El delirio vampírico de Anne Rice
Anne Rice no fue sólo una pensadora del delirio de lo monstruoso a través de su creación del arquetipo de vampiro contemporáneo, sino también una de las voces más importantes de la literatura de terror de los últimos tiempos
POR SOFÍA MARAVILLA
El hombre siempre se ha sentido atraído por aquello que le excede, aquello que es monstruoso; más aún si se trata de una disposición contranatura que le ubica como triunfante en su carrera empedernida por doblegar los estragos del tiempo. Ya lo había expresado muy bien Edgar Allan Poe, santo patrono de la filosofía del monstruo, en un solo concepto: el sentido del hombre parece tejerse bajo la insondable música de las altas esferas, con el fin de autoproclamarse, al filo de la eternidad, un gusano vencedor. Pero… ¿a qué o a quién vence? Sin más y sólo en apariencia, a Dios y al más terrible de sus ángeles: la muerte.
Una de las figuras favoritas para delirar sobre esta fascinación frente a lo monstruoso aparece en el canon vampírico, tan explorado en los últimos siglos a través de la literatura por su hibridación exacerbada de lo erótico y lo mortuorio sobrenatural, en donde la recién fallecida escritora Anne Rice (Nueva Orleans, 1941-2021) supo encontrar una mina de oro, pues Rice fue una escritora prolífica y una de las voces más importantes de la literatura pop de terror. Multifacética, entre sus diversas sagas se encuentran Las brujas de Mayfair, Ramsés el maldito, la trilogía de El Mesías, las Crónicas angélicas y las Crónicas del hombre lobo, además de la saga erótica de la Bella durmiente firmadas bajo el seudónimo de A.N. Roquelaure. Pero lo que a mí me ha inspirado a dedicar unas líneas a la fallecida Rice son sus Crónicas vampíricas, y aunque dicho corpus escrito a lo largo de más de tres décadas despliega sus historias transmilenariamente (pues en las Crónicas encontramos lo mismo personajes salidos del Antiguo Egipto, que del Imperio Romano, que rondando la actualidad desde las sombras del barrio francés en Nueva Orleans), me atrevo a afirmar que es su obra inicial, Entrevista con el vampiro (1976), aquella que logre trascender a su época y la que merezca ser explorada a perpetuidad por aquellos dedicados al estudio de la literatura gótica y uno que otro filósofo proscrito de la Academia.
La historia comienza cuando el joven periodista Daniel Molloy es interceptado por el vampiro bicentenario Louis de Pointe du Lac, quien comienza a narrar su historia a merced del avance de la noche. Oriundo de las afueras de la Nueva Orleans del siglo XVIII, Louis es heredero de una plantación de añil y un atormentado hombre que se deja la vida en burdeles y adicciones después del suicidio de su hermano. Desahuciado anímico, Louis busca la muerte una madrugada, pero se encuentra con algo mucho más terrible: la presencia de Lestat, un vampiro vividor que se convertirá en su parásito y quien se aprovechará de Louis para satisfacer el vacío que lo gobierna y que solamente puede lograr calmar con la ingesta de sangre humana. Al pasar de los años en una suerte de velada relación emocional y económicamente abusiva, Louis intentará abandonar a Lestat, pero éste lo manipulará uniendo a sus vidas a Claudia, una niña moribunda de escasos cinco años con la que formarán una familia donde ellos serán sus padres, y a la que Lestat empleará como carnada para seguir cometiendo asesinatos cada vez más atroces, pues cuenta con la suerte de que Claudia sea una devoradora voraz, a diferencia del temeroso Louis, quien a perpetuidad padecerá conflictos éticos por la manera en que se ve obligado a mantener su no-vida.
