El día que mataron a Colosio no pasó nada

Mar 22 • destacamos, principales, Reflexiones • 6660 Views • No hay comentarios en El día que mataron a Colosio no pasó nada

GENEY BELTRÁN FÉLIX

 

“¿Por qué ningún escritor mexicano ha publicado la gran novela sobre la muerte de Colosio?”, me preguntó hace poco un historiador, por lo demás, un muy buen lector de literatura. “De ese asunto, de lo que ocurrió antes y después en la política mexicana, podría escribirse una Guerra y paz”, añadió. Para responder a esta inquietud he escrito lo siguiente.

 

Ciertamente, hay un prejuicio en el medio literario de México ante la idea de redactar libros con asuntos de coyuntura, como si así se apostara por la fugacidad, una vez que el interés por esos tópicos se desvanezca. No he de negar que, de más joven, y a pesar de la cantidad de grandes libros de la literatura universal que han nacido de cuestiones muy inmediatas al contexto del escritor, yo mismo defendía ese prejuicio; al insistir en la libertad creativa, se me pasaba entender que esa libertad ampararía también la decisión de preparar textos sobre un asunto en que coincida el interés del autor con el de una apreciable masa de lectores.

 

Superando ese prejuicio, la cuestión sería: ¿qué habría de tener la novela sobre el asesinato del candidato del PRI a la presidencia en 1994? ¿Cuáles serían los temas nucleares a los que daría pie la exploración del magnicidio? Desentrañar el enigma del autor intelectual —para el cual acaso cada mexicano, sin dudarlo, tiene ya una respuesta— sería resolver un acertijo, no examinar un conflicto. Aquí, en este ámbito, estaría el conflicto humano del poder: su ejercicio, su ambición, sacrificios, límites y traiciones. Además, no sería cosa menor consignar dramáticamente la transformación de la identidad y las secuelas en las relaciones familiares o amorosas que tendría la cercanía del poder, así como el enfrentamiento de la verdad legal y la verdad histórica sobre el caso, la imposibilidad de conocer hasta el fondo la verdad de los hechos.

 

Pero no vayamos tan rápido. Como en el caso de Tolstoi, lo que hace falta es quizá distancia histórica: la invasión napoleónica ocurrió más de 60 años antes de la aparición de Guerra y paz, así como, con distancia, Fernando del Paso y Enrique Serna han dado novelas sobre personajes poderosos del XIX mexicano: Noticias del imperio y El seductor de la patria. Sin embargo, también pesa el hecho de que ningún narrador de valía en México tiene hoy una interlocución doméstica con los círculos de poder —como la tuvo Martín Luis Guzmán, el autor de La sombra del caudillo, con los prohombres de la Revolución—, para así alimentar su creación con un conocimiento directo de las intrigas y rencillas de las elites.

 

Hay algo más: la falta de carisma del propio affaire Colosio. Quien escribe ficción elige ciertas historias sobre otras, y esto no es gratuito: se requiere vislumbrar en la materia narrativa una afinidad con los temas que recorren la propia escritura, cuéntense los hechos que se cuenten. A diferencia de lo que para la generación de jóvenes estadounidenses de los sesenta habría significado —y esto con sus asegunes— el asesinato de John F. Kennedy, acá la muerte de Colosio no se convirtió en un trauma histórico para los habitantes del país, aunque alguna sección de la elite política, delincuencial y empresarial sí se habrá visto complicada en sus enjuagues y acomodos. Trauma real para buena parte de la población fue el fraude en la elección presidencial de 1988, o el sismo de la ciudad de México en 1985. Motivo de esperanza para muchos, de miedo para otros, fue el alzamiento del Ejército Zapatista el primero de enero de 1994. Pero a Colosio, ¿quién lo veía como un Gandhi, un Zapata o un Martin Luther King? La imagen del idealista que habría pretendido reformar el sistema desde adentro fue una construcción posterior (apoyada en un único discurso del candidato), y ni de lejos es creíble: el político fue uno de los pilares ejecutivos del autoritario gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Su asesinato habría sido visto como un ajuste de cuentas entre los de arriba.

