El elefante meridional: fragmento de la novela de Archil Kikodze

Abr 23 • Ficciones, Sin categoría • 729 Views • No hay comentarios en El elefante meridional: fragmento de la novela de Archil Kikodze

 

Traducción de Luis Albores.  Revisión de M. S. Publicado con permiso del autor

 

POR ARCHIL KIKODZE
Armados con pértigas muy largas, los policías trabajan arduamente en la Estación Hidroeléctrica de Ortachala1. Parecen ser los únicos que tienen algo que hacer esta soleada mañana de invierno. Empujan tanto como pueden pero apenas logran mover el cadáver. No tratan de sacar el cuerpo del agua. Solo quieren empujarlo lo suficiente para que se libere. Miramos la escena boquiabiertos. No entendemos qué pasa. Fue hasta más tarde que Tazo, fiel a su espíritu, se enteraría de la historia detrás de la escena que vimos. Pero esa mañana, cuando volvíamos de visitar a unas prostitutas, nos encontrábamos mirando como idiotas los inútiles esfuerzos de los policías. Habíamos pasado la noche en una casa perdida en el barrio antiguo de Kharpukhi y ahora, al mirar las estancadas aguas de la estación hidroeléctrica, habríamos dado lo que fuera para borrar nuestras memorias, para olvidar todo lo que vimos… Luego de averiguar por las serpenteantes y estrechas calles de Kharpukhi, finalmente encontramos el burdel en la casa más impresentable que uno pueda imaginar y tocamos a la puerta de vidrio, mencionamos que nos recomendaba un conocido de un conocido de Tazo. En cuanto nos permitieron entrar y dejamos atrás la calle oscura, nos congelamos momentáneamente en el recibidor, lo suficiente para que nuestros ojos se acostumbraran a la luz. Lo que vemos nos impresiona… Impactos de bala de diferentes calibres en el techo y las paredes, hoscas miradas que salen de los rincones, lanzadas por ojos huraños que no quieren ver a nadie… Como si fuéramos personajes de un western que estúpidamente acaban de llegar al peor pueblo del mundo. “No les agradan los extraños, ¿verdad?”. Dios bendiga a los guionistas que escribieron los diálogos de viejas películas. “No les agrada nadie”. Es obvio que aquí no encontraremos el amor. En el balcón, un generador ruge arrítmicamente… No buscamos problemas, estamos desarmados… Tazo juguetea con su sombrero, el que siempre lleva con él. Bajo su cálido abrigo viste el único suéter que ha usado durante los últimos diez años. Uno azul, amorfo, tejido de lana gruesa, con una diagonal roja al frente… Entrecierra los ojos mientras estudia el foco, luego sonríe a su alrededor sin razón aparente. Simplemente no puede evitarlo, su sonrisa siempre aparece en momentos inapropiados. Ahora ya les queda claro a todos que no vamos a dispararle ni a amenazar a nadie con un arma, y de pronto la cosa se pone interesante. ¿Son hermanos? Una chispa de interés aparece en sus ojos cansados… No, no lo somos… Tampoco les vamos a pegar durante el sexo ni después, cuando se nos pase la borrachera y querramos vomitar, no por ellas, sino por nosotros. Es más: Tazo quizá tenga la fuerza suficiente para sonreírles por la mañana… Luego nos iremos… Descenderemos por la ladera adoquinada sin hablarnos, en silencio, atravesaremos la plaza desierta sin un solo auto, ni siquiera repararemos en el valiente Petre Bagrationi que blande su espada, de la misma manera en que jamás ponemos atención a los otros héroes históricos que fueron inmortalizados a caballo por la ciudad. Subiremos a la acequia y compartiremos el único cigarro. No tenemos dinero suficiente para comprar tabaco con filtro, pero compraremos sin filtro más tarde, tan pronto abran los quioscos en nuestras respectivas cuadras. Pero es larga la caminata de vuelta a terreno conocido… Mientras tanto, queremos echar la primera y última mirada a la ciudad desde este sitio privilegiado… ¿Pero, por qué última? Es la última para mí, pero seguramente Tazo regresó. De lo contrario no se habría enterado de la historia del cuerpo…

 

El lento río Kurá con sus orillas cubiertas de hierba y gaviotas… Los policías de Isani, siempre ávidos de sobornos miserables, tratan de empujar el cadáver. Lo empujan hacia la derecha con las pértigas, maldiciendo y estorbándose entre sí. El hombre muerto flota sobre su espalda. Viste una chaqueta sosa, del color del río, y un pantalón de mezclilla, igual que nosotros. Es difícil saber si fue asesinado o se suicidó, pero a los policías tampoco les importa. Pronto Tazo descubrirá que es algo común, que la estación hidroeléctrica de Ortachala es un remanso para los cadáveres de Tiflis: aquellos que se lanzan por voluntad propia o son arrojados al río, tarde o temprano llegan a la acequia. Río abajo por el Kurá, en Samgori, la policía cuenta con largas varas y pértigas listas para el mismo propósito. “Debes actuar con rapidez en esta ciudad”, ademostrar quién es más astuto y hábil para empujar los cuerpos al otro lado del río. En Samgori y en Isani las policías se afanan por demostrar cuál es más inteligente. Pero aquella mañana de invierno la policía de Isani fue definitivamente más rápida, lo que significa que sus colegas en Samgori recibieron un nuevo caso de homicidio o posiblemente un suicidio…

 

Junto a mí, Tazo tirita. Quizás esté pensando lo mismo. El agua es demasiado fría…

 

