El CIDE, una segunda oportunidad y una segunda casa
El CIDE ha sido reconocido como una institución de gran nivel internacional que además abre sus puertas, con apoyos económicos, a alumnos de bajos recursos. Si las nuevas autoridades logran su cometido de censurar cátedras y limitar recursos, posteriores generaciones podrían no encontrar las mismas oportunidades que anteriores egresados
POR PATRICIA YUMBE
En agosto de 2015, crucé una reja blanca en el kilómetro 15 de la Carretera México-Toluca exactamente quince minutos antes de mi primera clase en el Centro de Investigación y Docencia Económicas. Sin tener mucho más qué hacer, tomé asiento en una de las jardineras que rodean la explanada principal de la institución. Desde ahí, observé cuidadosamente los edificios que me rodeaban. A mi izquierda, la biblioteca, donde pasé mis días leyendo, resolviendo problemas de matemáticas y tomando alguna que otra siesta. Delante de mí, la División de Economía, el centro de idiomas y el pasillo al comedor donde bebí café de olla en las mañanas y debatí con mis compañeros durante nuestras horas de comida. Después el edificio Cuajimalpa, donde escribí gran parte de mi tesina y asistí a la mayoría de mis clases. Finalmente, a mi derecha, el edificio que se convirtió en el centro de escritura, donde leí el trabajo de mis compañeros y discutí ideas en mis ratos libres. Aquel día de verano, antes de que mis memorias habitaran aquellos espacios, yo apenas podía creer que había llegado a una universidad.
Cuando cumplí 18 años, decidí interrumpir mis estudios de bachillerato para mejorar mi situación económica. Llevaba meses viviendo sola, trabajando medio tiempo en un cine y vendiendo dulces en mi escuela para pagar mi renta. Aun así, varias personas me advirtieron que, si dejaba la escuela en ese momento, probablemente nunca regresaría a estudiar. Y por un rato, creí que tenían razón.
Dos años más tarde, terminé la prepa con un examen y decidí iniciar el proceso de admisión al CIDE. Había escuchado que era buena escuela para estudiar ciencia política, rigurosa, exigente y, lo más importante para mí en ese momento, que otorgaba becas a estudiantes de bajos recursos. Aún recuerdo el día que recibí la carta de aceptación. Mis ojos se llenaron de lágrimas al pensar que, después de tanto tiempo, por fin podría dedicarme a estudiar. En efecto, una vez admitida, el CIDE me proporcionó los recursos que necesitaba para seguir adelante: una beca de colegiatura y manutención, acceso a un comedor a precio accesible, transporte gratuito y un crédito para obtener una computadora.
Además de otorgarme una oportunidad invaluable para continuar mis estudios, el CIDE facilitó un ambiente retador que me empujó más allá de mis límites intelectuales y me brindó el apoyo que necesité para triunfar en él. Ahí, encontré profesoras y profesores comprometidos de quienes aprendí tanto y que se han convertido en un modelo a seguir dentro de mi carrera profesional.
Estas personas son el corazón del modelo educativo de la institución. Ellas me enseñaron a pensar de forma crítica, a cuestionar las respuestas sencillas y evitar los sesgos ideológicos carentes de evidencia. Aprendí a distinguir posturas en ámbitos más amplios que el de “derecha” e “izquierda”, a reconocer las buenas prácticas de políticas con las que no estaba de acuerdo y a evaluar detenidamente las fallas en los argumentos de las políticas con las que sí coincidía.
Gracias a sus investigadoras e investigadores hoy los programas académicos del CIDE califican en los mejores lugares a nivel nacional por encima de instituciones privadas. La comunidad de exalumnos del CIDE se encuentra bien posicionada en el sector público, dentro de organizaciones internacionales y en organizaciones civiles sin fines de lucro. Esas personas han logrado que, a pesar de ser una institución con una población menor a 500 estudiantes, consistentemente el CIDE se encuentra sobrerrepresentado en las mejores universidades del mundo. Tan sólo el año pasado, siete egresados del CIDE ganaron una beca Fulbright para realizar estudios de posgrado. Yo soy una de aquellas egresadas.
En esa pequeña institución ubicada entre Cuajimalpa y Santa Fe, recibí una educación de primer nivel que hoy no sólo me permite ser competitiva, sino también sobresalir dentro de una de las mejores universidades del mundo. No sé cómo sería mi vida si no hubiera estudiado la licenciatura en Ciencia Política y Relaciones Internacionales en el CIDE, pero sé que no sería como es ahora. Que hoy no sería candidata a Maestra en Políticas Públicas en la Universidad de Chicago. Que no sería receptora de una beca Fulbright y otras becas de excelencia académica. Que no habría tenido la oportunidad de ser servidora pública realizando trabajo para poblaciones migrantes, ni tendría experiencia de investigación en ciencias sociales. Y que no pertenecería a la comunidad que me acogió y creyó en mí.
Hoy, las nuevas autoridades del CIDE desprecian el tesoro de capital humano que tienen. Dicen querer reformar la escuela otorgando becas a todos los estudiantes—incluso a aquellos que no las necesitan—, mientras que no les pagan las clases a sus profesores. Pretenden censurar, limitando recursos, a investigadores que critiquen la postura del gobierno actual. Si lo consiguen, el CIDE quedará como un lugar intelectualmente pobre, donde sus estudiantes no podrán ir a aprender, sino sólo a repetir. Me entristece inmensamente pensar que otras personas en circunstancias similares a las mías no tendrán acceso a las oportunidades que encontré gracias al CIDE.
Por eso, en diciembre del año pasado, decidí volver a México para apoyar la protesta de los actuales estudiantes del CIDE desde el campamento de egresados. Ahí estaba de nuevo, en el kilómetro 15 de la Carretera México-Toluca, pero esta vez del otro lado de aquella reja blanca. Tomé asiento, leí un libro, bebí café y discutí ideas, rodeada por compañeras y compañeros que también consideran al CIDE una segunda casa y que quieren que lo siga siendo para las futuras generaciones.
FOTO: Protesta por parte de la comunidad CIDE, en diciembre de 2021/Archivo EL UNIVERSAL
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