Grosso modo, he allí el drama que se desenvuelve entre las calles sombrías de la nocturna Nueva Orleans y las exquisitas habitaciones donde la voluptuosidad encubre la mortandad de tres protagonistas que serán confesados por el atormentado Louis, absoluto contraste del cínico y en apariencia desalmado Lestat y de la sádica y frustrada Claudia. Las imágenes de Rice son deliciosas, evocan a momentos el llanto y a momentos una extraña lujuria que hace sentir culpable al lector, pues es una escritura aterciopelada la que graba sobre damasco el destino de sus desafortunadas criaturas. Sin embargo, más allá del esteticismo victoriano propio de la talentosa Anne, Entrevista con el vampiro es una inmersión a los senderos escarpados de lo monstruoso vampírico, y el ejercicio del cual nace dicha obra resultó en su tiempo una osadía ingeniosa: en esa eviterna búsqueda de lo eterno, en esa carrera perdida a contratiempo y la espera final del cadáver como recompensa última de la materia viva, ¿qué pasaría si por fin se lograra concretar el sueño poe-ético de ser un gusano vencedor?
La respuesta de Rice es mucho más escalofriante que consoladora: ahora el sueño sería el morir, pero al mismo tiempo, un resabio de lo humano obligaría a dicho vencedor de la muerte a mantenerse en ese exceso de vida, esa calidad monstruosa obligada a perpetuarse sólo a merced de consumir otras vidas y violentar en múltiples ocasiones preceptos morales que delimitan al mismo tiempo que confinan a quien osa nombrarse humano. Se está obligado a ser lo otro, a fungir como agente de mortandad, pero también las presas serán una suerte de infierno a cuentagotas porque no se logra nunca a llegar a esa inmanente violencia de la bestia carnívora.
Ya lo decía Schopenhauer: la maldición del hombre consiste en ser un animal con un conocimiento del cual no es capaz de responsabilizarse ni mucho menos de tolerar, y de allí los desgastes humanos por burlar la finitud, las múltiples fantasías que van del espectro al falso Prometeo, de lo deletéreo a lo cárnico abyecto. Pero el vampiro se sitúa en ese horizonte de lo monstruoso en esa evanescencia que, sin embargo, lo mantiene atado a la carne nada más que por un hilito de sangre. Aunado a la conciencia que se tiene sobre el crimen como única manera de mantenerse con vida, la conversión de Louis en vampiro resulta todo menos el ensueño de lo eterno. ¿La única solución? Consumir de manera patética la sangre de roedores, situación que desencadenará la perpetua burla de Lestat, y a futuro, una suerte de anemia vampírica que sólo logrará ser calmada cuando Louis, martirizado por el hambre y en medio de una peste, se alimente de la pequeña y huérfana Claudia. Entonces se obrará el milagro.
La aparición de esta criatura que irradia ternura pondrá de manifiesto una situación de la que no todos son tan conscientes: que la conversión vampírica no se extralimita a la famosa mordida, que ese sólo es el desgarramiento, la tensión transgredida de la piel del otro abierta para verter lo que de propio tiene cada existente, esa máximo hermetismo ontológico quebrantado para dar paso a un proceso más complejo que recuerda altamente a una conversión al cristianismo en plena encarnadura existencial y no sólo como simulación del devenir -cuerpo-divino: hay que comer y beber de la sangre del otro para ser, al mismo tiempo, lo que es el otro. La víctima y el verdugo pierden por un instante su diferenciación politizada de calidad de enemigos y se entra en una dimensión de amorosa comunión. Recordemos que en última instancia, la figura del vampiro es la figura de la donación desinteresada, de alimentar al hambriento, y dar de beber al sediento, aunque esto ponga en jaque incluso a la vida propia, que nada vale si no se comparte, y a cambio, con un poco de suerte, el vampiro otorgará la vida eterna haciéndose beber a sí mismo por la víctima. Fascinante imagen urobórica, pues se es unidad perdida en esa transfusión regeneradora que hace al devorador sólo en tanto que el devorado sacrifica su soledad existencial para perpetuarse en la carne del otro. Después de ello, se es en uno, lo mismo que en cuerpos diferentes.
Así, Claudia es convertida al vampirismo por la sangre de Lestat, y con ella se inaugura un nuevo ciclo cuanto más terrorífico como perturbador, pues al mismo tiempo que su cuerpo se conserva con la apariencia de una niña de cinco años, ella comienza a madurar a lo largo de las décadas transcurridas y aparecen los desgastes de un deseo sexual no posibilitado para ser saciado, pero que será el catalizador de una relación amorosa no sexual entre ella y Louis, misma que el cruento Lestat empleará como daga envenenada en contra de aquella mujer sumergida en el eterno cuerpo de una niña. Pensemos entonces, ¿qué pasaría si la infancia dejara de ser esa edad dorada e idealizada de la inocencia y se convirtiera en el perpetuo martirio de quien no puede devenir, jamás, en el sujeto de deseo del ser amado?