De golpe, me cuenta su su sueño. “No me digas que pudiste dormir anoche”. Él sí lo consiguió y soñó que nadaba en un vasto trecho de agua. En el sueño se ve nadando con brazadas largas y bien calculadas, rumbo al horizonte. Le queda una distancia considerable por recorrer, por lo cual debe ahorrar energía. El horizonte parece muy alejado, prácticamente inalcanzable, incluso para un nadador experto como Tazo, pero él persiste, con gran obstinación. No sabe en realidad por qué nada o hacia dónde, pero siente que hay algo de extrema importancia esperándolo al final, o que algo vital ocurrirá allá. En efecto, algo aparece en el sombrío horizonte que empuja a Tazo a continuar. Está exhausto, pero ni por un segundo pierde la fe en su propia fuerza. Está seguro de que llegará al final. Su objetivo se acerca, y en consecuencia se vuelve más grande. Es una inscripción. No logra leerla todavía pero aprecia claramente que está montada sobre una enorme construcción metálica, algo similar a las antiguas estructuras soviéticas erigidas en los sitios más insospechados, aquellas que decían “¡Adelante hacia un futuro brillante!”. O como el enorme letrero de Hollywood en el Monte Lee. Tazo mueve las manos en un gesto impreciso para describir la inscripción a la que se acerca después de nadar incansablemente por el vasto mar y que ahora puede discernir. Aparentemente, ese era su objetivo… La palabra “coño” cubre el horizonte entero como si se tratara de un veredicto y Tazo la escribe en el aire con sus manos, de modo que las letras son fácilmente discernibles. No hay un mar a nuestro alrededor pero de inmediato reconozco la palabra que Tazo escribió con sus manos sobre nuestra ciudad, en algún punto sobre el río estancado y los barrios antiguos. “¿Qué locura, no crees?” Nos miramos fijamente. Tazo fuma lo último que queda de mi cigarro, se encoge de hombros para dar a entender que no es su culpa tener sueños tan raros. Contiene la risa. Avienta la colilla al río e incluso oímos un ligero chasquido cuando toca el agua y es entonces que soltamos la carcajada. Simplemente no podemos parar. Los policías de Isani, que casi logran empujar el cuerpo a la jurisdicción de Samgori, se detienen y nos miran, tratando de entender si hemos encontrado graciosos sus esfuerzos. “¡En absoluto! Lo que sea que ustedes estén haciendo esta mañana sin duda es por el bien de nuestra ciudad y de todo el país”. Nos morimos de risa. Y nos dejan en paz porque tienen sus propios problemas que atender. Entre risas, nos alejamos de la acequia. Tenemos que caminar hasta nuestras casas y los quioscos donde podemos comprar cigarros sin filtro y a crédito…

 

Abro los ojos. El hielo en el vidrio no se ha derretido. Seguramente me quedé dormido. La pantalla de la computadora muestra la misma imagen: en algún lugar del Cercano Oriente, Nelly acaricia un gato. Miro el reloj. Casi las nueve. Mi visita llegará en cualquier momento. Él no ha estado aquí en muchos años. El funeral de Mamá no cuenta. Fue más por deber, personal y social. Pero llamó ayer y de alguna forma, torpemente, con muchas pausas, finalmente dijo lo que quería decir. Incluso a través de la distancia sentí que temía que me burlaría de él. Algo que jamás se me ocurrió. Lo escuché y estuve de acuerdo, como si fuera un honor.

 

Pero las nueve de la mañana es muy temprano. ¿Es una cita o un desayuno para crudos?

 

Suena el timbre. No pudo esperar hasta las nueve. Voy a abrir pero a mitad del pasillo de pronto pienso que mi visitante no debería ver a Nelly. Regreso a la computadora y cierro la foto, luego todo el álbum. El timbre suena de nuevo, esta vez con mayor insistencia y un poco de impaciencia. Mi hija no ha aparecido en el chat en un rato. Debe ser tarde allá y lo más probable es que esté dormida. Salgo del chat, pongo la computadora a dormir y me dirijo a la puerta.

 

Por poco no logro verlo. Tazo no cruza la puerta: brinca al interior como si buscara resguardarse de la lluvia. Se adentra en las profundidades del departamento como si se tratara de un santuario. Su clamoroso sonar del timbre no ha sido en absoluto insolente, buscaba refugio. Se deja caer con todo su peso sobre un sillón junto al sofá y escudriña el librero como si fuera su primera vez en mi casa.

 

“¿Estabas dormido?”

 

“Cabeceé un poco. Miraba la computadora y me dormí. De hecho, me desperté bastante temprano…”.

 

Toma una cajetilla de cigarros de su bolsillo y enciende uno. Sus modos no han cambiado: fuma con la avidez de un adolescente, de un novato, con caladas largas: una, dos, tres y el cigarro se consume hasta la colilla.

 

Yo también tomo mi cigarro de la mesa y lo enciendo. Me mira con tanta impaciencia que no puedo disfrutar el mío, así que lo extingo y me levanto.

 

“Tazo, ven conmigo, ¿quieres?”.

 

Entramos en la habitación. Zoia, la mujer que hace la limpieza, no ha venido. Normalmente, Zoia es quien cambia las sábanas. “Ven, ayúdame”.

 

Había quitado yo mismo las sábanas más temprano, antes de quedarme dormido frente a la computadora. Es chistoso vernos. No debería pensarlo, pero lo que hacemos es una película… Dos hombres torpes de más de cuarenta están cambiando las sábanas con rostros extremadamente serios, al tiempo que meten las almohadas en las fundas. “¿Quieres una cobija más delgada? No creo que nos dé frío, ya hace un poco de calor…” No creo ni por un segundo que Tazo sea indiferente al valor cinematográfico de nuestra escena absurda. No puedo dejar de pensar que ahora, como en los viejos tiempos, nos vamos a mirar y a adivinar que estamos pensando lo mismo. Luego nos reiremos… Pero no, Tazo no me ha mirado ni una sola vez. Hemos trabajado en silencio. Estamos cansados, pero por fin, la cama está lista…

 

Recuerdo algo. Me dirijo a la sala, abro el aparador, tomo una botella de brandy a medias y dos vasos.

