósito inicial de que los creyentes acompañen a los débiles mentales ejerciendo las leyes de la hospitalidad, una adolescente discapacitada invita al novelista parisino a bailar, informalmente, siguiendo la música improvisada de esas guitarritas que sustituyeron al órgano tras el desastre litúrgico (tuvo otras virtudes aquella reunión) del Concilio Vaticano II.

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A pesar de que le parece kitsch, muestra del catolicismo de los detestables creyentes, bien pensantes y de oficio farmacéuticos, dados a marchar contra el aborto y el matrimonio homosexual, el narrador, acostumbrado al festival de Cannes, accede a bailar con la chica y en ese momento, vencidas todas sus resistencias cree ver, más de veinte años después de su fallida conversión, “el reino”.

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Hace algunas décadas, El Reino no sería considerado propiamente una novela, sino una narración autobiográfica cuyo paisaje del alma, diría Unamuno, es la erudición neotestamentaria, donde Carrère recorre, con pasión, todas y cada una de las posibilidades narrativas nacidas con la crucifixión de Jesús, desde las hipótesis sobre quienes escribieron los evangelios (con la antañona pregunta de quién fue Juan de Patmos, el autor del cuarto libro, más tardío y disidente de los escritos por Marcos, Mateo y Lucas) hasta en qué medida Pablo fue el inventor (falsario, como adujo Hyam Maccoby) del cristianismo y su mitología, sacándolo de la Sinagoga de Jerusalén, donde lo malquerían los familiares del Hijo del Hombre. Predicó Pablo, como se sabe, la Buena Nueva entre los gentiles, itinerario recorrido por Carrère a la sombra del siglo XX, pues como hijo de una académica biógrafa de Lenin y conocedor de la Rusia que dejó de ser la URSS, el novelista compara aquellas trifulcas de secta con las padecidas del bolchevismo soviético. Pero dada la metamorfosis del ensayo en novela y viceversa, durante el tránsito entre nuestro siglo y el pasado, El Reino, es una novela. En ella, Carrère recurre –siempre avisa al lector– a la ficción, tratando de introducirse, psicológicamente, en el carácter de Pablo y Lucas, el dogmático y el escritor, así como acomete el relleno narrativo de sus andanzas, plenas en lagunas y contradicciones.

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Cada generación cuenta su propia historia del cristianismo, cuyo misterio, para la mayoría de los no creyentes, no es desde luego la Encarnación sino cómo y por qué una escisión de la Sinagoga, en un remoto confín del Imperio romano, se adueñó, tres siglos después, del mundo. Carrère tiene sus libros de cabecera, desde el clásico comercial de Sienkiewicz y su querido Renan (y a su amada Simone Weil) hasta el polémico libro de Maccoby. Todo ello, en mi opinión y tomada en cuenta su conversión de juventud, hacen del libro de Carrère una novela católica francesa. Me explico.

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La fe, sin la duda es errática. Aquella, la duda, rodeó a los primeros fieles de Jesús pero también de Pablo. Que un hombre pudiese ser Dios, era repugnante para los paganos, además. Le fue inconcebible a la religión romana, amigable con los dioses extranjeros –el Mesías podía ser otro nombre de Júpiter– aceptar la exclusividad asumida por judíos y cristianos en su monoteísmo radical y, en esencia, totalitario. La figura de Montaigne expresa la doble naturaleza del genio francés como católico atrito cuya vida en riesgo, durante las Guerras de Religión en su calidad de autor de unos paganizantes Ensayos, le hacían temer el juicio y el castigo de Roma.

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Hija primogénita de la Iglesia”, Francia, pese a la matanza de San Bartolomé, a pesar del Edicto de Nantes y de sus revocaciones, supo conservarse en el filo de la navaja entre la catolicidad y el protestantismo. En eso, según Ernst Robert Curtius, radica el origen de la universalidad francesa. Pese a ser la patria de Voltaire, lo fue también de Pascal y de la gente de la abadía de Port-Royal; la profundidad intelectual de la fe católica en ese país sólo se parece al empeño, belicoso por fortuna, en la secularización del mundo emprendida tras la Revolución de 1789. El esplendor de las catedrales medievales y los derechos del hombre, incontrovertibles.

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Carrère, en El Reino, lo sabe y lo disfruta a plenitud. Contra el apocalipticismo de Bloy (y de Pablo) prefiere la paciencia de Péguy (y del evangelista Lucas, el más amado de sus hijos novelísticos). Mucho hay de piedad salesiana en su novela y poco, muy poco, de jansenismo. Agnóstico porque no sabe si creer o no en Jesucristo, Carrère se inscribe, con todas las de la ley, en la tradición moderna de los Bernanos, los Green y los Mauriac, católicos franceses visitados un día sí y otro también, por la crisis de conciencia, sin cuyas tentaciones no hay católico con rigor de novelista ni ansiedad de teólogo.

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El Reino, finalmente, de lectura imperiosa dada la combinación de crónica personal y fresco histórico, es una novela contemporánea. Hubo, dice Carrère, una Yihad paleocristiana que aterró a los romanos y fue desdeñada por los judíos ortodoxos. Muchas de las escenas de rebeldía y obstinación de los primeros cristianos narradas por Carrère, suceden en nuestro siglo XXI, con el islamismo radical, incomprensible para nuestras democracias laicas, tan parecidas, en su ventura tolerante y en sus vicios repugnantes a los ojos de los fundamentalistas, al Imperio romano. Con El Reino, Emmanuel Carrère, se hace escuchar como uno de los novelistas más pertinentes de nuestra época. Más pertinente que impertinente, quizá.

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FOTO:  El 4 de septiembre la Feria Internacional del Libro de Guadalajara anunció que el ganador del Premio FIL 2017 es el escritor francés, autor de Bravura, Una semana en la nieve y El adversario. /EFE

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