Con Claudia dominante de la situación y aferrada a la idea de que existen más seres como ellos, Louis y ella lograrán asesinar a su padre Lestat y escapar a Europa, donde comenzarán una peregrinación buscando a aquellos que sean sus iguales (pues Lestat los tiene convencidos de que son los tres únicos existentes, a manera de deidad trifaz), pero se verán frustrados al no encontrar, más que en la Europa Central, una suerte de criatura sedienta de sangre y sin conciencia, quizás un vampiro demasiado fermentado en su soledad hasta verse sumergido en la inmanente animalidad, y que puede ser una evocación tanto a los tradicionales mitos vampíricos que quedan lentamente en el desuso dentro de un mundo aceleradamente desacralizado, como la evocación a esa leyenda urbana que aseguraba que el legendario Conde Orlock era un vampiro auténtico…
Será en París donde la singular pareja incestuosa (pues Louis y Claudia son hijos de la sangre de Lestat, al mismo tiempo que Claudia es hija del matrimonio tácito Louis-Lestat) encontrará al Théâtre des Vampires (una de las imágenes más majestuosas que nos ha legado Rice), cofradía de no muertos encubierta de compañía escénica liderada por el enigmático Armand, un vampiro renacentista que los convidará a unirse a esa colectividad indiferenciada de pieles pálidas y cabellos negros, cuyo modo de habitar el mundo funciona bajo estrictísimas leyes que contrastan con la manera en que Claudia y Louis sobrevivían desde su condición metahumana, y es así como se enterarán de que hay códigos de vestimenta que los obliga a permanecer en las sombras, homogeneizados (mientras que con Lestat llevaban una vida social voluptuosa para calmar la ansiedad de la no-muerte), códigos de cacería que les obliga a someter a los humanos (lo cual cuestiona la ética de Louis, quien jamás logrará asimilar a aquellos iguales de su anterior condición como objetos de consumo), de tal manera que serán los integrantes de Théâtre des Vampires cínicos al simularse humanos simulando a su vez ser hematófagos mientras asesinan frente a sus espectadores gracias a las peculiares temáticas de sus puestas en escena; por otro lado, y más importante, esta cofradía custodia dogmas incuestionables respecto al “misterio” de la conversión vampírica, que ha sido completamente transgredida en la conversión de Claudia, puesto que Théâtre des Vampirese sostiene que bajo ninguna circunstancia debería convertirse en un ser eterno a alguien que no ha logrado el desarrollo humano en plenitud, teniendo como consecuencia, a sus ojos, que Claudia sea, por su corta edad humana, una aberración respecto a la sociedad fasciovampírica liderada por Armand.
Théâtre des Vampires es una colectividad que ha asfixiado por completo lo que de propio tiene cada uno de sus integrantes, tan remarcada en la pequeña comunidad de Louis-Lestat-Clauida, y se rigen bajo los imperativos de Armand, pero al mismo tiempo mantienen una dinámica social de puerco espín: lo suficientemente alejados para mantenerse protegidos entre sí, pero lo suficientemente cercanos para no olvidar que son enemigos entre todos, y de ello se mantiene la evidencia cuando convidan a Claudia y a Louis a unirse a su cofradía sólo para intentar asesinarlos después, pues son forasteros que ponen en peligro el submundo al haber sido asesinos del repugnante Lestat.