 

“Un vaso o dos tiene un gran efecto en mí… En este caso… Sabes lo que quiero decir, ¿no?”. Me enojo conmigo porque me doy cuenta de que estoy escogiendo las palabras con cuidado cuando hablo con Tazo.

 

Él mira la botella como si viera a través de ella, como si no entendiera lo que digo. “¿Vas a salir en esos pants?”.

 

Tazo no es grosero ni imprudente y nunca podría serlo. Solo está desesperado por que me vaya. Está nervioso y, siento, que encuentra la situación muy embarazosa. Sonrío.

 

“Me cambio en un segundo y me voy”.

 

Me cambio en la habitación, a velocidad de soldado. Por lo general no me toma mucho tiempo. Guardo los pants en el armario. Tomo los tenis para ponérmelos en el recibidor. Quizás tenga que caminar bastante. Cigarros, llaves, teléfono en el bolsillo. ¿Qué más?

 

En la sala, Tazo está viendo una foto detrás del vidrio de un estante en el librero. Agachado, parece tratar de recordar algo.

 

La foto es en blanco y negro, creo que la tomó su papá y la reveló en el baño bajo la mágica luz roja. Ha estado detrás de ese vidrio desde que no teníamos que agacharnos para verla. El patio del Museo Nacional, nosotros de pie frente al esqueleto de un elefante prehistórico. Yo porto un suéter que tejió Mamá. Ambos vestimos nuestras mejores ropas domingueras. Probablemente teníamos diez años de edad. Atrás, el elefante dentro de una gran caja de vidrio apenas entra en el cuadro. Pero sus patas delanteras, colmillos y parte de la frente se ven con claridad. Incluso recuerdo lo que decía la descripción. Aquí la pongo por si no me crees:

 

Archidoskodon meridionalis: el elefante meridional, encontrado en el Valle de Taribana.

 

Tazo desliza la mano detrás del vidrio para tomar la foto, la acerca a sus ojos. Entrecierra los ojos y pienso que su vista está un poco deteriorada. Quizás ya necesite lentes.
“Siempre me imaginé el Valle de Taribana como un lugar misterioso, con elefantes deambulando libremente. Pero el otro día fui a una exposición y había una foto, un campo llano con un solo árbol. Era un lugar eextraño pero hermoso. Decía que era el Valle de Taribana. Quise comprar la foto pero ya se había vendido”.

 

“He ido al valle”, Tazo vuelve a colocar la foto en su lugar. “Mi oficina me envió para asegurar la cosecha. El trigo de alguien. El lugar no tiene nada de especial…”.

 

Tazo ha estado en el Valle de Taribana. Aseguró la cosecha de trigo de alguien. Hora de que me vaya. “Mira, toma las llaves. Por si acaso… Cuando estés listo, me llamas para regresar. Si no me esperas, deja las llaves en el aparador del recibidor y cierra la puerta…”

 

Asiente y me acompaña a la puerta. Me pongo los tenis. Al bajar por las escaleras hago el ruido de un hombre que no tiene nada que esconder. ¡Que los adúlteros sean los furtivos! Volteo para despedirme pero ya ha cerrado la puerta. Sin problemas…

 

Antes de salir a la calle, me miro en el espejo de Mediko. No me afeité pero está bien. Dinero, teléfono, llaves… No olvido nada, no tengo que regresar. El espejo de Mediko me dice que además de una afeitada, necesito cortarme el pelo. Quizá lo haga si planeo mi día con eficacia. Sonrío, ¿de qué planes hablo si no tengo nada qué hacer? Y aunque lo tuviera, sé muy bien que no lo haría. Ni siquiera recuerdo cuándo me levanté o salí de casa tan temprano. Salir por cigarros y agua mineral no cuenta. Me refiero a salir propiamente de casa, con un propósito. Me miro en el espejo de Mediko una vez más, luego otra, dos… dos y media, tres y estoy en la calle.

 

La entrada está cubierta de colillas tiradas en el piso.

 

Durante la noche nuestra entrada se convierte en un refugio para parejas jóvenes. La puerta no cierra. Conozco otras entradas en la misma calle con puertas que tampoco cierran, pero la nuestra es sumamente popular. Creo que el espejo es el principal responsable… Se pueden sentar en los escalones y ver su reflejo al mismo tiempo. El espejo es testigo de sus caricias y prueba de que se tienen uno al otro. También les permite vigilarse con precisión. ce El espejo de Mediko tiene la forma de un enorme ojo vertical. El ojo humano no es un instrumento perfecto. Cuando miras algo de cerca, fácilmente puedes perder el enfoque y ver sólo fragmentos del ojo del ser amado, o percibir como algo muy borroso el collar que usa alrededor del cuello. En ese momento puedes echar una mirada furtiva al espejo para tener un ángulo diferente y, quién sabe, el espejo puede mostrarte algo que te hará sonreír…

 

El problema es que tiran sus colillas en la entrada.