 

Señala Barrington Moore, en La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, que el papel del relato es fundamental en la creación de una conciencia sobre los problemas sociales. No es suficiente con que haya pobreza (o violencia, o corrupción) para que se presente una reacción por el agravio que esto significa; se requiere un relato que ofrezca una visión del agravio, que le otorgue un sentido crítico, incitador de acción perentoria. Ante este razonamiento, no queda sino concluir: el magnicidio no fue un agravio social. O no uno mayor, de la dimensión de otros más lacerantes y urgentes. Por eso, el asesinato no propicia a priori un involucramiento emocional que tenga eco en las motivaciones creativas de quien escribe ficción.

 

En términos de producción cultural, así, el caso Colosio no tiene peso. Ha habido, sí, novelas que han pasado cerca del hecho, películas, documentales y libros de periodistas o politólogos; pero me temo que ninguno ha instaurado con los lectores ese compromiso casi vivencial que, de entrada, el tópico no tiene.

 

En el fondo, la realidad es esta: el día que mataron a Colosio no pasó nada. Quiero decir: nada que no viniera pasando desde años atrás en la existencia del 95 por ciento de los mexicanos: la devaluación y la disminución en la calidad de vida, la falta de oportunidades de educación, el desempleo y la explotación laboral, la violencia contra las mujeres, los abusos de los cuerpos policiacos, la impunidad y la corrupción, en suma, las manifestaciones diarias de la injusticia y la desigualdad siguieron agravándose. Y son estos los problemas que sí han afectado de manera medular, como no hizo la muerte de Colosio, la vida de la gente. Estos asuntos sí se advierten en, por dar ejemplos, los cuentos de Eduardo Antonio Parra, Nadia Villafuerte e Iris García Cuevas, o en novelas de César López Cuadras, David Toscana, Yuri Herrera, Julián Herbert o Antonio Ortuño. A la franja realista de la ficción más actual le ha interesado muy poco el asunto del ejercicio del poder en el México contemporáneo, y más el de las consecuencias de ese ejercicio del poder en el individuo común y corriente. No significa esto que la ficción haya carecido de una preocupación política, sino que esta se ha enfocado en las “historias mínimas” del tejido de la sociedad, a menudo las vinculadas a la experiencia autobiográfica o familiar de los autores, no pocos procedentes de las clases depauperizadas del país. No el presidente de la república o sus ministros, no los empresarios o sus privilegiados parientes, sino los humillados y ofendidos, la víctimas, los marginados, como ha sido la lección de El Llano en llamas, figuran en muchos renglones de la nómina más última de personajes del realismo literario.

 

Y, con todo, estos relatos que consignan los agravios contemporáneos, ¿acaso tienen repercusiones? Lo más lamentable: la literatura mexicana circula poco y mal y tiene un escaso diálogo hacia afuera del ámbito intelectual. Recapitulemos: así como no hay la gran novela sobre Colosio, tampoco la hay sobre la elección de 1988 o el sismo de 1985 o el neozapatismo; ¿qué hay detrás de esa desatención? Quizá la respuesta final a mi amigo historiador se encuentra en esto: el desánimo. La certeza de que el relato del poder que encarnaría la historia de Colosio —o la de cualquier otro tópico supuestamente “mayor” del México reciente— tendría una pobre trascendencia en el ánimo y visión de los lectores, de modo tal que ni así se lograría despertar una actitud crítica, exenta de amarillismos o victimismos, ante la dialéctica corrupta del poder político. Debido a la invisibilidad de lo literario, no es de extrañarse que el autor de ficciones se concentre, mejor que en un asesinato político más, en los agravios más inmediatos a su gente, su familia, su propia vida —y que coinciden con los de la gran mayoría de mexicanos que, apenas sobreviviendo a las calamidades de la economía y la violencia, ante el predominio de los productos chatarras de la televisión y el fracaso del sistema educativo en el fomento de la lectura humanística, de todas formas acaso nunca los leerán.

 

*Fotografía: Luis Donaldo Colosio en Lomas Taurinas, Tijuana, el 23 de marzo de 1994, día que fue asesinado/Especial.

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