Claudia es incinerada bajo los rayos del sol como una evocación de infortunado adefesio arrojado al despeñadero, mientras que Louis es enterrado vivo, pero finalmente es salvado por intervención del enamorado Armand, aunque ello no evitará que Louis cobre venganza incendiando el glorioso Théâtre des Vampires y acabando con ello con la utópica comunidad que ni siquiera en la no-muerte puede ser realidad inalterable. Pasado casi un siglo de amor con Armand, finalmente Louis decide abandonarlo y retornar a Nueva Orleans, cada vez más industrializada y desprovista del encanto con que amorosamente recuerda Louis sus días vivo, y donde conocerá al joven periodista que le ayudará a escuchar la voz de su propia conciencia, a la par que eviternamente se regodeará en los remordimientos que le provoca su condición y condena, pero incapaz de negarse a ella (en entregas posteriores, sabremos que Louis termina volviendo a otra suerte de cofradías vampíricas, incapaz de llevar una vida soberana pero tampoco en plena toma de conciencia como para entregarse a la muerte, lo cual lo revela como el más humano de la saga, a diferencia de todos los otros vampiros milenarios que suelen inmolarse como monjes en protesta).
Queda un último cabo suelto: Lestat. Es curioso que lo conozcamos por vez primera a través de las memorias de su examante Louis, quien indica una última referencia del cruento vampiro al joven periodista: a su regreso a Nueva Orleans, se encuentra con un destrozado amigo, quien no parece adaptarse al mundo que le rodea, e incluso en un auge de patetismo, Louis lo describe como atemorizado por el ruido de una ambulancia. Lestat le implora que se quede (ni siquiera su condición tan sobrenatural libera a los vampiros de padecer encuentros con exes tóxicos), pero Louis puede al fin verlo absolutamente derrocado y no como el omnipontente que en algún momento lo hizo depender de él a pesar de las múltiples amenazas y tratos violentos.
Hasta aquí todo parece finiquitado. El periodista le implora a Louis que lo convierta al vampirismo, se ofrece como víctima, harto del sinsentido en que se encuentra con su sola humanidad. ¿Pero qué acaso no aprendió nada? Equivocarse es de humanos, y al parecer es una pésima costumbre que ni siquiera con la no-muerte se puede erradicar. Y aunque Louis no accede a tal petición porque no podría con la conciencia de haber compartido su maldición hacia otro, la fortuna sonríe al joven Daniel Molloy, y le concede un encuentro alucinante con un renacido Lestat, quien a partir de entonces y hasta el final de cuatro décadas de escritura, será el eje gravitacional de las Crónicas vampíricas y quien paulatinamente nos será develado en su camino hacia el canon del vampiro de finales de milenio, libre de todo nihilismo, y profundamente asediado por una abyecta espiritualidad.
Creo fielmente en que Entrevista con el vampiro tuvo que haber permanecido en esa densa nebulosa de unidad primigenia nunca desgarrada; sin embargo, Anne Rice creó todo un corpus complejo y y un tanto forzado que pone en jaque al dios del cristianismo y que entrará en contacto con sociedades de diversas épocas, además de que conoceremos a un Lestat rockstar altamente filosófico que incluso llegará a trances místicos que lo orillarán a erigir una vampirocracia que mantenga la paz entre los no muertos para evitar nuevas conspiraciones que adoren al diablo (y aquí se ve duramente la conversión al cristianismo de Anne Rice).
No creo que sea un craso error, al final se trata de literatura pop y los millones de lectores en el mundo de Rice confirman su acertada elección de insuflar vida a Lestat a través de tantas voces vampíricas que se cruzaron en su largo camino; no obstante, Entrevista con el vampiro merece por sí misma un lugar especial en el canon de la literatura de terror, pues más allá de ser una obra inmersa en el pensamiento que delira lo monstruoso y sus fatídicas consecuencias (nunca se deja de ser demasiado humano, incluso en el supuesto de superar dicha condición, aunque siempre en apariencia, porque el plan divino incluso en la obra de Rice no es tan fallido como para permitir un panteón hematófago en la tierra), con su dupla primigenia Louis-Lestat, Anne Rice cometió parricidio, dejando muy en claro que de ahora en adelante el canon vampírico lo dictaba su voz, y que muy lejos quedaban el tardorromántico Dracula de Bram Stoker perpetuado por el expresionista Murnau de estos grandes condenados capaces de encarnar las incertidumbres y sórdidos vacíos que caracterizan nuestra contemporaneidad y que irradian desde las páginas de Rice.
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