 

Salgo a la luz del sol. Atravieso la calle y miro mi casa desde la acera de enfrente. Nadie me mira por las ventanas. Las cortinas no se mueven. Pero, ¿es mi departamento adecuado para una primera cita? Tazo estaba tan nervioso que estoy absolutamente seguro de que era su primera vez. Tiene empleo y un salario, asegura la cosecha de alguien en el Valle de Taribana. Fácilmente podría pagar un cuarto de hotel pero a pesar de ello optó por mi departamento. Prefirió mis humildes aposentos antes que una impersonal y fría cama king-size de un hotel, antes que relajarse en ella viendo una película francesa. Después de tantos años ha preferido una atmósfera hogareña… Además de la foto detrás del vidrio, ¿qué más encontrará que le parezca familiar? ¿Libros? Tengo muchos libros en el piso junto a la cama. Me pregunto si les echará un vistazo. ¿Le interesará lo que estoy leyendo? ¿Qué más…? Un par de pinturas de Tengiz Mirzashvili en los muros, colgadas ahí como muestra de que la mía, al igual que la casa de Tazo, es parte de una ciudad dentro de otra ciudad que el artista ha dejado en abundancia como obsequios generosos… Quizás la mujer que Tazo espera es de la misma ciudad que el artista. La soledad es insoportable en ambas ciudades, ¿no es así? Pronto ella va a entrar a mi departamento y mirará alrededor con timidez… ¿Qué otras cosas encontrarán sus ojos? Otra enorme foto de una ciudad, o más bien de un asentamiento… Es Mamá, recargada en un bastón junto a la zanja que llevó años excavar en aquel sitio arqueológico. Está mirando a la cámara con determinación, negándose a aceptar que ha pasado décadas excavando un monumento que no arrojó nada valioso… También, un póster de mi película, que no tuve el valor para pedirle a Tazo que la viera, ni tampoco le he preguntado si la vio. ¿Qué más? Incontables retratos de mi hija pegados al refrigerador con imanes. Olvidé decirle a Tazo que se asomara al interior, pero si lo hace, encontrará muchas cosas para picar, adecuadas para un hombre soltero… Por otro lado, él traía una bolsa de plástico, que metió entre el sillón y el sofá. Aparentemente, ha traído algo especial…

 

Mediko sale por la puerta y me saluda con la mano. Yo la saludo desde el otro lado de la calle. Un encuentro casual entre vecinos por la mañana. Pero ella va a trabajar mientras que yo no tengo idea de adónde voy.

 

“¿Todo bien?”.

 

“Sí. Salí a caminar”.

 

“Tu cara dice que algo ocurre”.

 

“No. Simplemente desperté temprano y pensé en salir a caminar”.

 

“¿Se te antoja caminar por acá?”. Señala hacia la Plaza de la República.

 

Niego con la cabeza y de pronto siento la necesidad de gritar que Tazo está en mi departamento.

 

“¿Podemos instalar una cerradura en la puerta? Mira el cochinero”.

 

Con una sonrisa, Mediko se voltea.

 

“Quieres decir que lo haga yo, ¿cierto?”.

 

Me rio y levanto la mano para despedirme. Camino en la dirección opuesta, hacia el Monasterio Azul. De ahí puedo entrar al Parque Vere y fumar un cigarrillo en paz y tranquilidad.
La invitada de Tazo no tendrá ningún problema para encontrar el número 11 de la calle Kiacheli. Una casa de dos plantas, la entrada. Sin duda le dio una pista adicional. Tuvo que haberle mencionado el espejo. La mujer con seguridad se mirará en él y espero que su apariencia le parezca satisfactoria. Después, subirá las escaleras. Tazo oirá sus pasos. Es imposible subir en tacones altos sin hacer mucho ruido. Reclinado en el sofá, con tu cabeza posada entre las manos, escuchas los rítmicos pasos. No has pensado en nada mejor para tu cabeza, cuerpo y extremidades. Tu corazón late con fuerza. El sonido de los pasos se detiene en la puerta seguido de una larga e insoportable pausa, hasta que tocan a la puerta o suena el timbre y el corazón momentáneamente detenido vuelve a latir de nuevo…

 

Un grupo de feligreses que sale de la misa matutina en el Monasterio Azul me pide tomarle una foto. Cojo la cámara, doy unos pasos hacia atrás y me recargo en la pared para que todos quepan en la foto. El dueño de la cámara corre para reunirse con el grupo, donde el cura es la figura central. Éste se congela mientras hace con tres dedos la señal de la cruz. Clic. Miro la pantalla. Está bien pero tomaré otra. Todos asumen expresiones sombrías. El cura vuelve a levantar la mano para imitar una bendición. Clic de nuevo. La miro. Creo que está bien… El dueño de la cámara me agradece y sigo mi camino.

 

Hay dos cosas imposibles de capturar en pantalla: la interpretación realista de un acto de amor y la de una oración. No les creo a los actores que tratan de convencerme de que están haciendo el amor sinceramente. Tampoco les creo a los actores que tratan de convencerme de que están rezando…

 

Eso es lo que el viejo Orson Welles pensaba… Ahora, ¿de dónde salió eso?

 

Es la hora en que los dueños de los perros los sacan a pasear en el Parque Vere. Pronto será inundado por muchos más: niños, nanas y fantasmas. Y por la tarde parejas amorosas ocuparán cada una de las bancas. Pero las mañanas les pertenecen a los dueños de los perros. Me agradan. De vez en cuando yo también vengo aquí con el labrador blanco, le retiro la correa y lo veo disfrutar de la vida con otros perros. Se olfatean, corren y se sienten felices. Cuando estoy con el labrador me vuelvo parte del grupo canino. Sin el perro esta gente no me reconoce, pero yo los conozco a todos ellos. Hoy, sin embargo, no veo ningún rostro familiar. Hay un metrosexual en ropa de correr que se divierte lanzando a su dóberman un juguete que escurre salivan. Este personaje es nuevo. Nunca lo había visto. Me siento en una banca y enciendo un cigarro. El dóberman encuentra el juguete con diligencia alemana, se lo lleva al dueño, y espera a que se lo vuelva a arrojar, vuelve a correr tras él sin cansarse, ad infinitum.

 

Ahora voy a tomar mi teléfono, me conectaré y con diligencia autodestructiva, miraré el álbum de vacaciones de Nelly. Y durante todo ese tiempo, el dóberman buscará el juguete…

 

“¿Tienes un cigarro?”. Leo se sienta a mi lado. Nos damos la mano y guardo el teléfono en el bolsillo. También ha salido temprano. Viste ropa para correr, pero si el dueño del dóberman emana un estilo de vida saludable y pudiente, la ropa harapienta de Leo recuerda al uniforme de un prisionero. La prisión y el vodka nos cuecen de manera distinta. Me pregunto si ha sumado los días, los meses y los años que ha pasado tras las rejas. Leo ignora que celebré su reciente salida de prisión emborrachándome hasta la inconsciencia. Ese día, Mediko me llamó por teléfono y me pidió que fuera a su casa. “¡Hoy nos vamos a emborrachar!”, anunció, en un tono casi festivo, y sacó una enorme botella de grapa de la alacena.

Nos sentamos en la cocina y tomamos la bebida espirituosa hecha en casa. El padre de Mediko tocaba los nocturnos de Chopin en la habitación contigua. Mediko vaciaba un vaso tras otro, me hablaba y lloraba de tanto en tanto. Ese día una historia larga, imposible y complicada llegó a su fin. Un extraño se quitó el sombrero ante Mediko en el Parque Vere y algo se rompió… Algo que nunca había concluido del todo…

 

Después de su última sentencia, Leo nunca preguntó por Mediko. “¿Cómo están las cosas en el barrio?”, solía preguntar con un guiño del ojo, como si compartiéramos un secreto. En realidad, nada cambia nunca en el barrio. Por las noches, Mediko tiene que pasar por encima de las parejas abrazadas, si no, no puede llegar a su casa. Dentro, hay plantas que su padre riega asiduamente y el olor de una solterona otoñal flota suspendido como telaraña. Muchas plantas en flor intensifican el olor y a veces ni siquiera el hecho de emborracharse ofrece escapatoria…

 

“¿Recuerdas el auto?”, me preguntó Mediko. Asentí. Claro que lo recordaba.

 

“Lo gracioso es que no pienso en admiradores, no pienso en pretendientes, no pienso en casarme. Pienso en los autos que solían detenerse para mí pero a los que nunca subí… Los autos se han convertido en mis sueños eróticos. Es gracioso, ¿no crees?”.

 

No era gracioso.

 

Mediko parecía no esperar a Leo, pero lo esperaba de cualquier manera. Me pregunto en qué otra parte del mundo algo así podría ocurrir. O mejor dicho, cuando no ocurre nada. Dos personas, que viven a cien metros una de la otra, sin nada en común, están atadas una a la otra con un hilo invisible durante toda su vida. Es mentira que Mediko no se casara porque le tuviera miedo a Leo. Nadie le otenía miedo a esas alturas. Con el tiempo, Leo se convirtió simplemente en otro fantasma del Parque Vere. No es tanto su edad propiamente, pero parece más viejo que los demás fantasmas. La prisión envejece, al igual que el asesinato, y un día, después de cumplir su condena, cuando Leo conoció a Mediko, él no se atrevió a acercársele ni a hablarle, por lo que se quitó el sombrero, le dedicó una sonrisa desdentada y algo se terminó ese mismo día… Ambos estaban muy viejos para comenzar algo nuevo. Era demasiado tarde…

 

Dicen que Leo solía ser muy buena onda, y es verdad… La ciudad recuerda a sus héroes. La ciudad de la que es originario Leo es como una prisión de alta seguridad. Aquí no puede uno relajarse, no se puede sentir libre aún si técnicamente se está libre. Aquí se castiga la frivolidad. Nada permanece escondido: las noticias pasan de celda en celda, de una división a otra. Los detalles del buen o mal comportamiento lo siguen a uno, o incluso lo preceden, a lo largo de su vida, del kínder a la escuela, de la escuela a la universidad, y luego a la edad adulta y hasta bien entrada la vejez…

 

“Solía ser muy buena onda”… ¿Desde cuándo se menciona el nombre de Leo en tiempo pasado? Probablemente desde el día en que el auto que le regaló a Mediko desapareció de la Calle Kiacheli. Alguien –la oficina del alcalde, alguno de sus empleados, alguna persona en particular o todo el sistema– decidió remolcar el BMW que se oxidaba. Algo cambió ese día. Antes, ya sea que Leo estuviera en prisión o libre, nadie habría osado tocar el auto de Mediko, el regalo de Leo.

 

En realidad no recuerdo cuánto tiempo estuvo estacionado el BMW frente a nuestra casa. Ahí estaba, una especie de decoración permanente. Como si su destino fuera estar ahí por la eternidad. Para algunos se había convertido en un objeto apreciado, un mito local con el cual crecieron varias generaciones. Un tipo buena onda se lo regaló a su novia pero ella no lo aceptó. Ella estaba fuera de su alcance, era la hija de un profesor con principios, pero todo indica que ella lo amaba. ¡Claro que lo amaba! Otros estarán de acuerdo, en especial aquellos que recuerdan cómo empezó todo, pero no quedamos vivos muchos de ellos. Si ella no lo hubiera amado, se habría casado. Era una belleza… y el tipo también era genial, nunca se echaba para atrás, podía disparar e incluso matar, de vez en cuando… Siempre por dignidad u honor. Era un tipo belicoso. Nunca lo aprehendieron por crímenes menores. Siempre obtuvo sentencias largas…

 

El motor del BMW estacionado en el número 11 de la Calle Kiacheli jamás fue encendido. Estaba ahí en calidad de chatarra.

 

Quienes recuerdan el inicio de esta historia aún saludan a Mediko con reverencias y se quitan el sombrero. Para ellos, Mediko es el símbolo de la lealtad y la casta espera…

 

El auto robado, o comprado con dinero robado, apareció en nuestra calle poco después de la guerra de Tiflis. El golpe militar que ocurrió a tiro de piedra de nosotros marcó una nueva etapa en la vida de Mediko: ahora tenía un auto que jamás conduciría y un padre que jamás saldría de casa. En el barrio, y creo que incluso en toda la ciudad, Rostom era el único que no sabía que el BMW estacionado bajo su ventana le pertenecía a su hija.

 

El invierno pasado llevé a mi labrador a la colina Mtatsminda. La pareja que caminaba delante de mí se despidió en el Conservatorio. El joven besó a la chica y siguió su camino. La chica se acomodó el estuche de violín sobre su hombro y permaneció mirando cómo la espalda del joven desaparecía a lo lejos.

 

“Qué joven tan amable el que te acompañó”, una mujer jadeante se bajó de un taxi e hizo demasiado alboroto. Este tipo de personas chismosas invariablemente trabajan en la administración.

 

A la chica no pareció perturbarle en lo más mínimo que la hubieran visto con el joven. Sin ni siquiera ver de reojo a la mujer entrometida, ella siguió mirando la espalda del muchacho, y luego dijo con una voz ensoñadora, como si hablara para sí:

 

“Si tan solo supieras cómo toca…”.

 

“¿Y cómo lo sabría?”, musitó la administradora, con el tono de una suegra malhumorada; arregló su abrigo de piel y entró al Conservatorio. La chica permaneció mirando cómo desaparecía su joven músico.

 

“Siempre te han gustado las historias extrañas, ¿no es así?”. Leo me ha estado escuchando con atención. Es un experto para escuchar. En esta ocasión sus ojos rasgados nunca se despegaron del dueño del dóberman, su enemigo ideológico y de clase, un inconveniente, una bolsa de dinero, y solo Dios sabe qué cosa más. Pero ahora Leo es un inofensivo fantasma del parque, quizás porque nunca ha traicionado sus principios, ha cumplido sus condenas a totalidad, ha resistido la humillación, ha sobrevivido a las adversidades solo para enfrentarse al más vil de los finales: cuando finalmente lo liberaron, se encontró en una ciudad extraña. Y a lo que se enfrentó fue más extraño que la prisión.

 

“¿Qué dices? Es una buena historia, ¿no crees?”.

 

Leo se encoge de hombros:

 

“Tú sabes más que yo, hermano”.

 

Leo parece un gato echado que disfruta del sol. De hecho, la suya es la languidez de un expresidiario, heredada de la interminable cadena de días en apariencia idénticos. Los gatos no tienen nada que ver con esto. Los gatos me esperan en otra parte…

 

No le he dicho lo más importante. Cuando miré a la chica del violín, pensé que lo más probable era que Rostom ni siquiera sospechara que había un lugar para él y aquellos como él en esta ciudad. Que ya podía salir de casa porque las cosas habían cambiado recientemente… ¿Pero por qué recientemente? Había pasado un cuarto de siglo desde entonces…

 

“¿Qué hay de tu amigo Tazo?”.

 

“No lo veo muy seguido”.

 

“Pero siguen siendo amigos, ¿no?”.

 

“Casi no sale de casa. Solo va a trabajar”.

 

Leo arroja la colilla en dirección del dóberman.

 

“A veces se necesita mucho valor para salir”.

 

¿Quién lo dice? El hombre que ha pasado la mitad de su vida en las calles y la otra mitad tras las rejas. Y lo dice cuando estoy pensando en Rostom y Tazo está en mi casa.

 

“Qué mal que no se vean. Eran grandes amigos. A él le gustaba Mediko, ¿no es cierto?”.

 

Aún la menciona, si bien como de paso.

 

“Creo que era al revés, a Mediko le gustaba él”.

 

La ciudad es increíblemente pequeña…

 

“No hagas conjeturas”. A Leo claramente le molestan mis palabras pero intenta no mostrarlo. Después me mira y sonríe con una mueca torcida: “Eres mejor para contar historias de músicos”.

 

Ahora me toca a mí encogerme de hombros. Tomo los cigarros de mi bolsillo y cada quien enciende uno.

 

Recuerdo aquella noche, cuando cuatro músicos fueron asaltados al salir del oscuro vestíbulo de la Sala de la Filarmónica después de un ensayo. Para Rostom fue una prueba más de que su decisión de no salir era la correcta.

 

“¡Se han llevado la Guarneri!”, repetía una y otra vez mientras recorría de lado a lado la habitación, pronunciando el nombre de manera ligeramente distinta que el resto de nosotros. La viola Guarneri había sido arrebatada al Cuarteto del Estado y uno de ellos recibió un duro golpe a la cabeza con la culata de una pistola. Rostom caminaba por la habitación, repitiendo “catástrofe” y “Guarneri”, mientras Mediko fumaba en la ventana, mirando el preciado obsequio estacionado en la calle oscura. El sonido de tiroteos ocasionales alcanzaba nuestra casa desde diferentes partes de la ciudad. La niña que ahora es una mujer mayor mira a su doble en el espejo y piensa en el muchacho que quizás rompió las cabezas de los colegas de su padre, el mismo que la había privado de la esperanza en el futuro y de todo deseo de vivir cuando se llevó la viola Guarneri. Perdida en sus pensamientos con su cigarro junto a una lámpara de aceite, Mediko aún era hermosa.

 

Dicen que Mediko salió a su madre, una mujer hermosa que había huido con un turbio hombre de negocios hace muchos años.

 

El hombre y el perro se han cansado el uno al otro. El dueño ata la correa y lleva al dóberman hacia la entrada del parque. No hay nada más con qué entretenerse en el Parque Vere. Es hora de que también yo me vaya.

 

“Me voy. ¿Quieres que te deje un par de cigarros?”.

 

“Solo uno. Compraré más tarde”.

 

Comprará o quizás no, pero así es Leo: hay ciertas cosas que jamás hará por respeto propio.

 

“Nos vemos”, nos despedimos de mano y me levanto de la banca. Pensar en Mediko y sus regalos es demasiado a esa hora temprana.

 

 

Era invierno, la época de exámenes en el Conservatorio. La chica con el violín miraba a su amado alejarse, los gruesos muros del viejo edificio no podían contener todas las arias y los instrumentos, cada sonido se trasminaba a

 

través de ellos, llenando las calles de disonancias. Pero había algo inexplicablemente festivo en todo ese revoltijo musical. Yo solo lamentaba que el virtuoso que desaparecía nunca haya volteado a mirar su chica, pero aun así,

 

fue una visión grandiosa…

 

 

Debajo de mi departamento siempre hay música. Plantas en sus macetas, flores y música, nada más. Rostom riega las plantas y tararea arias italianas. Cuando no está tarareando, toca el piano, escucha música o habla de aella.

 

“Una melancolía suave es característica de Rachmaninoff… El inicio de los Conciertos 2 y 3… La orquesta respira como un océano, en oleadas. Eso no es ruso. ¡Nadie puede asegurarme lo contrario! Es tan diferente de todo lo

 

ruso; me refiero a Korsakoff, Mussorgsky y otros rusos genuinos… ¡Rachmaninoff es de carácter occidental!”.

 

Para hacer su argumento más convincente golpea la mesa con la palma de la mano para que nadie se atreva a dudar de la verdad de sus palabras.

 

“Recuerdo el Concierto número 3 interpretado por Van Cliburn. ¡Fue celestial! La interpretación de Nikolai Lugansky, verdaderamente diferente por completo pero aun así muy impresionante. Te lleva a otro lugar, quedas

 

totalmente sobrecogido, quieres llorar, hormigas enormes trepan por tu estómago…”.

 

¿Como un orgasmo?”. Mediko fuma y echa miradas a su padre como si lo retara. Es una pelea habitual entre dos teóricos obligados a vivir bajo el mismo techo. Pero lejos de lo que vemos en las películas de Bergman. Todo es más directo y banal con nosotros, en comparación con los complicados relatos del hijo del cura luterano. En sus obras maestras los enfurecidos suecos se lanzan acusaciones entre sí tan serias que dan ganas de vomitar. Sus confesiones son tan sinceras que tienen el don de alterarte la bilis. No se perdonan a sí mismos ni a sus seres queridos… Pero en el número 11 de la Calle Kiacheli, el padre ni siquiera se da cuenta de la rebeldía tardía de su hija. Simplemente no se da cuenta porque nada le importa excepto sus flores favoritas y sus colecciones de discos de vinilo. El mayor infortunio para él sería que se rompiera la aguja del tocadiscos y que Mediko no llegara a casa a tiempo para conseguir otra… La guerra civil, que nunca fue más allá del Hotel Iveria en la Plaza de la República, nunca alcanzó nuestra casa, [pero] obligó al músico a permanecer en casa para siempre y, posiblemente, lo convirtió en una de las personas más felices de la ciudad. Durante años, cada vez más jovial, ha cuidado de sus plantas, tarareando y tarareando para sí… Mientras tanto, al regresar del trabajo, Mediko sortea a las abrazadas parejas en nuestra entrada y evita mirar su cansado rostro en el espejo…

 

“Una vez me regaló una muñeca en mi cumpleaños”, me dijo embriagada aquel día, cuando Leo había salido de la cárcel y se topó con él. “Ni antes ni después de eso me dio jamás nada excepto flores para mi cumpleaños. Eso hacía: me traía grandes ramos de flores. ¡De verdad me gustaba, en serio! Y un día llegó con una muñeca de plástico. Por aquí debe estar”.

 

El sonido de la música nos alcanzaba desde la otra habitación. Esta vez Rostom puso Take Five de Dave Brubeck.

 

“Sabes, la muñeca era como de segunda mano, algo desgastada, por lo que me puse celosa… Habría tenido trece o catorce años, ni joven ni mayor, pero de inmediato adiviné que venía de estar con aquella mujer y que ella la había enviado como obsequio. De todas maneras, yo era demasiado grande para muñecas… La acepté y la miré con sospecha durante mucho tiempo. Simplemente no me gustaba, además, no era agradable pero me la quedé y solía mirarla de vez en cuando como si mirara a la mujer, una extraña que se interponía entre Papá y yo. Y ahora…”

 

“ытм”Tus dedos huelen a incienso”, cantaba Rostom en ruso, imitando la voz de contratenor de Alexander Vertinsky.

 

“Ahora espero que en realidad la haya pasado muy bien con esa mujer, por lo menos. Lo mejor de su vida. Quisiera que así fuera…”

 

Tomo el bajopuente para salir rumbo a la Escuela 51 y entrar en el primer café. No es una decisión a ciegas. Este sitio me gusta. A través de la puerta de vidrio puedo ver a muchos transeúntes, algunos conocidos. Y el café no es malo. El café que prepara Shorena es lo que necesito ahora mismo por sobre todas las cosas.

 

Shorena está sola en el café. Seguramente soy el primer cliente del día.

 

Bebo el café y la miro. Está volteada casi hacia mí, mientras dobla servilletas de papel y las coloca en los servilleteros. Sus movimientos monótonos y serenos son más relajantes que las gracias alocadas del dóberman. El esfuerzo pacífico de doblar cuadrados en triángulos… Sin embargo, he venido con un propósito. No hay nadie en el café salvo Shorena y yo y ella está ocupada. Leo aún está en el parque. Quizás nadie me molestará por un tiempo… Tomo mi teléfono del bolsillo, lo coloco en la mesa y me conecto a internet. Miro el álbum de Nelly, o mejor dicho, el álbum de su maniaco veterinario, por enésima vez.

 

Verlos es muy similar a ejercer violencia contra uno mismo. Porque el autor de esas fotos abusó de su esposa cuando tomó esas fotos y luego cuando las publicó para que todo el mundo las viera. No es un veterinario inofensivo sino un verdadero maniaco y siempre he tenido la sospecha de que había algo enfermo en su obsesión con los gatos. Mientras tanto, mirar constantemente las fotografías me ha convertido en un maniaco también. O yo estoy loco o la multitud que añade sus “Me gusta” u otros comentarios eufóricos, completamente ignorante de la amenaza que representan este hombre y sus fotografías. Quisiera estar equivocado, saber que la pareja de Nelly es un tipo normal con una mente sana, pero hay algo verdaderamente irracional o bizarro en la meticulosidad con que primero toma y luego publica incluso los momentos más insignificantes de su viaje, cada uno de los monumentos, importantes o no, cada Nelly posible y cada uno de los gatos con los que se cruzan, y nadie puede hacerme cambiar de opinión acerca de su cordura.

 

Una cantidad alarmante de gatos y muchas más Nellys… Hay algo de felino en este rubio veterinario de ojos moteados. Gatos de beduinos, gatos en un café en Tel Aviv, gatos en el Mar Muerto… Y Nelly los acaricia con un aire de obediente desinterés. Suena una alarma en mi corazón. Ni siquiera estoy seguro de que le gusten los gatos en absoluto. Puedo sonar gracioso pero no puedo hacer nada para reprimir este sentimiento: veo señales amenazantes en los perfectos trazos de los escenarios, en las composiciones simétricas e incluso en el desierto mismo.

 

Nelly está acurrucada como un gato en lo alto de un acantilado. Debajo, un camino sinuoso se dirige hacia ella. El camino que serpentea en la naturaleza está absolutamente vacío. Ni un solo auto. ¿Qué siente Nelly al mirar el camino? ¿Tiene miedo o disfruta del paisaje que parece salido de las películas de Antonioni?

 

Carreteras desiertas que van de una ciudad a otra, de un país a otro. Camellos por todos lados y letreros que dicen: “Cuidado con los camellos”. Hay otros letreros que el hombre-gato publicó. Están en tres idiomas: hebreo, árabe e inglés. Solo puedo leer inglés: “El camino atraviesa territorio controlado por la OLP. Prohibida la entrada a ciudadanos israelíes. Peligra su vida y contraviene la ley de Israel”. ¿Aun así el atrevido hombre-gato incursiona en el territorio y lleva a Nelly con él? O no lo hace y jamás lo sabré porque la foto con una navaja afilada en su cuello la pudo haber tomado en una barbería en Jerusalén. El resto de las fotografías tienen lugar en el Muro de los Lamentos. Nelly lleva una mascada ligera sobre los hombros y puedo jurar que es la que yo le regalé. ¡Pero esa navaja afilada! Con una albeante sonrisa, un barbero árabe está rasurando el blanco rostro europeo y casi lampiño del veterinario. La foto ha recibido la mayor cantidad de me gusta. “¿Cómo no te dio miedo?”, comentan sus amigos. “No había nada que temer”, responde el valiente veterinario, tercamente aventurándose en las profundidades de la seca y árida tierra esculpida por el sol y el viento, llevando consigo a Nelly a un sitio cada vez más y más profundo.

 

Allá también llueve, aparentemente. Cuando veo calles mojadas, pienso que las han lavado, pero no, acaba de llover y un arcoíris en semicírculo brilla por encima del domo pintado de verde de una mezquita. Nelly aparece cubierta por una bata de baño y una toalla envuelta en su cabeza. Su mano está levantada, un gesto que pide que no le tomen la foto, pero la protesta resulta un tanto ineficaz. Hay una vaporosa ducha detrás de ella… Y de nuevo el camino… Nelly compra algunos dulces orientales. Luego varios gatos gordos que el veterinario no pudo ignorar y de nuevo Nelly, esta vez contra el fondo de cadáveres destripados de ovejas que cuelgan en afila.

 

Continúan su viaje. “¡Peligro! ¡Minas!”, advierte en tres idiomas el letrero junto a la carretera. No hay tráfico. Pero sí muchos letreros. Minas por todos lados. El desierto entero está cubierto de minas. Solo es posible soltar un suspiro de alivio en un oasis. Ni pensar en caminar por ahí. Nelly se encuentra en una represa de ensueño, saltando sobre riachuelos. Los árboles del oasis tienen hojas anchas y formas retorcidas, completamente extrañas para nuestra imaginación. Cuando la veo tranquilamente paseando entre tan exuberante vegetación, empiezo a cuestionar mi sospecha, pensando que todo va a estar bien. Después de varias fotos, dejan el oasis. De nuevo el desierto… Columpios en el desierto… ¿Por qué los columpios solitarios le dan al paisaje una apariencia tan extravagante, como si no fuera nuestro planeta en absoluto? Nelly está en los columpios pero no puedo ver su expresión. Su pelo suelto esconde su rostro, mira hacia abajo, quizás en dirección de las piedritas amarillas… Me parece oír el rechinar de los columpios. Oscurece. La sombra de Nelly sobre los chirriantes columpios se alarga, ese estira sin fin hacia el desierto. No hay un ser vivo a la vista, hasta donde comienza el horizonte.

 

Una carretera serpenteante atraviesa el desierto, más letreros que advierten que hay minas, camellos y tiroteos cercanos. Los camellos estaban ahí mucho antes de que comenzaran los tiroteos, antes de que los pozos fueran envenenados… Han estado ahí desde tiempos inmemoriales. Probablemente incluso recuerden al extinto elefante meridional, el viejo amigo de Tazo y mío… Estaban ahí cuando esta tierra árida vio nacer a las tres religiones principales del mundo, una tras otra… ¿Seguirán ahí los camellos cuando el choque de las tres religiones haya terminado?

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